martes, 17 de junio de 2008

Buzzi contracturado



Gira el cuello. Busca el nudo, frente a las cámaras. Está contracturado. Como buen cuervo, me acuerdo del partido con River. Estábamos afuera, con dos jugadores menos. Pero hicimos lo que debíamos. Jugamos a la pelota. Hoy jugamos a la pelota. Hoy nos distendimos, hablamos claro, no nos encerramos, hicimos sentir a todos como parte del equipo (no sólo a los ultraleales). Y hoy -al menos hoy- de nada sirve que De Angeli dé su versión de su encuentro con Néstor. Néstor estaba como Dalesandro en uno de sus intratables días, y la jugada es mucho más linda en su relato que en el de Alfredo.
Hoy no necesitábamos ni karatecas ni espantar a nadie ni ninguna otra gilada. Tal vez porque estábamos en el horno, y era notorio que ninguna de esas pelotudeces iba a salvarnos. Por eso estoy feliz. Y será por eso tal vez, que Buzzi está contracturado.
Mañana haremos un gran acto. Sufriremos un poco, rogando que no se agarren los camioneros y los de la UOCRA. Y nos prepararemos para seguir, porque sabemos que esto recién empieza. Ojalá entendamos que la virtud de estos cien días fue el aguante. Pero que con el aguante no alcanza, y que además hace falta jugar, encarar, disfrutar cuando hacemos circular la pelota. Claro, sin olvidarnos de todos los goles boludos que nos hicieron. No vaya a ser que el día menos pensado nos aparezca un Orión y se ponga a hacer jueguito en el área. Rabonas y tacos, de tres cuartos para adelante y con el equipo bien parado. Ahí es cuando a Buzzi se le traba el cuello.

viernes, 13 de junio de 2008

Perdido




Un relato de Haroldo Conti


El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el, Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidia su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre alli como el primer día. mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguia allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Britanica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veóa todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un misero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.


Vió al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante. --¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vió el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.




Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
-¿Cómo va? --Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
--¿Y usted, que tal? --Bien, bien.
--¿La tía?
--Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
--¿A qué hora sale el tren? --A las ocho y media.
--Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
--No... mejor nos quedamos aquí. ?A dónde vamos a ir? Entre que arriman el tren,y enganchan la. locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
--¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguiercn un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
--¿Cómo se largo hasta aquí?
--Eh!... hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
--Esta parado --dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Saco y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
--¿Que te decía?... oAh, si! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
--Esta viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
--¿Que tal? ¿Como va eso?--volvió a preguntar con desgano.
--Bien, bien.
--¿Se progresa?
--Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
--Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace mas de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
--¿Para qué sirve? ,
--Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero ésto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
--Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
--Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vió más.
--¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
--Igual.
--¿Los muchachos?
--Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
--¿Qué hora es?
--Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
--Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
--Está bien, muchacho. No te molestes.
--Déle saludos a la tía. A todos.
--Gracias, querido. Gracias.



Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
--¿Cuándo vas a ir por allá -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
--Apenas pueda.
--Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
--Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
--¡Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
--¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió, seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.

Del libro "Con otra gente", © Centro Editor de América Latina, 1972

miércoles, 11 de junio de 2008

El encuadre constitucional de las retenciones


Dos cuestiones suelen plantearse de manera reiterada en estos días: que el Poder Ejecutivo no tiene facultades para imponer retenciones y que el porcentaje establecido es confiscatorio. El destacado tributarista Arístides Corti las analiza en esta nota que nos permitirá conocer un poco mejor el tema y, si tenemos ganas de abrir la boca, hacerlo con algo más de fundamento.


Sumario: Resulta de rigurosa actualidad, habida cuenta las recientes medidas gubernamentales consistentes en el incremento de las retenciones a la exportación de determinados productos del campo (soja, girasol) y reducción de otros (maíz, trigo, subproductos con valor agregado nacional), referirnos a su encuadre constitucional.



En primer lugar señalamos que estamos frente a impuestos aduaneros a la exportación, regidos por el Código Aduanero (Ley 22.415), y específicamente por la Ley 21.453 (régimen de exportación de productos agrícolas), complementada por la Ley 26.351, y que dichas medidas fueron adoptadas con sustento en los arts. 1 de la Ley 21.453 y 755 del Código Aduanero, en cuanto facultan al Poder Ejecutivo a gravar con derechos de exportación exportaciones para consumo de mercaderías y modificar los ya establecidos.

