lunes, 14 de diciembre de 2009

Carlos


"El médico no vino y recién me dan el alta el sábado", dice el mensajito en el celular. Me lo envió el jueves, al día siguiente en que nos viéramos en su habitación del Italiano. Al final no volvió a su casa. Quería hacerlo al menos por unas horas, pero en esa agonía habría sido un detalle que no hubiera agregado ni quitado nada. Hizo de esa casa un hogar, respiraba el amor por su lugar y sus hijos, está en la sonrisa de la foto de su perfil en Facebook que tan bien eligió. Eze y Agu son sorprendentes. Parecía que en vez de nosotros consolar a Ezequiel, él nos consolaba a todos nosotros, nos mostraba el camino para aprender a comprender y convivir con lo irreparable. Lo abracé, le di una palmada y sentí la enorme tranquilidad de intuir que sabrá encontrar su camino. Vi los deditos de Agus asomados a las mangas del buzo, acariciando la frente de Carlos y preferí pensar no en lo que se perdió, sino imaginar cada instante que Carlos pudo disfrutar de los ojos, la sonrisa y las manitos de su nena. Sé que su tiempo terminó pero también que los que seguimos no nos acostumbraremos, que lo buscaré en los pasillos de Mogotes, que Mariana volverá a decirme varias veces más que es increíble. La vida sigue y ya no están más ni su barba juvenil ni Tito ni Portero ni don Oscar ni el Dodge 1500 ni el Sierra ni aquél primer celular que le mirábamos con admiración ni el truco y la canasta en la playa ni el casamiento con Delia en el que se hizo de coraje y bailó lleno de felicidad ni el messenger sonándole a cada rato en la oficina de la Fundación ni la angustia por las deudas ni la pasión que le puso a que le diéramos bola a la ansiedad de Miguel Cisneros ni la acupuntura ni las mañanas en que me lo encontraba en el 165 camino a Lomas cuando empecé a vivir en Banfield ni su humor duro ni las rabietas por los virus en la compu de Escalada ni él, la razón de esos recuerdos que danzan en nuestras cabezas atónitas, indefensas ante tanta fragilidad.

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