viernes, 20 de noviembre de 2015

MAGDALENA Y LUPERCA


Magdalena amamantó a Rómulo y Remo.
Y Luperca lavó los pies de Jesús
Fue por amor, no por dinero
La vida fluyendo en un río de luz.

jueves, 5 de noviembre de 2015

EL NIÑO QUE NO PARABA DE CORRER



Carreras y caricias. Las piernas que no pararon de correr, las manos ávidas por acariciar. La vida también está en las cosas, en lo que significan. Quizá por eso acaricié sus lentes. Fue una forma de tomar dimensión de su presencia. Antes, al entrar en la quinta, mis piernas bajaron torpes del auto y se irguieron vacilantes frente a él, después de haber corrido sin parar toda la vida. ¿Qué le dijé y qué me dije? Ambas voces se me mezclaron, se cruzaron, se confundieron. ¿Le dije que desde la niñez pensaba que no hay que parar de correr para que no nos atrape la muerte, o sólo lo pensé? ¿Llegué a contarle la anécdota de la que nació esa idea? Seguro que no. No le hablé del callejón Ortiz ni de Marina, la nena de la casa de enfrente, la hija del policía, la que me llevaba al baldío de al lado y me tironeaba la pistolita. Ella me enseñó qué es el amor y qué es la muerte. Cuando se murió una chica judía que vivía en la casa de la esquina, yo no sabía qué era morirse. ‘Es un señor todo quieto que se muere’, me dijo Marina. ‘Entonces, te morís si te quedás quieto -le dije-. Si te vas corriendo a una plaza, no te morís’. ‘Claro’, me contestó. Durante años viví convencido que si corría, la muerte no me iba a alcanzar”. En fin, no sé bien que dije. Si estoy seguro de las excusas tontas que di por haber llegado tarde a Puerta De Hierro, de la pícara preocupación con que el General me hizo notar mi impuntualidad. Luego, la caminata hasta la casa. Como el maratonista que acaba de llegar a la meta, caminé junto a él. Caminé de piernas temblorosas. Caminamos y le hablé de cómo capar chanchos. ¿Fue en la caminata en el porche? ¿Cómo empezamos a hablar de eso? Quizá porque aprendí a caparlos en una de las escuelas agrícolas que él creo. Habían venido al teatro a invitarme Isabel y López Rega, el día anterior. Los acompañaba Carlitos Acuña, amigo del General, del Generalísimo, y tal parece que mío también. Cuando llegamos tarde, quiso embarullar a Perón con explicaciones de tránsito por nuestra demora, pero no le prestó demasiada atención porque ya nos había señalado el detalle. También hablamos de gallinas en la caminata. “Yo siempre le digo a la gente que tenga su gallinerito”, sentenció el General cuando pasamos de las Plymouth a las Leghorn, que parecen más rústicas pero son más ponedoras, bien peronistas. Hablando de gallinas con el más sabio. ¿De qué le iba a hablar, de mis películas? Sospechaba que no las había visto. Además, no me gustaba incomodar a los políticos con mis películas. Sentía que no eran para ellos, que se aburrirían. Aun recuerdo a Cámpora en el estreno de Juan Moreira. Las luces se apagaron y apenas comenzó a rodar la película se durmió y empezó a roncar. Lo desperté, porque era un papelón que se durmiera así el tipo que iba a ser presidente de la Nación. Pero lo importante no era de qué hablaba con el General. Andando a su lado se me fueron pasando los temblores. Me sentía comprendido, la serenidad de su sabiduría me fue sosegando la agitación. El cantante, el general y los caniches. Daban vueltas alrededor nuestro, saltaban, ponían a prueba nuestra estabilidad. Parecíamos dos artistas de circo guiando su rutina. Era una tarde templada y de sol en un parque enorme y arbolado. “Parecen la oligarquía, no nos dejan avanzar”, dijo Perón y me hizo un guiño. Era un gesto recurrente en él. Cada que lo veo en algún material de archivo guiñar el ojo recuerdo aquella tarde en que el guiño del mito fue para mí. Apenas se agachó y una perrita le saltó en los brazos. Lo besuqueaba, lo lamía y él se dejaba. Yo soy así también con los perros. “Esa raza es muy inteligente”, le dije recordando lo que había leído días atrás en una revista acerca de esos perros. “Claro, por eso la usan mucho en los circos”, respondió. “Tienen inteligencia superior. ¿Ve? Acá murió el Gaucho. Está bajo ese montículo cubierto de flores azules. El Gaucho y ésta son los únicos que nos quedaron de los que trajimos de Argentina. Todos los demás son hijos de aquellos”. Así que el Gaucho murió en el exilio. Y la perrita es la única sobreviviente. O sea que cada “Luche y vuelve” pintado en una pared la incluía también a ella. Gallinas, perros, chanchos. Los