sábado, 16 de abril de 2016

CICATRICES

En una tarde de sol, vaya a saber si  de febrero o de junio, me fui a sentar al inodoro con más aburrimiento que ganas de cagar. Antes de entrar al baño,  manoteé  una novela que varias veces había intentado comenzar a leer. No importan los detalles –o sí importan-, pero me quedé dormido cuando la octava carambola estaba en viaje sobre el paño verde –la mirada yendo del punto de la bola en el que el extremo del taco tiene que golpear al punto de la bola colorada contra el que va a chocar la bola y al lugar en el que está la bola del punto, o sea, la contraria-. Me desperté, estiré el cogote para verme en el espejo del botiquín, volví a caer sentado sobre el inodoro, como si el esfuerzo para verme se hubiera llevado los últimos cinco centavos de mis energías. La tabla ya me dolía.  Me paré al tiempo que me levantaba los pantalones, pero allí estaba el libro, trepando entre mis calzoncillos. Lo quité de mi entrepierna y lo apoyé contra la pared de azulejos, detrás de las canillas del bidet. Hice correr el agua fría del lavatorio, me lavé las manos y la cara con dos chorros de jabón líquido, cerré la canilla, me sequé con la toalla tendida sobre la cortina de la ducha y volví a mirarme en el espejo. Apreté el botón, le dí un cuarto de vuelta más a la canilla del lavatorio para que no goteara y salí del baño. Volví a la sala, me acerqué al ventanal, corrí una de las cortinas. La tarde se había ensombrecido y llovía. ¿Tormenta de verano en junio o llovizna polar en febrero? El sol ya no estaba y no dependía de mí. Me senté a la PC, me metí en Internet, miré el pronóstico del tiempo. Esa lluvia no se correspondía con esa tarde, su lugar era medio día antes o un día y medio después. ¿Qué hacía tan fuera de hora? Para qué preocuparme, si no lo podía resolver. No era yo quien manejaba la sección Estado del Tiempo. Me aparté de la computadora y me tiré en el sillón. Al acomodarme para ver la tele, sentí la molestia. Sí que son importantes los detalles. Me había olvidado de limpiarme el culo. Volví al baño, me senté en el bidet, me saqué los zapatos, los pantalones y el calzoncillo y los dejé tirados en un rincón. Al intentar abrir la canilla a mis espaldas, me encontré con la novela. Miré la tapa azul. El nombre del autor y el título de la novela en letras blancas, un garabato que pretendía replicar la firma del novelista y el nombre de la colección en letras doradas. Esa noche fui en busca del final de la octava carambola y me leí la novela de un tirón, como si se tratara de David CopperfieldEl Viejo y el Mar o La Carretera.

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