Se trata de una legislación delegante, cuya política legislativa se encuentra definida por el inc. 2) del artículo 755 de mención, en cuanto delimita la delegación al exclusivo objeto de cumplir con las finalidades allí enumeradas, cuadrando enumerar por su aplicación al caso, las siguientes: a) asegurar el máximo posible de valor agregado en el país con el fin de obtener un adecuado ingreso para el trabajo nacional; b) ejecutar la política monetaria, cambiaria o de comercio exterior; c) promover, proteger o conservar las actividades nacionales productivas de bienes o servicios, así como los recursos naturales, o las especies animales o vegetales; d) estabilizar los precios internos a niveles convenientes o mantener un volumen de oferta adecuado a las necesidades de abastecimiento del mercado interno; e) atender las necesidades de las finanzas públicas.

Ahora bien, dicha legislación delegante fue prorrogada en su vigencia por la Disposición Transitoria Octava de la reforma constitucional de 1994, que prescribe: “La legislación delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cinco años de la vigencia de esta disposición, excepto aquella que el Congreso de la Nación ratifique expresamente por una nueva ley”. Con arreglo a esta cláusula el Congreso de la Nación prorrogó sucesivamente dicha legislación delegada a través de las leyes 25.145, 25.644, 25.917 y 26.135, esta última hasta el 24 de agosto de 2009.
Estamos frente a un tributo cuyo sujeto pasivo (contribuyente) es el exportador de tales productos y subproductos, y su objeto no es otro que gravar los beneficios extraordinarios o superrentas generados: a) por la política cambiaria y monetaria del gobierno nacional, dirigida a proteger la economía nacional en el marco del proceso de reindustrialización generado a partir de la pesificación, y b) la reversión coyuntural del histórico deterioro de los términos del intercambio (intercambio desigual) provocada por los altos niveles de importación de este tipo de productos por parte –principalmente- de China e India.-

A su vez, el mantenimiento de dichas ganancias extraordinarias -generadas por los referidos factores de política económica interna y contexto externo- se traduciría en un correlativo incremento de los precios del mercado interno en sintonía con los nuevos precios internacionales, con la consiguiente degradación del consumo de las clases populares.

A ello cabe añadir que el proceso de “sojización” de la tierra conduce a su progresivo deterioro como recurso natural estratégico.

Sobre estas bases, las medidas adoptadas procuran desestimular dichas consecuencias nocivas, con arreglo a la política legislativa enunciada en el referido art. 755 del Código Aduanero y una consistente doctrina constitucional de la Corte Argentina en punto a que el poder tributario no tiene una exclusiva función recaudatoria sino también otra de índole extrafiscal, dirigida a planificar y/o regular la economía nacional con vistas a un desarrollo pleno y justo de las fuerzas productivas (“Fallos” 243:98 y 289:443 y 508).

En orden a este gravamen se han efectuado dos órdenes de cuestionamientos: uno, desde la perspectiva de la supuesta confiscatoriedad del gravamen, y otro, en torno al principio de legalidad tributaria.

Acerca de la confiscatoriedad
Al respecto, la jurisprudencia de la Corte (cfr. el segundo de los fallos citados, “Montarcé”, sentencia del 27/9/74) precisó que dicha tacha (referida a que “determinados impuestos, en la medida que exceden el 33% de su base imponible afectan la garantía de la propiedad, por confiscatorios”) no es aplicable cuando el poder tributario instituye gravámenes con finalidades disuasivas y como “instrumento de regulación económica que a veces linda con el poder de policía y sirve a la política económica del Estado en la medida que corresponde a las exigencias del bien general cuya satisfacción ha sido prevista en la ley fundamental como uno de los objetos del poder impositivo” y ser ello, además, porque “en este aspecto las manifestaciones actuales de ese poder convergen hacia la finalidad primaria, y ciertamente extrafiscal, de impulsar un desarrollo pleno y justo de las fuerzas económicas” (con remisión al primero de los antecedentes precitados).