animales me sostuvieron en pie para poder conversar con Perón. Un poco le gustó mi conversación, un poco me siguió la corriente. Sabía volar más o menos a la misma altura que su interlocutor. La casa estaba casi en el centro del parque y era de gran austeridad. Su escritorio estaba en la planta baja. Nos sentamos en el porche. Mate y té con leche. Y el mito, paciente y cálido. Estuvimos como cuatro horas hablando. Fue un acierto no hablarle de política. Como a mí no me gustaba que me hablaran de cine en las reuniones, acerté al no sofocarlo de política. Si hasta le hablé de mi infancia, aunque no me acuerdo si yo fui a ese tema o me llevó él. Le conté que había estado internado en la Casa del Niño. Me preguntó por el trato en el lugar. Le dije que ningún celador me levantó la mano, aunque yo era bastante difícil. Pero que cuando nos poníamos muy bravos, de vez en cuando se venía una rapada. También le conté de mi colegio, el Miguel Pouget. Se puso contento. Estaba orgulloso de las escuelas granjas. No recuerdo si los animales nos llevaron a mi infancia o mi infancia a los animales. Lo cierto es que me dijo que las escuelas granjas eran su orgullo. Pensar que aquella vez hablamos de la devastación de las selvas de Brasil. ¿Cómo vería la cuestión ahora? Así era él: tenía la dimensión exacta para preocuparse por el adecuado capado de un chancho, la necesidad que la gente tenga gallineritos o la devastación de una selva y los problemas ecológicos. ¡Si hasta se sabía los nombres científicos de las plantas! En cualquier otro hubiera sonado a sanata. Pero él era un sabio. Y descubrí que también había hablado del tema con Hugo del Carril. “Sabe mucho de eso”, me dijo, y me los imaginé intercambiando nombres de plantas en latín. ¡Ja! Ahora me acuerdo cómo definió a Hugo después de preguntarme cómo andaba. “Hugo es un gran señor, a cualquier hora que se levante”. Le robé más de una vez esa frase al General para referirme a buenas personas. ¿Por qué pasamos de Hugo a Rucci? No recuerdo bien, pero me di cuenta en la mirada y en la voz de Perón que lo quería. Parecía que hablaba de un hijo. De allí pareció inevitable que habláramos de Silvio Frondizi. Hacía uno o dos días que habían asesinado al pibe. De pronto giré la cabeza y sentí un mar de tristeza en los ojos del General. Guardo una foto que nos tomaron ese día justo cuando hablábamos de ese crimen. Pocas veces fue atrapada en una imagen una expresión de tristeza tan profunda. El no se permitió que ese brillo durara más que un breve instante. “¿Usted es Jury, no?”, me preguntó cambiando de tema. ¡El mito conocía mi verdadero apellido! ¡Había cantado para multitudes, había recibido elogios impensados para mis películas, pero creo que nunca antes me había inflado tanto de orgullo. “Sí, sí”, tatamudeé, como si no estuviera tan seguro como él de mi apellido. "Usted es de ascendencia árabe. Su papá, ¿de dónde era?" “De Siria -le dije yo-. De Damasco". "Ah, de la Siria palestina. Allí nació Jesús". Oírlo decir eso fue como si Dios hubiera enviado a Magdalena a lavarme los pies. Volví a mi infancia. Se aparecieron en el porche de Puerta de Hierro el Negro Cacerola, Cacho Tamís y todos los amigos de Luján. Me los traje a ellos y por eso tuve coraje de tocar sus anteojos. Los acaricié y sentí que estaba junto a un hombre tierno, como si en ellos se hubiera quedado para siempre el braile de sus ojos achinados. Después no me resultó difícil acariciarle la mano. No me dijo nada. Se dejaba porque era sabio y percibía lo que significaba para mí. Seguía charlando tranquilo, mientras yo le acariciaba la mano como a mi abuelo, respiraba en su piel. ¿Cuántas veces me preguntaron si lo encontré muy viejo? Sí, los años estaban, pero él era el mismo, el del mito. No había diferencia entre su voz hablándome de capar chanchos y la que en mi niñez salía de los parlantes en la plaza de mi pueblo. Tampoco hubo diferencia en mí: si entonces era un niño de fiesta, ¿cómo no serlo allí, sentado frente a él? Ahora, cuando alguien me viene a ver, le veo la misma pregunta en los ojos. ¿Cómo está de viejo, cuánto más vivirá? Supongo que no mucho, quizá ni consiga volver a filmar. ¿Se atreverá alguien a mi mantel de hule? Lo cierto es que lo ven. Claro que ven que estoy viejo y enfermo. Pero sé que también ven, al menos los que saben mirar, que sigo siendo el niño. El niño que corrió y corrió hasta tocar las manos de aquel viejo.