sábado, 25 de julio de 2009

Pipe

-¿Quién viene mañana?
-Enena- responde señalando hacia la puerta con un fideo enredado entre los dedos.
Lo miro y me pregunto si entiende qué es mañana. Parece que sí, porque es domingo y al día siguiente oiremos la llave en la cerradura y la puerta metálica de la entrada se abrirá para los pasos cortos de Elena. Felipe estará sentado a mi lado en el sillón, después de haber tomado la mema, viendo Gabba Gabba en la tele. “¡Op!” dirá alzando el índice y sus labios de capricho se extenderán un poco más allá de donde se puede imaginar una sonrisa para salir corriendo a abrazarla.
-Entiende. Todo entiende- dice Mariana adivinando mis pensamientos.
Enciende la TV, gira llaves para abrir puertas –dos horas antes me encerró en el baño de abajo- atiende el teléfono y conversa con su tía y su abuela, coloca cada pieza en la cavidad exacta, maneja la cuchara y el tenedor, conoce mejor que yo a que luz corresponde cada perilla, se calza los auriculares para escuchar música en la radio de su madre, canta tres o cuatro canciones que termina aplaudiendo, soplando o estornudando según el caso y vaya a saber cuántas otras pequeñas destrezas más. Esas y otras menos destacables, como la que lo ocupa ahora: ir colocando los fideos de a uno dentro del vaso de coca.
Entiende, reconoce, recuerda. A veces lo abrazo y me asusto de la fragilidad de la memoria. Pienso que mis primeros recuerdos son de cuando tenía tres años y me preguntó si él me olvidaría si por alguna razón dejara de verme antes de los tres años. Pensamientos tontos. Tontos como mis cuentas de padre viejo. “Si ahora va a cumplir dos y yo cuarenta y ocho, si vivo hasta los setenta llegaré a verlo hasta sus veinticuatro; si vivo hasta los ochenta, hasta sus treinta y cuatro, y si por milagro llegara a los noventa, aun así no lo veré a mi edad de hoy. A mis seis mi papá tenía treinta y tres y aun hoy me miro al espejo y no consigo verme mayor que él en las fotos de esos días.
No hay mucho que pueda hacer al respecto, excepto comer sin sal y no huir de los médicos. Hace dos semanas me pilló un ataque de presión que me resultó de lo más extraño. La realidad se me fraccionaba como en la movie de una historieta, me iba y volvía al lugar en que estaba, sin mareos, sin dolores, apenas un cosquilleo en la espalda y en las piernas. Tan extraño que la curiosidad y la sorpresa podían en mí tanto como el temor. Más que con miedo, estaba asombrado. Me subieron al auto, llamé al médico, fui a dar al Gandulfo, me acostaron en una camilla, me tomaron la presión (19-12), vi la cara de miedo de mi hermano y a Javier y a Gastón detrás recordándome a los acompañantes imaginarios de Crowe en “Una mente brillante”, me dejé poner una pastilla bajo la lengua, me afeitaron el pecho para un electro que dio bien, me sacaron sangre, me pusieron un suero y me quedé oyendo las voces y las toses, las quejas y los murmullos de compañeros de sala que de puro presuntuoso imaginaba peor que yo. Recién cuando Mariana llegó al hospital con ojos llorosos y me abrazó, me saqué el asombro y la curiosidad de encima, fui sólo el miedo y le pregunté por Juanita y Felipe escondiendo las lágrimas en su hombro.
Entiende qué es mañana y desde que él y Juana están han ayudado a que nosotros empecemos a comprenderlo mejor. Mañana no es dentro de diez años. Mañana es el ruido de la llave de Elena en la puerta de casa. Hoy, la cena que termina.
-Aquí viene Harvey Keitel- digo al levantarme de la mesa. Es el turno de Mr. Lobo. Aquí no estamos ante el interior del coche de Travolta y Jackson salpicado de sangre, pero aunque Keitel es uno de los grandes, no sé si mi tarea de solucionador de problemas no es tan o más difícil que la suya. En todo caso, no le toca reiterarla casi todos los días, como a mí con Felipe y Juana. Lavar la bandeja, la mesita que va debajo, quitar los restos de comida de las ropas sin extender las manchas, secar la humedad, limpiarles la boca y las manos, retirarlos de la sillita y del cochecito y sacar los restos de ambos tapizados para después pasarles un trapo húmedo. Para el final, de rodillas, queda todo lo que han arrojado al suelo. Esta es una de las veces en que Felipe no se duerme comiendo, pues hizo una siesta de dos horas. Salta de la silla y se va a jugar a la sala. Más de una vez se ha dormido durante el almuerzo o la cena, llevándose soñoliento los mendrugos a la boca hasta girar la cabeza y entregarse al sueño sin más. La última vez fue un mediodía en que se durmió con las dos manitos apoyadas sobre un hueso como si fueran las de Fred Astaire sobre un bastón.
Se sienta a mi lado en el sillón. Luego se baja para quitarle un juguete a su hermana.
