domingo, 26 de marzo de 2017

MUCHACHO


Miro por el ventanal hacia el jardín. Se ha nublado. El verdor de los árboles comienza a salpicarse de amarillos y ocres. Estoy frente al teclado y al girar la cabeza,  asomado tras la pared, veo el perfil de Juana. También mira tras el vidrio mientras las nubes grises viajan lentas.
-Papi…
-¿Qué?
-¿Sabés que estás escribiendo sin ver?
-Sí- le digo sonriendo.
-¿Y cómo hacés?- pregunta acercándose a mi lado.
-Porque sé de memoria dónde están las letras.
La miro y escribo “Juana es muy linda cuando me mira escribiendo sin mirar el teclado”. Lee y sonríe. Me da una palmada en el hombro y se vuelve a la habitación.
Hay una voz. No sé si viene de afuera o de algún aparato que quedó encendido. Una voz que canta. Bajo a ver. Viene de afuera. Salgo al jardín. Es Sandro.

La soledad es una vieja amiga que yo conocí
en esas puertas de la vida.
La soledad ya vive aquí dejó sus cosas derramadas
por rincones de la casa.
La soledad sin yo llamarla viene siempre sin aviso
cada vez que algo me pasa…

Me quedo de pie oyendo. Nunca llegó a gustarme del todo Sandro. Pero su voz envuelve la mañana, como si fuera la voz del pulmón de la manzana, como si guiara la llegada del otoño al verde. Por primera vez comprendo la fascinación.
¿Qué vecino lo escucha? Me parece que viene de la izquierda. Luego de la derecha. Luego al otro lado de la pared del fondo. Camino despacio por el jardín, como si mis pies sobre el pasto pudieran quebrar el momento. Cuando empieza a cantar Trigal, decido asomarme a la pared del fondo con la escalera pequeña de madera.

Trigo maduro hay en tu pelo...
robó quizá la luz al sol.
Yo soy el dueño de tu fruto,
soy el molino de tu amor...

Veo un tender con forma de sombrilla que sólo tiene colgada una remera de mujer. A un costado, sentado en una silla de madera, de camisa amarilla y pantalones blancos, con el pecho recostado sobre el lomo de la guitarra, está Sandro.
-¡Increíble! –El pensamiento se me escapa en esa palabra y Sandro gira la cabeza hacia mí y sonríe. Vuelve a la guitarra y empieza otra canción. Ya no hay viento y crece la resolana entre unas nubes pálidas.

Cuántas veces escondida,
llorando triste y vencida
en un rincón la he encontrado…

Termina la canción y aplaudo suavemente.
-¡Mejor que Hugo!- le digo. El encoge los hombros como preguntándose si eso no es una exageración.
-¿No tenés un cigarrillo?- dice llevándose los dedos en V a los labios.
-No fumo. Pero te traigo uno de los de mi vieja.
-Dale. Decile que se venga si está.
Me quedo quieto mirándolo. Tengo que ir corriendo a buscar el cigarrillo, pero tengo miedo de bajar de la escalera y no volver a verlo nunca.

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