sábado, 7 de diciembre de 2013

EL TREN DEL ALBA

I
El tren

El tren se detuvo en Alejandro Korn y el murmullo de protesta de los pasajeros desarmó por un instante la calma imperturbable de la madrugada en la estación. Algunos se asomaron a las ventanillas, otros bajaron al andén. En el quinto vagón arrancaron con un cántico en contra de Bush, que fue seguido del clásico “Marado…Maradoooo…..” de los estadios.
-¿Qué pasó?
-No sé, las vías- dijo el guarda encogiéndose de hombros. Las vías, las señales, una contraorden, una amenaza de bomba. Varias fueron las hipótesis que barajaron los pasajeros para explicar la detención.
Mientras el tren se convertía en un balcón gigante asomado al andén, del otro lado, luego de caminar unos metros sobre las piedras, dos hombres trepaban al cuarto vagón.
-¿Necesitan ayuda?- ofreció un muchacho que los observaba desde una de las ventanillas.
-No, está bien- dijo el anciano canoso mientras echaba un empujón a su compañero para que pudiera terminar de subirse. Luego fue su turno. Con una mano se tomó del pasamano. Con la otra se ayudó para que su pierna izquierda llegara al escalón más bajo.
-Tome, abuelo…
-¿Qué?
-El bastón.
-Ah, sí, gracias.
Se asomaron al pasillo y echaron una mirada. Hacia delante, una multitud. Hacia atrás, la puerta cerrada del último vagón.
-¿Tratamos de entrar ahí?
-¡No! ¡Vamos donde hay más gente y más alboroto!
Cuando iniciaron la marcha por el pasillo, se cruzaron con un hombre alto.
-¿Y, ya arranca?
-Parece que sí, respondió.
-¡Bonasso. Bonasso, queremos saludar a Diego!
-En un rato. Está charlando con Evo y Kusturica.
El tren reinició su marcha y un festejo futbolero se encendió de euforia y rasgó hacia el sur la humedad de la noche.
Los dos hombres avanzaron a paso lento entre los pasajeros hasta llegar al vagón comedor. Se miraron y luego se pararon junto a la primera mesa a la derecha de la puerta.
-Disculpen, caballeros...
-Sí…
-Ésta es nuestra mesa.
-¿Cómo?
-Que están ocupando nuestro lugar.
Víctor Heredia y Tristán Bauer se miraron.
-Disculpen- dijo Tristán-.No sabíamos que había lugares reservados.
Víctor miró al anciano canoso, que permaneció impávido mientras su compañero, con el pelo negro desacomodado y una delgadez que estremecía desde la mirada, asintió con la cabeza. El músico y el cineasta se pusieron de pie y se alejaron contrariados.
Los dos hombres se sentaron.
-¿Quiénes son?- preguntó Víctor Heredia.
-No sé, pero les veo caras conocidas.
-¿Militares retirados?
-Puede ser. Pero si están acá, supongo que son de los buenos.
El mozo se acercó a la mesa de los dos hombres.
-¿Van a desayunar?
-Claro que sí.
-¿Café con leche y medialunas?
-Está bien.
-Para mí también.
El mozo se volvió para atender el pedido de una mujer de pelo corto que en la mesa opuesta hacía anotaciones en una libreta. El hombre delgado se inclinó hacia el anciano como para hacerle una confidencia.
-Le quiero decir algo. Tenía razón.
-¿En venir a este viaje?
-No, eso fue idea mía.
-Ah, es cierto.
-Le hablo de Guayaquil. Tenía razón aquella vez.
-Ah, todavía está con eso. Puede ser, pero creo que hicimos lo que debíamos.
-No se me haga el humilde. Me di cuenta después. Se lo escribí a Sucre, se lo dije a varios. Se sacrificó para no entorpecer la libertad que había conseguido para tres pueblos.
-Bueno, tampoco tenía salud para mucho más. Pero mi ofrecimiento de pelear a sus órdenes era sincero. ¿Por qué no me creyó?
-¡Quién puede estar tranquilo teniendo a sus órdenes a semejante general! “Hubiera sido el colmo de la felicidad”, me escribió. Pero la verdad que me intranquilizaba la idea.