-Mío!- es la palabra que aparece cada vez que se disputan algo. Juana insiste y vuelve a la carga. Felipe le da un golpe en la cabeza y se gana un reto. No me hace gracia que haya aprendido tan rápido a decir “mío”. A Mariana le preocupa que haya aprendido a pegar. Pero lo cierto es que la cabeza de Juana tiene tantos coscorrones como besos de su hermano, porque también suele acercársele sin que nadie se lo sugiera y le da por abrazarla y besarla. Supongo que estos pocos meses bastan de pequeño adelanto de lo que será su vida de hermanos.
Ahora Juana ataca otra vez. Se aproxima gateando y le apoya la cabeza en la pierna. Felipe le acaricia los pelos revueltos. Ella alza la cabeza incorporándose sobre los brazos, lo mira con una sonrisa y vuelve a apoyar la cabeza. Vuelve a acariciarla. El juego se repite tres o cuatro veces más. Mariana y yo miramos en silencio. Mi impulso es filmar, pero la tarjeta de la cámara está completa. Sólo serán palabras las que intentarán alguna vez revivir esas imágenes. Palabras de padres. Pensarán que exageramos. Ya que hablo de exageración, ayer sí que Felipe me sorprendió. Jugábamos con una pelota de plástico del tamaño de las de fútbol. Yo la pisaba dejándola resbalar para que fuera y volviera sola. Él miraba. Ya me había visto hacerlo antes. Hasta que tomó la pelota, se paró junto a un viejo baúl, se apoyó con una mano para no perder el equilibrio e imitó con la zurda mi pequeña destreza. Llamé a Mariana para que lo viera.
“¿Entendés lo que hizo? No sólo me observó para intentar imitarme, sino que se dio cuenta que sin sostenerse contra algo iba a perder el equilibrio. Por eso se fue junto al baúl. Y después la pisó y la hizo volver. ¿Te das cuenta?”
Asintió con una sonrisa condescendiente y volvió al sillón. Por primera vez estuve a punto de decir que había hecho algo que otros chicos de su edad no hacen. La mirada de Mariana me lo evitó.
No acierto a escribir como Felipe pronuncia el nombre de su hermana. En realidad, no existe el conjunto de letras capaz de volcar al papel sus palabras. Cuando lo llamo no dice “voy” ni tampoco “oy”, sino algo que está a mitad de camino entre ambas. Pipe. Así simplificamos el modo en que dice su propio nombre. Mariana le pide que nombre quienes somos. Mamá, papá, Pipe. A la hermana a veces la nombra y a veces no.
No dice nuestros nombres. Pero Pipe, el zurdo abridor de cerraduras pisador de pelotas golpeador de cabezas bebedor de coca perseguidor de zorzales señalador de lunas y aviones besador de cabezas antes golpeadas, siempre está atento.
“Piti”, dijo ayer mirándome con picardía.
“¿Quién es Piti?”, le preguntó Mariana.
Me miró y bajó la mirada señalándome. Así me dice Mariana desde hace más de veinte años. Piti soy yo.
Ahora se me acerca, pone las manos sobre mis piernas separándolas, apoya la cabeza sobre mi panza.
-Papá- dice una y otra vez hasta lograr que mis ojos se despeguen de la TV.
-Qué, Feli…
-Mema- dice señalando hacia la cocina.
Lo alzaré en brazos, iremos hasta la heladera, tomaré una de sus mamaderas, le quitaré la tapa, le pondré agua hasta la marca de 240 y ocho cucharadas de leche en polvo, volveré a taparla, agitaré la mamadera, abriré la puerta del microondas y la pondré a calentar 20 segundos. Abriré la puerta, quitaré la mamadera, Felipe cerrará la puerta con un golpe exacto. Iremos hacia la escalera. Tres escalones más arriba del descanso alzará la mano saludando a Juana y a mamá. Le cambiaré el pañal, le pondré el pijama, lo llevaré a mi habitación, me sentaré en la cama, le quitaré el chupete y en la semipenumbra le daré la última mamadera de ese día. Luego me pondré de pie con él en brazos, le daré palmaditas en la espalda, le abrazaré la fragilidad, saldré de mi habitación, miraré por la ventana hacia la calle, me detendré un segundo en los árboles pelados de la vereda de enfrente, entraré en su habitación y lo pondré con cuidado en su cuna. Se acomodará boca abajo como una rana. Le daré algunas palmadas más y saldré de la habitación.
"Papá", le oiré decir al llegar a la escalera.
Volveré, le diré que duerma, le acariciaré la cabeza, jugaré con un mechón en su oreja, volveré a darle palmaditas, lo veré volver a acomodarse y comenzar a entregarse al sueño. Al cabo de unos minutos saldré de la habitación, bajaré las escaleras y veré a Juanita sentada erguida en su cochecito con los ojos clavados en la TV y a Mariana dormida en el sillón.
Aunque estaré cansado, tal vez me siente a escribir en la PC una vez que se duerman todos.
Menos tiempo, más cansancio. Escribir no es lo que era. Pero cómo no buscar ahora la fonética nueva de mi alma.

1 comentario:

  1. alfredo, te mando un abrazo, leí pipe muy muy muy atentamente. ahomero

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