miércoles, 25 de mayo de 2016

COSMOBOTONÍA


Un costurero tiene una memoria más dispersa y extensa que un ordenador, con un evanescido registro ram que aun huele a galletitas danesas.
Un costurero dice menos y a la vez dice más que la vieja caja de zapatos repleta de fotos y diapositivas familiares.
La curiosidad hurga en la vieja lata adivinando el  pecho de un padre, el puño de un oficinista o el escote de una niña que ya ni es anciana.
Alguien deshace los dobleces que las manos de la vendedora de una antigua mercería dejaron por siempre en un pequeño sobre de papel madera que atesora seis pequeños botones de nácar, sin más mar que la sal de los dedos que los deslizaron sobre el vidrio del mostrador.
Un costurero desmiente al destino albergando una multitud de botones en sus pequeñas y providenciales tragedias. Dejaron de ser camisa, tapado, chaleco o almohadón de sofá para quedarse a la espera de una nueva oportunidad con latencia de semillas. Llevan justo arriba de la panza la confianza inconmovible en que una mano, una tragedia o una ráfaga de viento volverá a sembrarlos para ser tirador, short de muchacha o flor que vacila entre volverse pez o pájaro. Un bouton pigmentado de amaneceres que el viento difuminará controvirtiendo lo divino se mece en el jardín mientras un alfiler con el ADN de una tía corta de vista, una escarapela con su cielo fuera de foco, un pin de Eva y otro de las Madres duermen la incógnita de su sentido en el fondo del costurero.
Hasta que unas manos de río desvanecen la oscuridad y deshibernan su marea hurgando con avidez, como quien elige en una montaña de canto rodado cinco piedras para jugar a la payana.
Los despliegan, los examinan inquietas y los dejan sobre la mesa para darse a otras tareas. Dos desayunos después, las manos vuelven y eligen uno.  Aun antes de conocer la prenda que le tocará habitar, el botón ya sabe que esas que lo rescataron son manos enamoradas.

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