A lo que cabe añadir que la confiscatoriedad resulta una cuestión de hecho y prueba que en las actuales circunstancias no se exhibe viable, a poco que se comparen los precios internacionales (v.gr. de la soja) de octubre de 2007 con los actuales, y los ingresos netos de retenciones entre ambas fechas. A este respecto nos remitimos a los datos suministrados por David Cufré, “Página 12” del 27/3/08, en orden a que en octubre pasado el precio internacional del cereal era de dólares 356 la tn. y los ingresos netos –previo pago de las retenciones- eran representativos de dólares 231,4 la tn., en tanto que a la fecha de la Resolución Nº 125/2008 el precio internacional ascendió a dólares 470 la tn. y previa detracción de las retenciones incrementadas, los ingresos -netos de las mismas- habrían ascendido a dólares 282 la tn., en lugar de dólares 231,4.

Acerca del principio de legalidad
La legislación delegante (Código Aduanero) se encuentra ratificada en su vigencia hasta el 24 de agosto de 2009 por la ley 26.135.

No advertimos se verifique en la especie un fenómeno de deslegalización, sino de delegación (en términos de delegación impropia) en la medida en que el art. 755 del referido código define la política legislativa en términos precisos respecto del objeto y finalidades de este tipo de gravámenes, de contornos ciertamente coyunturales y sujetos a las circunstancias imperantes en cada momento.

Ello sentado, entendemos que dicha delegación legislativa debe ser asumida por el Poder Ejecutivo Nacional (PEN) bajo la forma de un decreto de integración o delegado suscripto por la titular del mismo y el refrendo del Jefe de Gabinete de Ministros, como lo establecen los arts. 1 de la ley 26.135 y 100 inc. 12 de la Constitución Nacional. Ello, desde una perspectiva estrictamente formalista de la Constitución ya que es de público y notorio que la titular del PEN, a través de sus sucesivos comportamientos factuales, ha ratificado las aludidas resoluciones ministeriales.

Finalmente, teniendo en cuenta que los contribuyentes del gravamen en cuestión son empresas de naturaleza oligopólica con posibilidades reales de transferir la carga tributaria (por vía de retrotraslación) a los pequeños y medianos productores reduciéndoles el precio de compra a los mismos, se considera atinada su complementación con una política de gasto público que direccione parte de su recaudación a asistir a dichos productores, a fin de que recompongan la utilidad mermada por la aludida retrotraslación, y, a su vez, puedan reconstruir su capital de trabajo para recuperar la explotación de sus tierras y/o rotar los cultivos a fin de preservar dicho recurso estratégico del país, actualmente afectado por la creciente “sojización”.

Este direccionamiento, además, debería complementarse con la asignación de los fondos recaudados a promover políticas diferenciadas que “tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de las Provincias” (art. 75 inc. 19, Constitución Nacional, cláusula del desarrollo humano, o lo que es igual, “progreso económico con justicia social”).

* Arístides Horacio M. Corti
Abogado especializado en derecho tributario. Profesor titular consulto de la Facultad de Derecho (UBA). Miembro titular de la Junta Directiva del Instituto de Estudios Legislativos de la FACA y del Tribunal de Enjuiciamiento del Ministerio Público Federal. Presidente del Centro de Estudios Tributarios para América Latina. Secretario de la CSJN (1974/6). Vicepresidente del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal (1996/8). Consejero del Consejo de la Magistratura de la Cdad. Autónoma de Bs. As (1998/9) y Vicepresidente de la AABA (2006/7).

Rubén Amílcar Calvo
Abogado especializado en derecho tributario. Profesor adjunto de Finanzas Públicas y Derecho Constitucional Económico (UBA). Secretario del Consejo Directivo del Centro de Estudios Tributarios para América Latina (CETAL). Ex Secretario Letrado del Tribunal Fiscal de la Nación. Autor de trabajos en la materia.

martes, 10 de junio de 2008

Charly y el mito de la eternidad


¿Importa leer, importa escuchar, importa mirar y tratar de aprender? Cada vez más el imperativo es mirar -o salir en la- TV y, por supuesto, opinar. ¿Opinar qué? Lo que se puede opinar, lo que con muy pocas variantes, opinan todos. Multitudes se entregan mansas a la manipulación del consentimiento, al único debate permitido, a reiterar los tics de la indignación a medias, el escándalo planificado, la solidaridad impostada.