-Ya no importa. Usted quedó al frente del ejército más grande de nuestra historia, venció a la Santa Alianza, salvó la independencia de América. ¿Qué más podíamos pedirle?
-¡Y usted, con su salud quebrantada, vivió casi veinte años más que yo!
-Quizá eso también influyó en que me marchara. Pero no lo pensé así en ese momento. Al no quedarme a sus órdenes, no tenía donde ir. No me querían los que gobernaban mi país. Si no hubiera huido a tiempo a Europa quizá Rivadavia me habría mandado a matar. Si no era junto a usted, no había lugar para mí en Sudamérica.
-Pues a mi lado tampoco le habrían faltado las ingratitudes. Más de una vez pensé en imitar su gesto y marcharme.
-Se da cuenta. No cabíamos juntos en el Perú y ahora estamos apretados en un rinconcito de este tren de locos.
-Pero éste no es nuestro tiempo. Somos apenas dos fisgones.
-Si estamos acá, quiere decir que lo que pasa tiene que ver con nosotros.
El mozo llegó con las dos tazas blancas de café con leche, el plato pequeño desbordado de medialunas y  la azucarera de vidrio con pico plateado.
-¿Edulcorante?
-¿Qué es eso?
-Para endulzar el café.
-Ya nos dio- dijo el anciano señalando la azucarera.
-Bien, bien. Que lo disfruten.-El mozo se volvió para servirle un cortado a la mujer de pelo corto.
El anciano se apresuró a tomar una de las medialunas, la mordió en la punta y luego la sumergió en el café con leche. Su compañero lo miró con gesto de desagrado.
-¡La puta madre!
-¿Qué pasa?
-¡Me quemé!
-¿Para qué se apura? ¿Dónde aprendió a comer así?
-No me diga que nunca mojó un pan en la taza.
-Jamás.
En unos pocos minutos el anciano se había devorado sus tres facturas y le quedaba apenas un fondo de café con leche en la taza. El hombre delgado lo miró sonriente.
-Ya se acabó todo.
-Sí, tenía mucha hambre.
-Cómase esas dos medialunas, si quiere. Yo no sé si terminaré esta.
-¡No, por favor!
-General…
-¿Qué?
-Es una orden.
El anciano sonrió y tomó una de las facturas.
-Gracias.
-No hay de qué, pero si puede, coma estas dos sin mojarlas en el café con leche.
-¿Una y una?
-Está bien, como quiera.
-¿Qué escribe?- preguntó el anciano señalando con la mirada hacia la mujer de la mesa vecina.
El hombre delgado se encogió de hombros y se volvió hacia ella.
-¿Siempre escribe en los viajes?
La mujer alzó la vista.
-A veces.
-¿Es una carta?
-No, sólo anotaciones. Cosas que no quiero olvidarme.
-Ah. ¿Y qué hará luego con esos recuerdos?
-Bueno, los recuerdos me los quedaré, supongo que para siempre. Las anotaciones me servirán para escribir una nota.
-¿Una nota? ¿Es periodista?
-Sí.
-¡Ja! ¡Una mujer periodista! En nuestra época…
-Como Petrona Rosende- interrumpió el anciano al tiempo que miraba a su amigo con un reproche en la mirada.
-¿Quién es Petrona Rosende?
-Era una periodista uruguaya. La primera del Río de la Plata.
-¡Pues le tendríamos que haber invitado a venir aquí!
La mujer sonrió mientras el anciano miraba contrariado a su amigo.
-La Aljaba- les dijo.
-¿Qué?
-Ella escribía un periódico que se llamaba La Aljaba.
-¿La conoce?
-Soy periodista, y mujer. Sé su historia. Es cierto lo que dice su amigo: estaría contenta de estar aquí.
-¡Ja, has visto! ¡Aquí está pasando algo importante!
-Ya veremos, ya veremos- dijo el anciano en un rezongo.
-Espero que sí. Escribo de lo que pasa aquí.
-¿Para qué periódico?
-Página 12.
-¿Así se llama?
-Sí.
-¿Es de mujeres?
-Mujeres y hombres. Más hombres que mujeres.
-¿Y qué pasará en esta cumbre?
-No sé. Espero que nos animemos.
-¿A qué?
