martes, 26 de noviembre de 2013

The road


Iban junto a la ruta. Llevaba al niño en brazos del lado izquierdo. Del derecho cargaba su bolso. Allí había cosas básicas: pañales, una muda, maquillaje, un pequeño monedero, una revista. Alzó el hombro para acomodarlo mejor y avanzó observando el campo  quieto. La ruta 6 estaba desierta. A sus espaldas quedaban las calles de tierra y su familia. Cerca de la carretera, frente a la casa de su hermana, un acoplado sin camión descansaba sobre un playón improvisado. ¿Estás bien? El niño asintió con la cabeza. La madre miró hacia atrás y advirtió que la seguía Roque, el perro de su hermana.
¡Camine a cucha!, le gritó, pero el perro movió la cola, onduló su cuerpo y se mantuvo cerca de ellos, husmeando entre el pasto y el asfalto. No hace caso. Será mejor que sigamos.
Retomó la marcha hacia la parada del  ómnibus. Miró la carretera a lo lejos, buscando algo que tuviera color, algún movimiento. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Nada.  La parada vacía. La luz encendía los campos, pero rebotaba gris plomo sobre el asfalto. En ese momento de la mañana, ella y el niño eran las dos únicas personas en el mundo. Cada uno, la vida entera para el otro.
¿Estará bien mi reloj? ¿Lo habremos perdido o vendrá con demora? No quiero llegar tarde al negocio.
Trabajaba en el pueblo de San Vicente. Atendía la verdulería de su otra hermana. Todos en su familia trabajaban. Y eran muchos en la familia. Su padre los había educado para que así fuera.
El niño la miraba y jugueteaba tocándole las mejillas y tironeando de una de sus orejas. De pronto extendió la otra mano y señaló hacia la línea de árboles junto a la cual se perdía la carretera.
Auto.
A ella le pareció que dijo auto, pero el niño tenía apenas dieciocho meses y no había certeza que hubiera dicho eso. Lo cierto era que un vehículo se había encendido en el horizonte y se acercaba hacia ellos. No era el ómnibus, tampoco un camión.
¿Auto dijiste?
El niño señaló otra vez.
Sí, es un auto o una camioneta. Pero nuestro colectivo todavía no viene.
Cambió al niño de brazo y suspiró. Tenía calor. El perro seguía husmeando por allí. La imagen del auto fue adquiriendo sonido, una tenue vibración que crecía desde la lejanía. Miró la hora en el teléfono y volvió a guardarlo.
Sí, era un auto.
Estás muy pesado, gordito. Después que pase el coche te bajo un poco. El niño volvió a señalar. Entonces el golpe se oyó. El golpe y un aullido de dolor. El golpe, el aullido y una frenada larga.
El auto se detuvo en la banquina a unos treinta o cuarenta metros. El perro yacía en el asfalto. La madre trató de acomodar al niño para que no lo viera. Pero él se lo señalaba.
Del auto bajó un hombre. Se paró frente al vehículo, se inclinó junto al guardabarros delantero derecho. Se lo oía protestar e insultar hacia el cielo, como si alguien más que ella, el niño y la mujer sentada en el asiento del acompañante pudiera escucharlo. Luego comenzó a caminar hacia ella.
¿Viste lo que hizo tu perrito?
La muchacha no contestó.
¿Viste cómo me dejó el auto, hija de puta? Negra de mierda, están en todos lados. ¿No saben hacer otra cosa que tener hijos y perros, la concha de tu madre? El hombre alzó el brazo sin parar de caminar. Ella intentó cubrirse. Pero el golpe estalló en su cara y sus piernas delgadas se sacudieron y procuraron conservar el equilibrio para no caer con el niño en brazos. El tipo volvió a insultarla, miró en derredor y volvió al auto. Subió y arrancó derrapando sobre la banquina para trepar al asfalto y seguir su marcha. Otra vez la vibración en el silencio. La imagen del auto alejándose hasta volverse un punto en fuga.
La muchacha al fin respiró. Abrazó al niño, le dijo unas palabras nerviosas, lo consoló como si él hubiera recibido el golpe. El niño le pasó los dedos por la sien y el pómulo. Sintió el dolor. Se tocó.
Se me va a hinchar. ¿Seguimos esperando el colectivo o nos volvemos a casa? No, se van a poner todos como locos. Mejor esperamos.
Los brazos dolían, pero no quería bajar al  niño. El pómulo le latía. Le vinieron a la memoria las caras de su madre y de su padre cuando les dijo que estaba embarazada. Estaban asustados. Bueno, calma, calma, le decían en vez de felicitarla.
Se suponía que ella no debía quedar embarazada. Que para su salud frágil era casi una condena a muerte. Pero al final entendieron. Acompañaron el embarazo y celebraron la llegada del niño. Ni siquiera fue demasiado importante que el padre del niño decidiera evadir el asunto. Ella y el niño podían arreglarse sin él.
¡Auto!
¿Otra vez dijiste auto? Se rió y le dolió aún más. Pero no es un auto. Me parece que es el colectivo. ¿Viste? Ya pronto nos vamos de acá.
Sintió que iba a llorar. Pero se contuvo, besó al niño y lo miró sonriendo sobre el dolor. El niño señaló la carretera.