Con muchos de los grandes artistas vemos como esos lugares comunes se repiten. Por ejemplo, no respetar que crezcan y envejezcan, o pretender que lo hagan dentro del menú de lo tolerado. García da un concierto. Un buen concierto. Luego, el escándalo que gana su cuarto de hora en los medios. No importa el buen concierto. Del músico, lo que menos importa es la música. De la música, el comentario repetido: "dejo un conjunto de canciones inolvidables antes que iniciara su decadencia". Esta forma de ver el arte, los artistas, el mundo, no nos brinda nada. Es mentira que esas sean las mejores canciones. Es mentira que su arte se haya terminado ahí. No sólo hay más música en Influencia, Tu Vicio, Dileando, Asesíname, No Importa o Pastillas (para citar algunos temas de los últimos años) sino que su música no paro de crecer y su búsqueda musical no se detuvo nunca.

Algo parecido pasaba con Marlon Brando, otro talentoso en problemas. Ya estaba en sus ochenta años y todavía había multitudes de tarados que se quejaban de que ya "no era el mismo", como si fuera posible detener el tiempo en Un tranvía llamado deseo o en El Padrino. Como si engordar, envejecer o irse a vivir a una isla terminara con el talento. Una lógica que los priva, por ejemplo, de Brando en Don Juan de Marco, para poner sólo un ejemplo. Esto no significa ignorar que la vida que cada uno lleva va dejando marcas o pretender que el talento vive en una cajita de cristal infranqueable para cualquier desgracia. Cuando García estaba muy mal -vaya a saber si tanto como ahora- Mercedes Sosa lo llevó a Cosquín, lo ayudó a ponerse de pie y después de eso hicieron un disco increíble, por los arreglos de García y por el arte conque la Negra puso la voz en cada tema. Se supone que Filosofía Barata es el primer disco post "época dorada" de García. Su versión del Himno, por ende, es parte de la decadencia. También Tango 4, La hija de la lágrima o Say No More, para citar algunos. ¿Cuchillos o Canciones de Jirafas son intervalos lúcidos en el naufragio? Así ven las cosas, así ponen sus caras de circunstancia, así dictan sus veredictos acerca de lo que desconocen, de lo que miran de reojo, de lo que espían.

Se lamentan, se conmiseran, se conmueven, se decepcionan. Es mentira.



Víctima
Víctima de soledad
víctima de un mal extraño
mi corazón se ha partido en dos.
¿Quién te ha visto y quién te ve?
Quién te ama te hace daño
mi corazón se ha partido en dos.
Veo esa sangre en la pared
iluminó mi ser
algo va a caer
veo tu sombra y ya no sé
ya no sé qué hacer
algo va a caer
Víctima de libertad
víctima de un sol extraño
¡Oh! Mi corazón se ha partido en dos
cuando todos van a verc
uando va a nacer
todo va a caer
tengo que salir y volver
desaparecer
y alguien va a caer
víctima de libertad
víctima de soledadvíctima de soledad
víctima de soledad.

