lunes, 17 de agosto de 2009

Lindo día


-¡Qué lindo día hizo hoy!- dijo el remisero buscando tema de conversación.
No sé si fue tan lindo. Cuando lo dijo estaba pesado y caluroso. No encontré un gran día en mi camisa pegoteada sobre la piel ni en las asperezas de las correas y de la manga del tensiómetro que me colocaron en Favaloro para develar si soy o no soy hipertenso, mediciones cada quince minutos, tacómetro arterial. Empecé el lindo o no tan lindo día a las cinco de la mañana, con una ducha apurada. Lo seguí a pie, cargando mi bidón con orines de un día, en tren, en bondi, en el box de admisión, en la pieza siete del piso siete del hospital de día, con TV, locker y galletitas sin sal que no podía comer aun.
Un chequeo de rutina. No quería darle demasiada importancia al asunto. Pero a mi lado, dos parejas de ancianos me mostraban que sí lo era. Irradiaban el esmero con que esperaban que los estudios sirvieran para estirar el mayor tiempo posible sus vidas de complicidad. Ellos querían seguir, mientras en la tele, un hombre al que un pibe de 16 le había matado la esposa, no sabía como explicaría la vida a sus hijos, que junto a él la vieron morir. No habló de matar al pibe. Habló de quemar el auto en que venía con su familia, para no verlo nunca más. “Pero no puedo quemarlo, lo necesito”. Aunque no sabía como, quería seguir. Casi todos quieren seguir. Como la presidenta que desde la tele soltó aguijones con picardía para el país de diario único, como el ministro que por segunda vez se descompensó, como la señora de la limpieza que se llevó las leches en polvo y las mermeladas que sobraron de mi desayuno, como la enfermera que me rasuró el pecho, como la que me sacó sangre, como la doctora a la que relaté el aneurisma de aorta abdominal que se llevó a mi viejo o como el médico que me pidió que parara de correr sobre la cinta en el test de esfuerzo mientras yo sonreía en silencio y me decía “Gump, my name is Forrest Gump”. Salvo esos breves dos mil metros, fue una larga mañana de idas y venidas mansas, de instrucciones breves y esperas soñolientas. Me dieron un almuerzo sin sal, me pusieron el tensiómetro portátil, me cobraron la parte que no cubre la obra social y poco después de la una me dejaron ir. Otro bondi, otro tren. El remis. El lindo o no tan lindo sábado 14 de agosto de 2009.
Ahora que escribo es noche. De repente, los dedos de mi mano izquierda se quedan solos sobre las teclas. El brazo derecho inmóvil aguarda que la manga se vuelva a inflar y desinflar. La de hace quince minutos fue la mejor vez. El tensiómetro me sorprendió subiendo las escaleras con Juanita en brazos, recién dormida. Me quedé inmóvil junto al ventanal esperando que el fuelle fuera y viniera. La carita redonda de Juana se llenó de luna, y me dije que ella en la escalera frente al ventanal se hubiera merecido que desde algún rincón Edward Hopper fracasara en abstraer el instante en que las luces nocturnas hicieron reverencia a la serenidad de su expresión. A mis espaldas, en su cuna, Juana duerme y no me extrañaría que suelte algún llanto y me obligue a volver a ponerle el chupete y darle unas palmadas breves en la espalda antes que el tensiómetro vuelva a atacar. Si doy por cierto que el pintor neoyorkino hubiera fracasado, imposible que suceda algo distinto con estas líneas. Sé que es así, antes y después de cada vez que escribo. Pero insisto. Sigo. Como los viejos en el hospital de día. Tal vez sólo quise decir, unos minutos antes de la medianoche, que ha sido un hermoso día, que el remisero tenía razón.