Sí, pobre Roque. No te preocupes por lo que has visto hoy. La bondad vendrá a nuestro encuentro. Así ha sido siempre y así volverá a ser.

martes, 19 de noviembre de 2013

ALI Y NOSOTROS


Dante Panzeri sostenía que el boxeo no es un deporte. Lo fundamentaba de manera sencilla y sólida: si el fin del deporte es enaltecer a la persona, no puede considerarse tal una actividad que la degrada y la destruye.
Me vino a la memoria esta definición luego de ver por enésima vez “When we were kings”, la película que relata el combate que Muhammad Ali y George Foreman sostuvieron en Kinsasha, Zaire, el 30 de octubre de 1974.
George Foreman era invencible. Había aplastado sin piedad a Joe Frazer y Ken Norton, dos boxeadores que habían protagonizado combates memorables frente a Muhammad Alí.
Entre los especialistas y los aficionados, las opiniones se repartían entre los que creían altamente improbable que Alí triunfara y los que lo consideraban imposible.
Sólo él y la multitud de africanos a los que supo conmover con su prédica creían en la victoria.
Imposible confrontar con la lógica de la definición de Panzeri. Imposible parecía también, imaginar  a Foreman derrotado. Excepto por un detalle: no era la primera vez que Muhammad Alí sorprendía con lo imposible.
¿Acaso era del terreno de lo posible que un boxeador pesado tuviera la velocidad y la gracia de un mediano o de un welter? ¿Hubiera podido imaginar alguien que además, ese afroamericano tuviera el don de la palabra, verborrágico y poético para explicar el mundo desde la injusticia padecida por sus hermanos?
Supongamos que fuera remotamente imaginable, a partir de su condición de campeón olímpico y de las primeras victorias de su carrera profesional, que  fuera capaz de derrotar a un campeón indestructible como Sonny Liston. Pero, ¿alguien podría concebir que lo noqueara con un golpe de menos de 40 centímetros de recorrido, con una velocidad de centésimas de segundo, que cabía con holgura en un pestañeo y sólo podía ser advertido al ser repetido en cámara lenta?
“Ningún vietnamita me ha llamado jamás negro”. Con esa frase sostuvo su negativa a participar de la guerra de Vietnam. "¿Por qué me piden ponerme un uniforme e ir a 10000 millas de casa y arrojar bombas y tirar balas a gente de piel oscura mientras los negros de Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos más simples? No voy a ir a 10000 millas de aquí y dar la cara para ayudar a asesinar y quemar a otra pobre nación simplemente para continuar la dominación de los esclavistas blancos". El campeón mundial de la máxima categoría del boxeo profesional desairaba a su país y se exponía a perderlo todo para ser fiel a sus convicciones.
“¿Va a esquivar el reclutamiento?”, le preguntaba un periodista.
“No voy a esquivarlo, no voy a quemar banderas ni a huir a Canadá”, respondía. “Pienso quedarme aquí. ¿Quieren enviarme a la cárcel? Bien, adelante, he estado allí 400 años, puedo pasar cuatro o cinco más. Pero no me iré a 15.000 kilómetros para matar y asesinar a unas pobres personas. Si tengo que morir de algo será aquí luchando contra vosotros. Si tengo que morir sois el enemigo, no los chinos, ni los vietcong ni los japoneses. Vosotros me priváis de la libertad que quiero, vosotros me priváis de la justicia, vosotros me priváis de la igualdad. ¡Queréis que vaya a luchar por vosotros cuando vosotros no me defendéis aquí en América, no respetáis mis derechos ni mis creencias, no me defendéis ni en mi propia casa!”.  Otro imposible del hombre que también renunció a la identidad con que se había hecho famoso para convertirse al islamismo y adoptar el nombre de Muhammad Alí en 1964. “Cassius Clay es el nombre de un esclavo. No lo escogí, no lo quería. Yo soy Muhammad Alí, un hombre libre”.