Llegó Aniceto


Se vino Aniceto (espiemos en www.anicetodefavio.com.ar )
Pasaron nueve años desde que Leonardo Favio dio a conocer su última película –la monumental Perón, sinfonía de un sentimiento (1999), que tuvo una difusión marginal–, y casi quince sin comunicarse de manera directa con el público, si se tiene en cuenta que Gatica, el mono (1993) fue la última vez que llegó a las salas de cine. De todas las historias que rondan por mi cabeza, siempre retorno a la del Aniceto", dice la voz de Favio, a pocos segundos de comenzada la película. El agua amarronada corre por las acequias reflejando un sol y un cielo que, se intuye, no son otra cosa que un apropiado juego de luces cuidadosamente diseñado dentro de un set. Favio ha decidido volver a su clásico de 1966, El romance del Aniceto y la Francisca, de una manera inusual. Su Aniceto es una versión en estudios, mezcla de ballet cinematográfico con reinterpretación estética de su película.
Es la historia de un tal Aniceto (el bailarín Hernán Piquín en el rol que hizo famoso Federico Luppi), un compadrito dueño de un gallo de riña blanco con el que se gana la vida, que conoce a Francisca (Natalia Pelayo, en el papel de Elsa Daniel), una buena chica de pueblo, con la que empieza una relación amorosa. Francisca le cocina, lo cuida y lo espera a un Aniceto cada vez más distante y dedicado a hacer pelear a su gallo hasta que un día él se cruza miradas con Lucía (Alejandra Baldoni, María Vaner en la original). Raudo, Aniceto despacha a Francisca y se obsesiona con la esquiva Lucía. Obviamente, la elección probará ser complicada ya que la morocha no es "una mina sencilla" y enredará a Aniceto en problemas.
La historia no ha cambiado demasiado, pero sí se ha alterado es la puesta en escena. La original duraba poco más de una hora y ésta, con media hora más, utiliza ese tiempo para expresar las pasiones, tensiones y sufrimientos de los protagonistas a través de una serie de bailes musicalizados en su mayoría por Iván Wyszogrod (más un Chopin, por Miguel Angel Estrella).
Aniceto –desde su condición de ballet– viene a expresar un momento de síntesis en la obra de Favio: allí conviven esos dos grandes bloques en que hasta ahora parecía dividirse su filmografía. Es, al mismo tiempo, volver al principio –al principio de su cine, pero también al pueblo y a las historias de su infancia– pero con el bagaje expresivo y la paleta multicolor adquirida en sus años de madurez. Este Aniceto tiene mucho de paradoja: es la intimidad, a gran escala.
La voz en off del propio Favio –dulce, temblorosa– que introduce la tragedia confirma también el carácter casi confesional de un proyecto como Aniceto: Favio habla de esta historia como una que nunca ha dejado de “poblar mis noches de insomnio”. Se trata entonces de ingresar a su mundo más personal, al de sus sueños y sus desvelos, a esa frontera del alba que alimenta obsesivamente su imaginación. Por eso es coherente que Aniceto haya sido filmada íntegramente en el interior de un estudio: allí Favio puede reproducir su idea de ese pequeño pueblo de provincia, simbolizarlo con unos pocos elementos escenográficos, casi como si estuviera haciendo teatro kabuki, pero con una identidad inexorablemente argentina.
El paisaje de Aniceto, entonces, es deliberadamente estilizado, artificioso, dramático, con una luna que ilumina la noche como un reflector. Es bajo ese cielo de cartón pintado y oscurecido de pronto por presagios de tormenta que la Francisca (Natalia Pelayo) queda seducida por el porte varonil y presumido del Aniceto (Hernán Piquín). Ella aportará al árido rancho de adobe y cal del hombre su ternura y su calor de hogar: el puchero sobre las cenizas, la camisa planchada y, también, unos pesos en la latita, que aporta de su trabajo en la ferretería. Pero la irrupción de la Lucía (Alejandra Baldón), con su desenfado y su sensualidad agresiva, será irresistible para un varón como Aniceto, que se mimetiza con su orgulloso gallo encrespado y concibe la vida como un reñidero.
En Favio, la tragedia derivada de Federico García Lorca se funde con el drama de radioteatro. De la misma manera, en la banda de sonido convive una fantasía de Chopin (“El concierto que Miguel Angel Estrella daba a los pobres”, musita el director) con unos tangos por la orquesta de Alfredo de Angelis y unas cumbias a cargo de los legendarios Wawancó. Lo clásico y lo popular nunca han tenido barreras para Favio, todo forma parte de su mismo universo: el escenario y la milonga, los violines y las maracas. Es por eso quizá que esta nueva versión bailada de su vieja historia no puede sino ser sincera, auténtica, natural. A pesar de su premeditado artificio, no hay nada falso en este Aniceto.
FICHA TECNICAArgentina, 2008.
Dirección: Leonardo Favio.
Guión: Leonardo Favio, con la colaboración de Rodolfo Mórtola y Verónica Muriel, basado en el cuento “El cenizo”, de Zuhair Jury.
Fotografía: Alejandro Giuliani.
Música: Iván Wyszogrod.
Coreografía: Margarita Fernández y Laura Roatta.
Escenografía: Roberto Samuelle y Aldo Guglielmone.
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldón.