-A ser libres.
-Claro. Para eso hemos venido.
Se quedaron en silencio. Ella volvió a escribir, el hombre delgado a su café con leche, el anciano perdió su mirada en la ventanilla, como intentando desentrañar que mundo atravesaban en la oscuridad de la noche.
Un murmullo creció desde el vagón vecino hasta convertirse en gritos, aplausos y cánticos.
 -No, no es por el amanecer- afirmó Bonasso al entrar al vagón comedor seguido por una muchacha de anteojos que lo miraba hacia arriba como si fuera un gigante. –Alternativa Bolivariana de las Américas. Por eso es el tren del ALBA. Y de paso, amanece.
-Que no es poco.
Miguel Bonasso sonrió. La  periodista se zambulló en su libretita a anotar algo. Cuando volvió a alzar la cabeza, Diego estaba parado junto a ella, dando la espalda al anciano y su amigo.
-¿Cómo estás?
-¡Bien!- respondió ella, mientras se preguntaba si él la conocía. Se quedó mirándolo sin hablar, como si pudiera reportearlo con los ojos. Diego se veía cansado y feliz. Luego se volvió hacia los dos hombres.
-Hola, amigo- dijo extendiendo la mano al hombre delgado. Antes de saludar al anciano  soltó una carcajada.
-Oiga, usted es igual a San Martín.
-¡Tenés razón, Diego!- dijo Bonasso. ¿Nunca se lo dijeron antes?
El anciano se encogió de hombros.
-Siempre se lo dicen- dijo su amigo.-Y a mí me dicen que me parezco a Bolívar.
-No sé, no me acuerdo como era ése- lo desalentó Diego.
-Sí, puede ser- dijo la muchacha que seguía a Bonasso.
-Les hubiera gustado estar acá. ¡Emir, no sería mala idea que en tu peli aparecieran San Martín y Bolívar!
-Pues aquí estamos.
-¡Claro que sí!- gritó Diego, y los dejó para seguir saludando hasta detenerse en la mesa en la que Leonor Manso y Mirta Busnelli tomaban café. Al hablar con ellas, se puso serio.
-¡Basta de agacharse! Que Bush lo sepa, que se entere, acá nadie lo quiere, que no salude a los que no lo saludan, que no venga a tratarnos como a súbditos, no somos súbditos de él ni de nadie.
-¿Que no salude a los que no lo saludan?
-Claro, ¿no viste hoy? El tipo llegó y saludó con la mano... ¡y no había nadie! Bush es el hombre que saluda a la nada.
Las dos mujeres asintieron. Diego reposó su histrionismo en una sonrisa y les pidió permiso para terminar de saludar a los pasajeros antes de irse a dormir.
-¡Chau, San Martín!- dijo al salir del vagón comedor.
-¡San Martín y Bolívar!
-¡Esa!
Los hombres sonrieron entre sí. Cuando alzaron la vista, se encontraron con la mirada inquisidora de la periodista.
-En serio que ustedes son iguales a San Martín y Bolívar.
-Póngalo en su nota.
¡No! Bastante loco es este tren como para que yo escriba que San Martín y Bolívar están a bordo. Pero voy a mandar la foto que les hice sacar con Diego.
El fotógrafo se acercó a la mujer.
-¿Te gusta?
-¡No! ¿Me la vas a regalar?
-¿Ahora sos maradoniana?
-¡No, de mucho antes! Digamos, desde que entró al vagón y me saludó.
-Bien, entonces la foto es tuya.
-Mostrame la que le sacaste con San Martín y Bolívar.
-¿Con quién?
-Con el viejo y el amigo.
-Esperá, a ver… No la encuentro. No puede ser, era ésta.
-En esa está Diego solo.
-¡Pero era ésta! ¡Desparecieron!
-Bueno, no importa. Saben, no salió la foto que les tomamos con Diego.
Al girar la cabeza, en lugar de los dos hombres,  se encontró con la sonrisa de Luis Farinello. El anciano y su amigo ya no estaban en la mesa. En el borde del platito de una de las tazas de café con leche, había quedado la puntita de una medialuna.
-¿Qué pasa, por qué me mirás así? –preguntó el padre Luis- ¡Ni que hubieras visto un milagro!


