domingo, 20 de mayo de 2012

La voz que devela el mundo


Ahora caigo en cuenta que hace mucho que tengo esta idea que ahora me resulta novedosa. Viene de los tiempos en que desarrollé el hábito de escucharlo cada tarde de domingo, de convertir en rito mi encuentro con las palabras de una voz que había descubierto en todo el esplendor de su talento en el Mundialito de Uruguay, cuando rubricaba con un “basta genio, pare la mano” las jugadas brillantes de Rubén Paz y Diego Maradona.
Más de una vez veía por la noche el partido que le había oído relatar por la tarde. Así comencé a darme cuenta de dos cosas que pueden aparecer como contradictorias.Por un lado, al ver el partido iba recordando el desarrollo de su relato, que tenía plena correspondencia con lo que veía en la pantalla. Pero a su vez, me quedaba con la sensación que el partido era más vívido en su voz que en la transmisión televisiva. No era que inventara cosas no sucedidas o se diera a la exageración, sino que su relato me llegaba más fiel y más profundo que la propia filmación televisiva.
De ahí viene esta idea que un poco bromeando un poco en serio me atreví a discutir con algunos amigos, aunque no me pareció oportuno manifestársela a Víctor Hugo cuando tuve oportunidad de conocerlo.
Mi planteo inicial fue que el relato de Víctor Hugo Morales del segundo gol de Diego Maradona a los ingleses es superior al gol mismo.Cuando lo digo me miran con mueca incrédula, procuran reconvenir la idea o me reprochan el excesivo fanatismo por el periodista uruguayo.Despejo lo del fanatismo, pues no me animo a decir que admiro menos a Maradona que a Víctor Hugo.
No me detendré a analizar cada frase del relato. Creo que me alcanzará la primera, la que premonitoriamente nos alerta que está por suceder algo único y extraordinario: “Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”. Creo que en esa sencilla frase queda plenamente de manifiesto el significado de ese arranque de la jugada en que Diego recibe la pelota del negro Enrique y da un pequeño rodeo para encarar la mejor corrida futbolística de la historia. 
Pero además, me sucede algo que estoy seguro le pasa a muchísimas otras personas: cuando veo el gol sin su audio igual escucho su relato y, a su vez, cuando escucho el relato sin las imágenes, igual veo el gol.El relato se ha convertido en parte inseparable del gol y a su vez, ha terminado de develarlo para nosotros en la auténtica dimensión de su genialidad.
Para graficar lo que sostengo alguna vez recurrí a una comparación que quizá no es del todo precisa: el gol es la Mona Lisa, el gol relatado por Víctor Hugo es el retrato de la Mona Lisa. Digo que no es del todo precisa porque Diego no se limitó a posar sonriendo, sino que es el autor de esa obra de arte que hoy no consigo respirar sin la voz del hijo dilecto de Cardona. Y si Diego es Leonardo Da Vinci, ¿dónde queda Víctor Hugo?Borges y Bioy Casares supieron trabajar juntos, aunque al menos uno de ello se manifestara descreído respecto del arte en colaboración. Pues esta obra de arte tiene para millones de personas dos autores que se conjugaron en su realización: el barrilete cósmico y la voz que nos hizo comprender que mirar esa carrera endiablada era también una forma de alzar los ojos al cielo.
Es momento de reformular mi frase inicial: no es que el relato sea superior al gol, el relato es el gol. Es en ese relato que aquel gol maravilloso completa su existencia y se nos queda en el alma para siempre.
Aquellas tardes yo escuchaba el partido en el centro musical de mi pieza, cuya ventana daba al fondo de nuestra casa. Mi vieja solía estar en la cocina, mi viejo trabajando en el galpón, a veces oyendo el partido desde la radio que yo había encendido, a veces escuchándolo en la vieja Hitachi que tenía colgada en la cabina de comando de su nave de tapicero. En los entretiempos era habitual que yo me acercara al galpón o que él se arrimara a la cocina a tomar unos mates con Buby y que nos comentáramos lo que habíamos oído como si estuviéramos sentados en la tribuna esperando la vuelta de los jugadores.Diego hizo aquella jugada inolvidable sobre el césped de un estadio mejicano. Pero el campo de los sueños de su gol queda en mi casa de San José y vaya a saber en cuántos millones de hogares y rincones más. 
Mi viejo ya no está. Pero él también renace en mí cuando oigo la voz de Víctor Hugo.
Sí. Es para llorar, perdónenme.

