lunes, 20 de octubre de 2008

Hemingway


“…sientes con rapidez que estás en manos de alguien que escribe
tan bien que tu inteligencia después está sintonizada ante los defectos en la mala escritura de los demás, y, peor, en la tuya”. Norman Mailer

COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre—.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿nunca volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

Ernest Hemingway

domingo, 12 de octubre de 2008

Descubrir la muerte




Mónica Tresaco. Así se llamaba la división perdida del ENAM para mí.
Sin embargo, nunca le había visto la cara. Apenas si me había atrevido a imaginarla en la mirada pícara de su hermana Claudia.
En aquellos tiempos de silencio y miedo, de comentarios a media voz, no daba para hablar de desapariciones ni de división perdida. Apenas los murmullos en torno al dolor de esa familia por la hija que ya no estaba.
Mientras tanto, la vida seguía. Parecía que estábamos obligados a que transcurriera así, en silencio, de espaldas a las desapariciones. Al costado del hall de entrada, Buchi en la dirección. Al fondo del pasillo de Las Heras, el padre de Mónica al frente del buffet. En mi aula, Claudia detrás de su flequillo.
Hoy, luego de mirar una y otra vez las fotos del edificio de Las Heras y Manuel Castro que nos envía Angel desde su casilla, sentí más ganas de ver paredes que caras. Al encontrarme con la división perdida caí en cuenta que nunca había visto la cara de Mónica y descendí con el cursor hasta que llegué a su foto, la última de las 29. Es curioso. Aunque la foto es borrosa esa cara parece plena de determinación. Tal vez sean los labios, entreabiertos con rigor. O los ojos, que por las sombras de la toma no se ven, pero sin embargo miran y desnudan. En el sitio están todas las fotos, cada una con su más o menos breve relato, desapariciones de las Tres A y de la dictadura.
Mis cinco años en el ENAM transcurrieron entre las primeras y las últimas desapariciones, del 75 al 79. El Nilo crecía y la agricultura nacía en Egipto desde la voz de Tawsend sobre su limo. Con Sajur leí “Los funerales de la Mama Grande”. Con Teresita Russiani, “Alrededor de la Jaula”. Desde tercero empecé a sentir que el mundo y su sentido eran las aulas, el patio y cada una de sus voces. Después, como todos o casi todos, me fui de ahí. Me fui a pesar de las lágrimas sobre Canción para mi muerte. Me fui y seguí mi camino sin que me quedaran de la escuela más que amores imposibles, poesías mal escritas y amigos y compañeros más o menos perdidos.
Desde hace muchos años arrastro preguntas cuya respuesta no terminaba de encontrar.
¿Por qué esos años de silencios obligados fueron tan determinantes en mi vida? ¿Cómo es que aun sigo convencido que si a alguien debo intentar mantenerme fiel, es al que fui en esos años?
Tal vez la respuesta está en algo que dijo el escritor Francisco Umbral: “aquí fue mi descubrimiento de la muerte, que es siempre adolescente, ya que en la adolescencia la descubrimos, la conocemos, aprendemos su nombre”.
Es eso. Es lo que siento, lo que me digo cuando abro la tapa de Sinfonía Adolescente, el CD de Charly con tapa de vinilo, y repaso la letra de El chico y yo como cuando me encerraba frente al Winco y me aprendía una a una las letras en las tapas de los viejos discos de Sui Generis.
Un adolescente frente al descubrimiento de la muerte. Puede que esa respuesta sirva para todos los adolescentes de todos los tiempos. Pero en aquellos años, era bastante más que una revelación existencial. La muerte era la pared de sonido detrás de cada paso que dábamos, de cada mirada, de cada tontería, de cada descubrimiento. Era de muerte el sonido de aquel silencio.
A mis cuarenta y siete, con mi pretensión intacta de ser adolescente por siempre, a las dos de la madrugada, mientras en casa todos duermen, frente a la pantalla vuelvo una y otra vez a la mirada siempre adolescente de Mónica y me pregunto si aun soy capaz de mirar así.
Monica Tresaco murió al poco tiempo de aprender el nombre de la muerte. “No me interpretes mal, me gusta este momento, pero pronto desaparecerá”, parece que cantaran sus ojos.