II
La cumbre

Hugo Chávez Frías sintió que una mano le sujetaba el brazo y se volvió hacia el hombre que le clavó los  ojos desde su delgadez cadavérica.
-Tenemos que hablar con ustedes.
Se sintió confundido hasta que lo ganó el asombro.
-Es muy importante- dijo el anciano canoso.
-¿Qué pasa, quiénes son?- preguntó Néstor.-Disculpen, pero no podemos hablar ahora. Y ustedes no tendrían que estar aquí.-Se volvió para pedir que los hicieran salir.
-Espera-dijo Hugo Chávez-. Tenemos que oírlos.
-¿Quiénes son?
-Simón, ¿eres tú?
El hombre delgado asintió.
-Pues si éste es Simón Bolívar, el anciano canoso debe ser San Martín- dijo Chávez en voz baja, como en una confidencia.
-¡No me jodas!
-¡Quédate aquí!- insistió poniéndole una mano en el pecho.
-Somos nosotros- dijo el anciano, con una tranquilidad y una firmeza que esfumaron la desconfianza de la cara de Néstor Kirchner.
-Vengan. Aquí podemos hablar sin que nadie nos moleste.
Se desplazaron unos metros para permanecer de pie en un rincón de la sala.
-Hemos venido llenos de ilusión- comenzó diciendo Simón-. No sé si ustedes se dan cuenta de la trascendencia de lo que va a suceder aquí.
-Espero que sí.
-Pero digamos que estamos preocupados- interrumpió anciano-. Sé que advierten que esto puede complicarse. Hay varios que deberían estar junto a ustedes y sin embargo quieren entrar al ALCA. Les harán promesas y les propondrán alguna declaración híbrida para conseguir su respaldo.
-Bien difícil está. Somos sólo cinco: Lula, Tabaré, Nicanor y nosotros dos.
-¡Aquí no puede haber declaración única! ¡Si se mantienen firmes, puede empezar una etapa distinta para Sudamérica!
-Hombre, no hace falta que grite-, protestó el anciano. Simón pareció calmarse.
-Ustedes saben que estamos para eso. Yo lo he dicho ayer en el estadio. Vinimos a enterrar el ALCA.
-Te escuchamos en el estadio. Por cierto, un poco largo tu discurso.
-Parecía que no iba a terminar nunca- protestó el anciano.
-Pues me pareció que me quedaron cosas sin decir.
-Eso es lo que tenemos que hacer- dijo Néstor. Los tres hombres alzaron la vista hacia él. Hasta allí, había permanecido en silencio.-Tenemos que cansar a Bush. Yo te daré la palabra y tú harás uno de esos discursos interminables que te gusta dar.
-¡No tendré que esforzarme!
-Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud.
-No va a dar usted un discurso ahora.
-Claro que no. Dije eso en Angostura hace 195 años, y aun no conseguimos ni el saber ni la virtud ni el poder que necesitamos. ¡Manténganse firmes, que no haya declaración conjunta, que si de verdad entierran el ALCA estarán abriendo la puerta a la unidad sudamericana verdadera!
Los cuatro hombres se miraron y unieron sus manos. Estuvieron así unos cuantos segundos, hasta que Néstor sonrió.
-Supongo que no nos van a decir cómo vinieron.
-Claro que sí, vinimos en el Tren del Alba.
-Pregunto cómo llegaron a este tiempo.
-Digamos que fue la mano de Dios.



III
El discurso

Néstor Kirchner ya había iniciado el discurso de apertura cuando el anciano y su compañero ingresaron al recinto y se sentaron en la última fila. Leía con firmeza y claridad.
“En la obtención de esos consensos para avanzar en el diseño que las nuevas políticas que la situación exige no puede estar ausente la discusión respecto de si aquellas habrán de responder a recetar únicas con pretensión de universales, válidas para todo tiempo, para todo país, todo lugar. Esa uniformidad que pretendía lo que dio en llamarse el “Consenso de Washington” hoy existe evidencia empírica respecto del fracaso de esas teorías. Nuestro continente, en general, y nuestro país, en particular, es prueba trágica del fracaso de la teoría del derrame”.
-Muy bien dicho.
-No grites.
-Oye, ¿me parece a mí o es un poco bizco?
-¡Y eso qué importa!
-Bueno, fue sólo una pregunta.
“La crítica de ese modelo no implica ni desconocer ni negar la responsabilidad local, la responsabilidad de las dirigencias argentinas. Nos hacemos cargo como país de haber adoptado esas políticas, pero reclamamos que aquellos organismos internacionales, que al imponerlas, contribuyeron, alentaron y favorecieron el crecimiento de esa deuda también asuman su cuota de responsabilidad”.
-¡Bravo!- gritó el hombre delgado sumándose a los aplausos.
-Mire, Simón
-¿Qué?
-¿Ha visto?
-¿A quién?
-A Bush.
-Sí, está allí.
-¡No señale, ya sé que está allí! Digo si vio qué hizo.
-No.
-Empezó a aplaudir y viendo hacia los costados se dio cuenta que los partidarios del ALCA no aplaudían y se frotó los manos como queriendo esconder su aplauso.
-El bizco lo ha confundido con su mirada desde el inicio de la Cumbre.
     “Son los hechos los que indican que el mercado por sí solo no reduce los niveles de pobreza y son los hechos también los que prueban que un punto de crecimiento en un país, con fuerte inequidad, reduce la pobreza en menor magnitud que en otro con una distribución del ingreso más igualitaria”.
Permanecieron allí sin moverse de sus asientos, escuchando y viendo todo con suma atención.
-¡Es ahora!- dijo Simón cuando Néstor Kirchner le dio la palabra a Hugo Chávez.-Habla, habla sin parar, tu sabes…
-¡Vaya si sabe!
-Ellos tienen todas las armas. Nos salvarán las palabras.
-Y las palabras siguieron hasta que Bush se levantó y se fue.
-¡Lo consiguió!
-No vinimos en vano.
-Y esta vez sí pudimos trabajar juntos.