lunes, 9 de junio de 2008

Axolote



I

El candado se desprendió apenas giré la tijera y se desarmó en dos partes. Al agacharme a levantar la que cayó, la puerta se abrió. El galpón soltó una bocanada de aire húmedo. La casa en la que se cobijaba había quedado pequeña entre mansiones, empecinada en dejarse preferir por los zorzales y en evitar que muriera la sencillez en la cuadra. ¿Acaso no debería ser siempre ese el modo de alzar una casa en un terreno de diez por cuarenta? Sólo una reverencia al miedo de los nuevos días, el gris portón de hierro yendo y viniendo por su carril enhebrado a la tos de la cremallera. Pero todo lo demás estaba como debía. El verde jardín al frente, jazmín contra la medianera, malvones al pie del ventanal. Tras el garaje, al fondo del doble sendero de piedras de laca, la musgosa puerta con una cigarra dormida en las bisagras. Nunca había visto entrar allí a don Alejandro, que cuando venía ya pensaba en salir y cuando salía era sobre pasos ansiosos de apurar la vuelta. Así hablaba, llevándose por delante las palabras. Así estacionaba, caminaba, regaba el jardín, volteaba el árbol de su vereda, podaba a tijeretazos el jazmín o llenaba los canteros de flores de pétalos frágiles. “¡Este hombre!”. Esa era la frase preferida de Elida. La gritaba cuando encontraba alguna huella de los arrebatos de su marido. La murmuraba con bronca a los oídos cómplices de Mariana, en la cocina o junto a la puerta de nuestro lavadero. La necesidad los había llevado a dividir en dos partes la casa. Nosotros éramos los inquilinos de la delantera, ellos vivían detrás con su hijo Alejandro.
¿Qué me llevó a ese galpón? Los dueños de casa no eran personas de las que pudiera sospecharse una historia oculta, alguna nube sombría en el fondo de un baúl. Su vida entera quedó desnuda ante nosotros en unos pocos días, tan transparente como la sonrisa con que Alejandro, su hijo down, volvió de su habitación para mostrarnos colgando de su cuello la medalla que se había ganado el día anterior en un torneo de natación. Tampoco era de prever que me aguardaran grandes misterios. Es cierto que en el arcón de los trastos viejos de cada familia suelen encontrarse objetos, palabras, suspiros que merecen se les sople el polvo. Ni siquiera el aburrimiento y la soledad eran una explicación satisfactoria. Alejandro, Élida y Alejandrito estaban de paseo en Miramar. Mariana no volvería a casa sino hasta la noche y yo me había quedado a escribir en casa. Alguna buena idea que anoté la madrugada anterior insistía en no encontrar forma adecuada en la pantalla de la PC. Hice una pausa, me serví un vaso de leche, abrí la puerta del lavadero, miré hacia la calle, luego hacia el fondo. Volví sobre mis pasos, tomé una pequeña tijera del costurero y caminé por uno de los senderos de piedras. Dentro del galpón, luego de encender la luz y entornar la puerta, comprendí qué me había llevado hasta allí. Contra una pared lateral, un viejo tablero de herramientas sostenía martillos, pinzas, tenazas y llaves. La respuesta era sencilla: toda mi infancia y parte de mi adolescencia, el galpón de mi viejo había sido un refugio ideal para momentos de soledad o de aburrimiento. No me sentía un extraño en ese lugar donde no había nada y había de todo. Pero ni las herramientas ni la cortadora de césped ni el póster de Nicolino agazapado y mirando hacia arriba con picardía ni las maderas ni los recortes de cerámicas ni las sillas destartaladas ni el marco sin espejo ni la manguera reseca colgada de la morsa lograron llamar mi atención como una pequeña biblioteca improvisada con dos cajones de fruta forrados con papel araña, atestada de libros viejos. Torciendo la cabeza hacia aquí y hacia allá pasé revista a los lomos. Fray Mocho, una edición de obras completas de Arlt, Corazón y El Capitán Tormenta, de la colección Robin Hood, la antología poética de Antonio Machado, los Relatos de Costumbres de Mariano José de Larra, la dieta Scardale y el best seller Ruedas, de Arthur Hailey, separados por una vieja edición de El Lobo Estepario. Sólo un libro tenía el lomo en blanco. Lo retiré de la biblioteca. Alguien había improvisado una tapa de canson blanco. “Ceremonias”, había escrito con letra cursiva sencilla. Y al pie, en imprenta, “Julio Cortázar”. Leer en el galpón. Había releído David Copperfield en el galpón de mi viejo. También algún capítulo de Los premios. Pero con Cortázar las cosas no venían bien últimamente. Dos semanas atrás, en un banco de la Plaza San Martín, encontré un ejemplar de “62, modelo para armar”. Volviendo en tren hacia el sur, me di a la lectura. Tropezaba con las frases, salteaba párrafos y luego páginas para encontrarme con otras que me irritaban aun más. Terminé rompiendo el libro. Uno, dos, tres, vaya a saber cuántos cuadernillos arrancados a tirones. Luego del alivio, vino la culpa. Los junté, traté de reagrupar el modelo. En Banfield, al bajar del tren, me encontré con una compañera de los tiempos del secundario.
“¿A vos te gustaba Cortázar, no?”
“Sí, qué sé yo”.
“Tomá, leelo”, le dije mientras le daba un beso apurado para que ella no perdiera el 541. Tal vez había salvado a ese libro, tal vez ella encontraría sentido a esas frases escarpadas.
Me senté en un banco de madera y revisé el índice amarillento. No podía pasarme la tarde en ese galpón, así que elegí un relato breve: Axolotl. Puedo citar la primer frase de memoria y no se debe a lo que sucedió después. Me quedé en ese primer párrafo y lo releí varias veces.
“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”.
Esas cuatro líneas eran una historia en sí. Su belleza, la contundencia del desenlace anticipado atrapaba sin necesidad de saber qué es un axolotl. De hecho, me enteré en el tercer párrafo del relato cómo definía el diccionario a esos amblistomas. Y al dar vuelta la página, supe que tenía uno frente a mí.


