domingo, 12 de octubre de 2008

Descubrir la muerte




Mónica Tresaco. Así se llamaba la división perdida del ENAM para mí.
Sin embargo, nunca le había visto la cara. Apenas si me había atrevido a imaginarla en la mirada pícara de su hermana Claudia.
En aquellos tiempos de silencio y miedo, de comentarios a media voz, no daba para hablar de desapariciones ni de división perdida. Apenas los murmullos en torno al dolor de esa familia por la hija que ya no estaba.
Mientras tanto, la vida seguía. Parecía que estábamos obligados a que transcurriera así, en silencio, de espaldas a las desapariciones. Al costado del hall de entrada, Buchi en la dirección. Al fondo del pasillo de Las Heras, el padre de Mónica al frente del buffet. En mi aula, Claudia detrás de su flequillo.
Hoy, luego de mirar una y otra vez las fotos del edificio de Las Heras y Manuel Castro que nos envía Angel desde su casilla, sentí más ganas de ver paredes que caras. Al encontrarme con la división perdida caí en cuenta que nunca había visto la cara de Mónica y descendí con el cursor hasta que llegué a su foto, la última de las 29. Es curioso. Aunque la foto es borrosa esa cara parece plena de determinación. Tal vez sean los labios, entreabiertos con rigor. O los ojos, que por las sombras de la toma no se ven, pero sin embargo miran y desnudan. En el sitio están todas las fotos, cada una con su más o menos breve relato, desapariciones de las Tres A y de la dictadura.
Mis cinco años en el ENAM transcurrieron entre las primeras y las últimas desapariciones, del 75 al 79. El Nilo crecía y la agricultura nacía en Egipto desde la voz de Tawsend sobre su limo. Con Sajur leí “Los funerales de la Mama Grande”. Con Teresita Russiani, “Alrededor de la Jaula”. Desde tercero empecé a sentir que el mundo y su sentido eran las aulas, el patio y cada una de sus voces. Después, como todos o casi todos, me fui de ahí. Me fui a pesar de las lágrimas sobre Canción para mi muerte. Me fui y seguí mi camino sin que me quedaran de la escuela más que amores imposibles, poesías mal escritas y amigos y compañeros más o menos perdidos.
Desde hace muchos años arrastro preguntas cuya respuesta no terminaba de encontrar.
¿Por qué esos años de silencios obligados fueron tan determinantes en mi vida? ¿Cómo es que aun sigo convencido que si a alguien debo intentar mantenerme fiel, es al que fui en esos años?
Tal vez la respuesta está en algo que dijo el escritor Francisco Umbral: “aquí fue mi descubrimiento de la muerte, que es siempre adolescente, ya que en la adolescencia la descubrimos, la conocemos, aprendemos su nombre”.
Es eso. Es lo que siento, lo que me digo cuando abro la tapa de Sinfonía Adolescente, el CD de Charly con tapa de vinilo, y repaso la letra de El chico y yo como cuando me encerraba frente al Winco y me aprendía una a una las letras en las tapas de los viejos discos de Sui Generis.
Un adolescente frente al descubrimiento de la muerte. Puede que esa respuesta sirva para todos los adolescentes de todos los tiempos. Pero en aquellos años, era bastante más que una revelación existencial. La muerte era la pared de sonido detrás de cada paso que dábamos, de cada mirada, de cada tontería, de cada descubrimiento. Era de muerte el sonido de aquel silencio.
A mis cuarenta y siete, con mi pretensión intacta de ser adolescente por siempre, a las dos de la madrugada, mientras en casa todos duermen, frente a la pantalla vuelvo una y otra vez a la mirada siempre adolescente de Mónica y me pregunto si aun soy capaz de mirar así.
Monica Tresaco murió al poco tiempo de aprender el nombre de la muerte. “No me interpretes mal, me gusta este momento, pero pronto desaparecerá”, parece que cantaran sus ojos.

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