IV
La partida


Entraron a la estación y avanzaron a paso lento por el andén desierto en la madrugada húmeda.
-¿Nos iremos en el Tren del Alba?
-Sabe usted que no.
-Nos lo podríamos llevar de recuerdo. O al menos su vagón comedor.
-Nos iremos en nuestro tren.
El anciano hurgó en el bolsillo de su pantalón y extrajo un objeto pequeño que le mostró a su compañero.
-Mire, éste camafeo es uno de mis recuerdos más preciados.
-A ver…-El hombre delgado vio su propia imagen en el camafeo y alzó la vista hacia el anciano.-Le juro que yo también lo he tenido presente siempre.
Caminaron hasta el fondo del andén y se detuvieron a esperar.
-Es aquí.
-¿Ya es hora?
-Sí, ya viene.
Una nube de humo se encendió desde la penumbra de la noche y una vieja locomotora avanzó hasta detenerse junto a ellos.
-¿Están listos?- preguntó el maquinista asomando la cabeza por la ventanilla.
-Claro que sí.
-Pues qué esperan. Suban, suban, no bajaré a ayudarlos.
Los dos hombres se subieron al único vagón de la locomotora, que tenía sólo dos pares de asientos, enfrentados y distantes entre sí.
Se sentaron uno frente al otro junto a la ventanilla y el silbato del tren sonó.
-Sabe una cosa. Nunca olvidaré a toda esa gente marchando hacia el estadio para escuchar a Chávez.
-Y a Diego.
-Tantas banderas, tantos colores….
-Pero todos unidos.
La locomotora silbó en el medio de la noche y se despegó de los rieles.
-¿A dónde le gustaría ir ahora?
-No sé. A mi casa de Boulogne Sur Mer, o quizás a Mendoza.
-¿Y a usted?
-A buscar a mi prima Fanny.
-¿Leí la carta que le escribió.
-Al llegar mi última aurora. –este triunfo que hemos conseguido también es de ella.
-Ojalá siempre supiéramos elegir nuestro rumbo. Ahora iremos donde este tren nos lleve. Lo importante es que no se haya detenido la historia.