La propia realización del combate Foreman - Alí sería otro imposible. ¿Acaso una pelea de campeonato mundial de los pesados no debía realizarse en el Madison Square Garden o en algún otra arena de tradición boxística?
Pues no. Muhammad Alí y George Foreman pelearían en África, en una nación joven e inestable, Zaire, la actual República Democrática del Congo, entonces gobernada por el dictador Mobutu, quien había derrocado a Patrice Lumumba, líder nacionalista, anticolonialista y democrático, padre de la independencia congoleña. Erigido en autoridad suprema, Mobutu pendulaba entre su relación con Estados Unidos y su nacionalismo antieuropeo. Con la realización del combate, procuraba mejorar su imagen y acrecentar su popularidad. Don King completaba la explicación de cómo confluirían en el Congo, en el umbral de la temporada de lluvias, un combate mundialista convertido en asamblea de la causa afroamericana, negociado con el dictador que en 1960 había derrocado a Lumumba y en 1966 lo había proclamado héroe nacional.
James Brown, B.B.King, The Spinners, Malick Bowens, the Crusaders y la sudafricana Miriam Makeba llegaron para encender aquella asamblea con su música.
“Foreman está en mi país”, arengaba Muhammad Ali a los chicos que lo seguían cuando salía a correr. Con su verborragia y su talento, hacía visible a un pueblo y a un continente, lograba identificar la causa afroamericana con su combate frente a Foreman y conseguía que la multitud creyera en lo que los críticos, especialistas y aficionados consideraban imposible. Tanto que cuando llegó George Foreman al aeropuerto, algunos africanos desprevenidos se sorprendieron al verlo: pensaban que era blanco. Claro que llegó con un cortejo de guardaespaldas y un ovejero alemán de la mano: no fue tan difícil que lo asimilaran a los blancos. Muhammad Alí restaba dramatismo al impacto de su presencia imponente: "Ustedes piensan que George Foreman es muy malo. Pero no se preocupen, muchachos: los blancos se asustan mucho más con los negros que los negros con los negros".
“Alí, boma ye” (Alí, mátalo), era el grito que crecía desde las calles. “Si piensan que la renuncia de Nixon sorprendió al mundo, esperen a que yo siente de culo a Foreman”, sostenía él desafiando a los que estaban seguros de su derrota.
“Soy tan rápido que cuando apago la luz me meto en la cama antes de que todo el cuarto esté a oscuras”, exageraba con gracia. “Soy fuerte, profesional. He talado árboles, he vencido a un cocodrilo, he peleado con una ballena. He esposado a un rayo, he metido en la cárcel a un relámpago. He asesinado a una piedra. He llevado un ladrillo a un hospital. Soy tan malo que hago enfermar a las medicinas”.
En poco tiempo, supo erigirse en referente indispensable de África, en esperanza de una vida distinta. Si en el pasado había demostrado con valentía y su compromiso con las buenas causas al extremo de perderlo todo, ahora la pelea era el desafío en que se ponían en juego las esperanzas de sus hermanos: “defenderé una buena causa para los negros africanos. Quiero ganar para ayudar a todos los desfavorecidos del mundo”.
Luego de una postergación por una lesión de Foreman, el día de la pelea al fin llegó.
Alí se había cansado de prometerle a Foreman que bailaría sin darle chances de atraparlo. Foreman se había entrenado especialmente para caminar el ring achicándole los espacios. No le sirvió de mucho porque Alí no bailó.