II

“En dualidad con Quetzalcóatl, el ajolote formó parte de la mitología acuática mesoamericana personificado como Xólotl, deidad representante de la anormalidad y asociada a la idea de flujo. En la leyenda, ligada al Quinto Sol, cuando se da movimiento al astro por medio del sacrificio, Xólotl trata de escapar de la muerte disfrazándose de anfibio, por lo cual también se le relaciona con el concepto de la vida. No olvidemos que este ser acuático sirvió de alimento a los seres humanos desde épocas remotas hasta principios del siglo XIX, cuando su poca abundancia ya no permitió su consumo. El axolote llamó la atención de los estudiosos por varias características, algunas de las cuales desconcertaron a sus observadores y generaron mitos en torno a su figura”.
De todo lo buscado en Internet, me quedé con ese texto. El axolote, desde su nuevo hogar, me miraba con sus ojos de oro. Cuando lo hallé dentro del libro, achatado, inmóvil, parecía pronto a desvanecerse, más frágil que una mariposa disecada, casi como esas pequeñas moscas de baño que al aplastarlas parecen dejar el esfumado de su sombra contra el azulejo. Sin pensar, mantuve el libro abierto con ambas manos, salí del galpón sin preocuparme por cerrar la puerta, entre en mi cocina, apoyé con cuidado el libro sobre la mesada, lavé una vez más el frasco del dulce de leche “Santa Magdalena” –de cuyo contenido Mariana había dado cuenta en dos o tres días casi sin mi ayuda-, lo llené de agua purificada –por un aparato cilíndrico, no por Dios- y cuidadosamente, di vuelta el libro apoyando la página sobre la que descansaba el axolote encima de la boca del frasco. Di dos golpes firmes y secos sobre la tapa del libro y el batracio mejicano se deslizó dentro del agua. Giró como una hoja en la brisa y se quedó suspendido en la mitad del frasco, la piedra triangular de su cara contra el vidrio. Decir que Cortázar había descripto con precisión y destreza a los axolotes no parece suficiente. Sus frases se me hacían presentes: parecía que él había escrito acerca de ese mismo axolote que ahora me miraba desde dentro del frasco.
Algo más me llamó la atención de lo que leí en Internet: “Puede adaptarse a hábitat seco”. Sí. Como permanecer apretado entre las páginas 127 y 128 de un libro que, editado en 1966, vaya a saber cuánto tiempo estuvo cerrado en ese estante. Vaya adaptación. Pero más me asombró su vuelta al agua. Cuando logré apartarme de sus ojos, advertí que había recuperado su volumen. Allí estaban sus patas –sus uñas “minuciosamente humanas”-. No sé si fue la influencia del relato, pero sentí que esos dedos sabían escribir. Busqué fotos de Cortázar en la red. En París, en Buenos Aires, con barba, sin ella, más o menos desaliñado, sosteniendo con descuido un cigarrillo, con sus ojos empequeñeciéndose al paso del tiempo. El oro transparente encendido tras el vidrio me recordaba a la mirada del joven escritor, acechando desde la penumbra sin desbarrancarse por los pómulos casi hundidos, distante de los labios finos, de las orejas en alerta, de la propia y visible mirada, otra mirada, otro movimiento que se vuelve sobre sí y mira allí donde no hay pestañas, flashes, avisos, teclas, párpados, ni siquiera el vidrio, mirada de agua.