jueves, 10 de mayo de 2012

Fin del reencuentro




Gotas sobre el zinc

Durante la mañana salió el sol y deshizo la escarcha que se recordó rocío. Por alguna hendija le llegaba el repiqueteo lento de gotas de agua sobre zinc. Las ruedas de los coches que pasaban por la calle delataban empedrado húmedo. El pequeño cuarto estaba oscuro y olía mal. Abrió los ojos y la voz de ella se le apareció en medio del silencio.
-No te pedí que vinieras, puedo arreglarme sola! 
Se lo dijo la noche anterior, reclinada contra la mesada de la cocina pequeña.
El se le acercó y se quedó mirándola.
-No podés bancarte que él te pegue.
-No.
Le acarició el pelo, le secó las lágrimas con el pulgar. Luego la abrazó y la apretó contra su pecho. En el comedor, la beba lloró.
Se acercaron a la cuna. Ella le colocó el chupete, le dio unas palmadas en la cola y la devolvió a su sueño.
Se quedaron parados entre la mesa y la cuna.
-Me parece que soy yo.
-¿Qué?
-Mi papá era violento. Crecí viendo como maltrataba a mi vieja. A veces siento que la busco, que lo provoco para que estalle. Por algo elegí un tipo así.
-¿Qué decís? Aunque fuera cierto, si a meses de tener un bebé hace esto…
-No, ya sé.
-No va a cambiar.
-¿Y qué puedo hacer? ¿Dejar a mi hija sin padre, volverme con mi vieja? Tengo que aguantar.
Volvió a abrazarla. Se besaron. No era la primera vez que se besaban desde que se reencontraron. Fue de casualidad, esperando el subte. Después de once años sin verse, resultó que vivían cerca. Habían tenido un amor raro cuando nacían los ochenta. De aquellos tiempos a él se le aparecía siempre la misma noche. Caminaban hacia Constitución desde el parque Lezama y se pararon a ver la TV de un bar. El comunicado de la Junta anunciaba el derribo de otros dos helicópteros británicos. El se la pasaba contando los Sea Harrier caídos y trataba de convencerse que era posible la victoria. Ella se le reía en la cara, le decía que esa guerra no servía para nada y que la ganarían los ingleses. La odiaba cuando lo decía. Con el tiempo aprendería a admirarle el escepticismo, su enemistad con la ilusión.
-No tenés que aguantar. Estás como yo con los helicópteros.
Primero arrugó la frente sin entender. Luego le sonrió.
-Vamos a comer algo.
-¿No va a venir?
-No. Se queda en lo de la madre.
Arroz blanco. Se lo sirvió pidiéndole disculpas por no haber tenido tiempo de preparar otra cosa. Pero su plato preferido era el arroz blanco.
Cenó con esa mujer que no era su mujer junto a la pequeña beba que no era su hija.
-Yo lavo los platos- dijo poniéndose de pie. En la cocina, raspó con la cuchara el fondo de la olla y se comió el arroz quemado. Lavó sin salpicar. Ella preparó café y se sentaron juntos en el sillón a ver televisión.
Se besaron otra vez. El intentó quitarle la remera.
-No…
-Sí…
-No, no quiero.
Intentó forzarla y ella se puso de pie.
-¿Qué te pasa?
-Nada, no quiero…
-Pero si el otro día…
Ella negó con la cabeza.
Se quedó contrariado por unos segundos. Luego volvió al ataque.
-¡Dejame!- gritó ella. El ya estaba decidido a forzarla. Se le tiró encima, le quitó las calzas.
-¡Está bien, esperá! Esperá que voy al baño.
La dejó incorporarse. Ella corrió hasta la cuna, tomó la beba y la abrazó fuerte.
-¡Andate!
Se enfureció. Se abalanzó sobre ella y trató de arrancarle la nena de las manos. Ella se tiró en el sillón y se acurrucó abrazando fuerte a su hija.
La beba comenzó a llorar. El igual insistió. La tomó de los brazos intentando que la soltara. Hasta que se descubrió apretándole las muñecas. Entonces reaccionó. Eran sus increíbles muñecas flacas. Respiró hondo y se puso de pie. Se sentó junto a la mesa y se quedó en silencio.
-Andate- insistió ella luego de una pequeña eternidad.
Se puso de pie y caminó hacia la puerta. La abrió y salió al pasillo. La puerta se cerró a sus espaldas y se quedó parado en la oscuridad.
Cuando llegó a la puerta de calle se dio cuenta que estaba cerrada con llave. Volvió al departamento, tocó timbre, golpeó, pero ella no le abrió. Fue hasta la puerta otra vez, con la esperanza que alguien le abriera. Pero eran las dos de la madrugada y recién empezaba junio. Caminó hasta el fondo del pasillo, abrió el cuarto de basura, se sentó en el suelo y aunque le parecía que no podría acostumbrarse nunca al mal olor, se quedó dormido. Así hasta que abrió los ojos y oyó el repiqueteo lejano de las gotas sobre el zinc.
Se puso de pie, caminó entumecido hacia la calle. La puerta del edificio estaba abierta de par en par. El encargado lavaba la vereda. A pesar del sol, sintió frío. Caminó hacia Corrientes tratando de pensar que haría durante el día. Se compró una afeitadora descartable, se rasuró  en el baño de Gildo, se peinó lo mejor que pudo y se metió en el subte rumbo al trabajo.
“Arruiné todo”.
No conseguía librarse de ese pensamiento.