martes, 26 de noviembre de 2013

The road


Iban junto a la ruta. Llevaba al niño en brazos del lado izquierdo. Del derecho cargaba su bolso. Allí había cosas básicas: pañales, una muda, maquillaje, un pequeño monedero, una revista. Alzó el hombro para acomodarlo mejor y avanzó observando el campo  quieto. La ruta 6 estaba desierta. A sus espaldas quedaban las calles de tierra y su familia. Cerca de la carretera, frente a la casa de su hermana, un acoplado sin camión descansaba sobre un playón improvisado. ¿Estás bien? El niño asintió con la cabeza. La madre miró hacia atrás y advirtió que la seguía Roque, el perro de su hermana.
¡Camine a cucha!, le gritó, pero el perro movió la cola, onduló su cuerpo y se mantuvo cerca de ellos, husmeando entre el pasto y el asfalto. No hace caso. Será mejor que sigamos.
Retomó la marcha hacia la parada del  ómnibus. Miró la carretera a lo lejos, buscando algo que tuviera color, algún movimiento. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Nada.  La parada vacía. La luz encendía los campos, pero rebotaba gris plomo sobre el asfalto. En ese momento de la mañana, ella y el niño eran las dos únicas personas en el mundo. Cada uno, la vida entera para el otro.
¿Estará bien mi reloj? ¿Lo habremos perdido o vendrá con demora? No quiero llegar tarde al negocio.
Trabajaba en el pueblo de San Vicente. Atendía la verdulería de su otra hermana. Todos en su familia trabajaban. Y eran muchos en la familia. Su padre los había educado para que así fuera.
El niño la miraba y jugueteaba tocándole las mejillas y tironeando de una de sus orejas. De pronto extendió la otra mano y señaló hacia la línea de árboles junto a la cual se perdía la carretera.
Auto.
A ella le pareció que dijo auto, pero el niño tenía apenas dieciocho meses y no había certeza que hubiera dicho eso. Lo cierto era que un vehículo se había encendido en el horizonte y se acercaba hacia ellos. No era el ómnibus, tampoco un camión.
¿Auto dijiste?
El niño señaló otra vez.
Sí, es un auto o una camioneta. Pero nuestro colectivo todavía no viene.
Cambió al niño de brazo y suspiró. Tenía calor. El perro seguía husmeando por allí. La imagen del auto fue adquiriendo sonido, una tenue vibración que crecía desde la lejanía. Miró la hora en el teléfono y volvió a guardarlo.
Sí, era un auto.
Estás muy pesado, gordito. Después que pase el coche te bajo un poco. El niño volvió a señalar. Entonces el golpe se oyó. El golpe y un aullido de dolor. El golpe, el aullido y una frenada larga.
El auto se detuvo en la banquina a unos treinta o cuarenta metros. El perro yacía en el asfalto. La madre trató de acomodar al niño para que no lo viera. Pero él se lo señalaba.
Del auto bajó un hombre. Se paró frente al vehículo, se inclinó junto al guardabarros delantero derecho. Se lo oía protestar e insultar hacia el cielo, como si alguien más que ella, el niño y la mujer sentada en el asiento del acompañante pudiera escucharlo. Luego comenzó a caminar hacia ella.
¿Viste lo que hizo tu perrito?
La muchacha no contestó.
¿Viste cómo me dejó el auto, hija de puta? Negra de mierda, están en todos lados. ¿No saben hacer otra cosa que tener hijos y perros, la concha de tu madre? El hombre alzó el brazo sin parar de caminar. Ella intentó cubrirse. Pero el golpe estalló en su cara y sus piernas delgadas se sacudieron y procuraron conservar el equilibrio para no caer con el niño en brazos. El tipo volvió a insultarla, miró en derredor y volvió al auto. Subió y arrancó derrapando sobre la banquina para trepar al asfalto y seguir su marcha. Otra vez la vibración en el silencio. La imagen del auto alejándose hasta volverse un punto en fuga.
La muchacha al fin respiró. Abrazó al niño, le dijo unas palabras nerviosas, lo consoló como si él hubiera recibido el golpe. El niño le pasó los dedos por la sien y el pómulo. Sintió el dolor. Se tocó.
Se me va a hinchar. ¿Seguimos esperando el colectivo o nos volvemos a casa? No, se van a poner todos como locos. Mejor esperamos.
Los brazos dolían, pero no quería bajar al  niño. El pómulo le latía. Le vinieron a la memoria las caras de su madre y de su padre cuando les dijo que estaba embarazada. Estaban asustados. Bueno, calma, calma, le decían en vez de felicitarla.
Se suponía que ella no debía quedar embarazada. Que para su salud frágil era casi una condena a muerte. Pero al final entendieron. Acompañaron el embarazo y celebraron la llegada del niño. Ni siquiera fue demasiado importante que el padre del niño decidiera evadir el asunto. Ella y el niño podían arreglarse sin él.
¡Auto!
¿Otra vez dijiste auto? Se rió y le dolió aún más. Pero no es un auto. Me parece que es el colectivo. ¿Viste? Ya pronto nos vamos de acá.
Sintió que iba a llorar. Pero se contuvo, besó al niño y lo miró sonriendo sobre el dolor. El niño señaló la carretera.

Sí, pobre Roque. No te preocupes por lo que has visto hoy. La bondad vendrá a nuestro encuentro. Así ha sido siempre y así volverá a ser.