El libro había quedado a un costado del frasco. Decidí revisarlo, buscar alguna marca, alguna anotación que develara el paso de alguien, que me diera pistas de su historia. Pero no hallé nada. Ningún nombre en las primeras hojas, ningún señalador, tampoco el precio en lápiz. Página por página anduve sin hallar anotaciones, marcas, manchas, dobleces, subrayados. No tenía sello ni etiqueta de librería, ni testimonio de paso por biblioteca alguna. Deslicé mi pulgar por el filo gastado de las páginas. Palabras sueltas montadas sobre otras palabras sueltas: codo, torito, secretas, Víctor, calavera en la tapa, Pont Neuf... Muchas otras pasaron, pero al encontrarme con la mirada del axolote se encendió una frase en mi cabeza: “Pero no hay hojas secas en el Pont Neuf”. ¿No las hay? ¿Ni en el más seco de los otoños? Había caminado por ese puente, pero, en rigor de verdad, no podía recordar si había pisado hojas secas en lugar alguno de París. Sí recordaba a dos mendigos durmiendo bajo el puente. Pero, hojas secas... Fui y vine por el libro, hasta que logré hallar la frase en un relato de “Las armas secretas”. Después, Internet otra vez. Pont Neuf, el más viejo. Pont Neuf, desde 1607. Un amanecer en pinceladas impresionistas, un ocaso atrapado por una cámara de fotos. Fotos y más fotos. Ni una hoja seca sobre el puente. ¿Qué importancia tenía? Eso pensé mientras me veía caminar hacia la estación por Rodríguez Peña. ¿Por qué por esa calle si yo siempre iba por Larroque? Sólo algunas veces por Berutti, para tentar la suerte de ver a Sandro. Perfume de jazmines. En mi jardín, en esa calle. Jazmines en los jardines de Banfield. Hugo agazapado tras un pilar, el rumor lejano de mi voz de niño que cuenta apurada, mamá hablando por el alambrado con el señor Negri. Tardes calurosas caminando por Manuel Castro hacia la práctica de handball en el ENAM con Toscano. Ese último recuerdo si era mío. Me volví sobre él, caminé por la vereda de baldosas, pisé los escalones de mármol, crucé la reja, agradecí el fresco del hall, me quité el sudor de la frente, entré al patio, fui hacia el vestuario, anduve por la canchita de fútbol, un jardín, hojarasca alrededor de la planta de flores blancas. Me puse en cuclillas, removí las hojas secas con los dedos y encontré con una pluma de pavo real, una pluma con un ojo que me miraba. Abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad secreta. Un pestañeo y caí en cuenta que no había dejado de mirar al axolote mientras mi memoria enredaba recuerdos ajenos y propios. Apagué la computadora. Apagué las luces, me quedé de pie en la oscuridad, corté con el brazo izquierdo el resplandor pálido que por las cortinas entreabiertas destilaba la noche. Me arrodillé en el sillón y asomé la cabeza entre las cortinas. Apoyé la nariz contra el vidrio y me quedé en silencio, mirando.

Casi solos en la carretera.


"Acuclillados en la carretera comieron arroz frío y alubias frías que habían cocido días atrás. Empezando ya a fermentar. No había sitio donde hacer fuego sin que les vieran. Dormían acurrucados el uno contra al otro envueltos en las malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevara la razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte."


Cormack McCarthy



Un padre y un hijo. Ahora que tengo un hijo, Felipe. Un padre y un hijo tratando de sobrevivir junto a la carretera, en un mundo que estuvo y está demasiado cerca de terminar. Un padre y un hijo buscando voces que tengan alguna idea mejor que comerse los unos a los otros. Tengo más que ese padre y ese hijo que huyen y buscan a la vez. Tengo a Mariana, a Juana, a Omar, a Buby, a quienes me quieren y quiero. Pero la carretera y sus dilemas están ahí, o aquí, son ahora.Por eso busco voces desde las cosas que digo, que pienso, que hago. ¿Es para eso un blog?