En los tres minutos del primer round quedó plasmada la dimensión dramática del enfrentamiento. Alí sorprendió a Foreman conectándole con su velocidad sin igual 12 directos cruzados (cross, lanzado con la mano más retrasada en la posición de guardia) y dándole una verdadera clase de boxeo en la primera parte de la vuelta. Pero Foreman resistió de pie y se le fue encima arrinconándolo y lanzándole una andanada interminable de golpes que tuvo a Alí a maltraer hasta el sonido de la campana.
Norman Mailer relata en la película algo que las imágenes corroboran: al ver a Alí sentado en el banco, por un instante y por única vez en toda su carrera, vio miedo en sus ojos. Había conectado al gigante una y otra vez y sin embargo parecía no haberle hecho mella. Lo previsible cuando se reanudara la pelea era que Foreman siguiera castigándolo hasta terminar con él. Sin embargo, fue sólo un instante. Si había llegado hasta ese momento, no dejaría pasar la oportunidad. Alí se sobrepuso, se decidió a seguir peleando y antes que el segundo round se iniciara se puso de pie para incitar al público a que lo alentara. “Alí, boma ye”, resonó en el estadio. Y el combate siguió con Alí aguantando en las cuerdas, conectándolo cuando podía sorprenderlo y hablándole todo el tiempo.
"¿Eso es todo lo que tienes, George?", le dijo en el último round luego que Foreman lo golpeara hasta el cansancio durante más de dos minutos. Y en los últimos 28 segundos de la vuelta, lanzó un contragolpe desde las cuerdas que terminó con un cruzado furibundo que hizo caer a Foreman en cámara lenta a los pies de Alí, que contuvo los golpes que pudo haberle lanzado mientras caía para seguir el viaje a la lona de su rival con elegancia de torero.. Había coronado aquella formidable asamblea afroamericana con la más inesperada y brillante faena de toda la historia del boxeo.
Por una vez al menos, Dante Panzeri no tuvo razón. La derrota del gigante a manos del hombre que flotaba como mariposa y picaba como abeja había hecho mejores a todos los que asistieron a aquella gran asamblea, alumbrando con su genio una victoria militante y poética.
Al día siguiente seguían existiendo el esclavismo y el racismo y la vida seguiría siendo tan dura como antes. Pero al igual que con su rechazo a combatir en Vietnam, demostraba que no había desafíos imposibles. Lo demostró aquel 30 de octubre de 1974 y lo sigue demostrando cada vez que tenemos oportunidad de asomarnos a la historia de esa pelea a través del documental de León Gast.
En 1975 sostendría otro combate memorable, derrotando a Joe Frazier. Pero allí la idea de Dante Panzeri recuperaría su vigencia. "Yo debo estar loco para seguir haciendo esto. Siempre saco lo mejor de cada uno de los hombres con los que peleo, pero Joe Frazier, yo se lo digo al mundo, saca lo mejor que hay en mí. Es un demonio de hombre, se los digo. Que Dios bendiga a Joe Frazier", diría Alí luego de una pelea que dejaría secuelas de deterioro para ambos.
Hoy, ya en su vejez, Muhammad Alí sobrelleva con la mayor dignidad posible el mal de Parkinson. "Lo más importante de mi vida es lograr la paz. Dios me dio esta enfermedad para demostrarme que soy un hombre frágil como cualquiera".
Una vez, dando una conferencia para los estudiantes de una Universidad en la que los convocaba a aprovechar las oportunidades de educación a la que muchos no accedían, le pidieron que dijera una poesía, la más breve que se le pudiera ocurrir.
“Yo, nosotros”, dijo después de pensar unos instantes. Por más grande que consideraran su ego, la dimensión de su realización era en el nosotros. Algo de eso sabemos lo que aprendimos con El Eternauta el concepto del héroe colectivo.

“Yo, nosotros”. Cuando después de alguna derrota nos atrapa por un instante el miedo como a Muhammad Alí en aquel primer minuto de descanso, es bueno que repitamos ese poema las veces que necesitemos y sepamos que nada es imposible.