lunes, 31 de mayo de 2010

El sorprendente Hombre Araña


Desperté media hora antes que sonara el reloj y me metí a la ducha antes que Mariana se fuera a trabajar. Amanecí ansioso y sin cansancio. No tenía ninguna reunión importante en el trabajo, pero me puse un traje negro con una corbata amarilla y un escudito de las Madres alusivo al bicentenario. Me miré un rato en el espejo, pasé un cepillo por los hombros del saco y volví a mi habitación. Juana y Felipe dormían abrazados en nuestra cama. Abajo, Mariana ya estaba lista para irse al trabajo. Bajé, nos despedimos, volví a la planta alta. Junto a la computadora, sobre una silla, estaban los tres trajes. Una princesa, una campesina y el Hombre Araña. A mis espaldas se oyeron pasos breves.
-Voy a tater pi.
Oí el chorrito sostenido sobre el agua. Después la descarga del depósito. Apagó la luz del baño, se paró frente a mí y elevó los brazos pidiéndome upa. Tomé el disfraz y la ropa preparada para ponerle debajo y lo llevé a su habitación.
Fue más sencillo de lo que imaginaba. En menos de tres minutos tenía al Hombre Araña frente a mí. El traje le quedaba pintado y sólo me faltaba hacer los agujeros en los ojos de la capucha. Recorté los contornos con la tijera y se la calcé. Sus ojos se encendieron delatando la sonrisa agazapada bajo la máscara de superhéroe.
Hasta esa mañana, Felipe no había tenido demasiado trato con el Hombre Araña. No veía el dibujo animado y aun era muy chico para las películas. Más allá de algún pasaje visto por casualidad, su relación con Spiderman se reducía a un muñequito que le había tocado en suerte junto a un huevo de chocolate. Pero tenía algo en común con el personaje. Meses atrás, una araña a la que hostigaba le picó un dedo. “No es nada, sólo vigilen que no levante fiebre”, fue la respuesta que nos dedicó el pediatra. Durante más de una semana le mostraba el dedo con la picadura invisible a propios y extraños. Cualquiera que hubiera visto el cadáver de la arañita comprendía que esa picadura no lo convertiría en superhéroe.
-¡Iaaaaa, iaaaaaa!- gritó alzando los puños para festejar su nueva identidad.
-¡Tshhhhhh!- lo corregí mientras extendía los brazos y quebraba mis muñecas hacia abajo- Así hace, porque arroja una tela de araña con la que atrapa a sus rivales.
-¡Tshhhhhh!- respondió Felipe. Se quitó la capucha y volvió a disparar. Desde el cuarto llegó el llanto de Juanita. Abajo, en la puerta de entrada, se oyó ruido a llaves. Elena acababa de llegar.
-¿Vamos al jardín, Juana?
Asintió, lluvia con sol en la cara. La alcé en brazos, le abracé la tibieza y luego la apoyé sobre el cambiador. Levanté la cortina para que viera la luz del día y me señaló al Sapo Pepe, que descansaba panza arriba en el balcón, sobre un tender, luego de unas vueltas en lavarropas. Le quité el pijama y las calzas que sostenían las planchas para alisar las cicatrices de sus quemaduras. Se rascó, no la dejé, protestó. Le cambié el pañal y en un suspiro devino princesa. Sin embargo, no parecía muy contenta. En la silla había quedado el otro disfraz, rojo a lunares, esperando a su campesina.
Ya en la cocina, después que cada uno tomara su mamadera, emprendimos con Elena los arreglos finales: yo intentaba sacarles fotos con el celular, Elena lidiaba con Juanita para colocarle su tiara de princesa. Pero no se sentía a gusto con el disfraz, y mucho menos con esa corona en la cabeza. Lloró, protestó, luego nos dio la espalda y se encerró en su trompa de ofendida.
-¿No os gustó? Tengo otro…- le dije emulando a Capusotto.
En un par de minutos nos despedimos de la princesa enojada y se nos apareció una campesina feliz, con las faldas holgadas, el delantal blanco y el pañuelo rojo con lunares blancos en la cabeza.
Primero tomé un par de fotos a la campesina en el patio. Luego fue el turno del Hombre Araña, que se había trepado a la ventana de la cocina. Por último, para fotografiarlos juntos, subimos a su lado a Juana. Elena la sostenía por la cintura desde dentro para que no se cayera. Sorprendía ver al superhéroe urbano junto a la sonriente campesina. No recordaba una muchacha como esa en ninguna de sus aventuras.
Subimos al auto y partimos rumbo a la escuela. Conduje todo el trayecto usando los espejos laterales. El interior lo usé para disfrutar las dos caras felices que llevaba en el asiento trasero mientras Felipe cantaba a dúo con Serrat.
Al llegar a la escuela, tomamos alguna foto más en la reja de entrada, con el Hombre Araña abrazando a la dulce campesina. Luego repetimos la rutina: Felipe tocó timbre mientras Juanita caminaba trastabillando hasta la puerta. La chicharra sonó, empujé la puerta y allí estaba Aldana recibiéndonos con los brazos abiertos.
-¡Tshhhhhh!- disparó Felipe. Juanita agitaba los brazos y se reía.
-¡Felipe, sos el cuarto hombre araña!- exclamó Aldana. El comentario me raspó un poquito el pecho. “¿Cómo no pensamos que varios padres elegirían ese disfraz?”, me dije. Pero cuando la puerta de la sala se abrió para que ingresara Felipe y se sumara al desayuno, volvió la alegría plena: en torno a la mesa, héroes, princesas y personajes típicos tomaban la leche y comían galletitas, incluidos los otros tres hombres araña, uno de los cuales ya tenía el pecho lleno de migas.
Llamé a la maestra aparte.
-Disculpame que te moleste con esto, pero… ¿ustedes se dan cuenta que esos tres son impostores?
Arrugó el ceño, giró la cabeza y al fin rió.
-Por supuesto. Estábamos esperando al verdadero.
-Igual no los desilusionemos.
Juanita ya se había olvidado de mí y caminaba hacia su salita. Felipe, que cada mañana me pedía que lo alzara y lo abrazara antes de entrar, esta vez me miró desde la puerta, me sonrió y se metió en el aula.
-¡Tshhhhh!- sentí cuando salía. Fingí que trastabillaba y me quitaba una tela de araña de entre las piernas. Pero no era Felipe el que había disparado.
-¿Quién sos?- le pregunté.
-Peter Parker- respondió con la mejor dicción de que era capaz. Su padre se había esmerado más que yo. No sólo le había enseñado a disparar la tela de araña, sino que le había revelado su identidad. Atrás apareció Felipe y también me disparó. Me vinieron ganas de meterme en la sala y quedarme toda la mañana jugando con ellos, pero no me estaba permitido interferir de semejante manera en el aprendizaje de los superhéroes. Detrás de ellos se asomó Superman y me fulminó con una mirada severa. Tenía que marcharme de inmediato, si no quería que me derritiera con su vista de rayos X. ¿Y Juana? Aunque no la veía, sabía que mi pequeña campesina ya tenía una galletita en la mano.