lunes, 14 de diciembre de 2020

QOMOLANGA, 8.848,86 M


¿Cuánto mide la montaña más alta del mundo? Nepal y China quisieron despejar las dudas y alistaron un equipo de investigación que calculó el resultado que dieron a conocer los cancilleres de ambos países: 8.848,46 metros.

Everest. Esa es la palabra que identifica la noticia en todas partes.

Desde la infancia nos hablan de ese pico de la cordillera del Himalaya, la montaña más alta del mundo.

¿Por qué Everest? Andrew Scott Waugh eligió ese nombre el 11 de mayor de 1857.

"Mi respetado jefe y predecesor, el coronel Sir George Everest, me enseñó a asignarle a cada objeto geográfico su verdadera denominación local o nativa. Siempre me he adherido escrupulosamente a esta regla, como he hecho caso a todos los demás principios establecidos por ese eminente profesor. Pero aquí hay una montaña, muy probablemente la más alta del mundo, sin ningún nombre local que podamos descubrir, o cuya denominación nativa, si es que tiene alguna, no será determinada antes de que se nos permita penetrar en Nepal y acercarnos a esta estupenda masa nevada. Mientras tanto, el privilegio, así como el deber, me incumbe asignar a este elevado pináculo de nuestro globo, un nombre por el cual puede ser conocido entre los geógrafos y convertirse en una palabra familiar entre las naciones civilizadas. En virtud de este privilegio, en testimonio de mi afectuoso respeto por un jefe venerado, de conformidad con lo que creo que es el deseo de todos los miembros del departamento científico, sobre el cual tengo el honor de presidir y perpetuar la memoria de ese ilustre maestro de investigación geográfica precisa, he decidido nombrar este noble pico del Himalaya Mont Everest".

Así, contra la voluntad del  coronel, que juzgaría esa decisión desacertada, desconociendo la historia y la cultura de los pueblos que habitaban esa región, las naciones civilizadas impusieron ese "nombre familiar" que se sigue repitiendo en las aulas hasta hoy. Se reafirma así que nada existe razonablemente hasta que occidente lo descubre, intenta apropiárselo a como dé lugar y redefine su identidad según sus intereses. Un ejemplo más de lo que Edward Said describió minuciosamente en su obra Orientalismo, ese estilo occidental que describe, enseña, coloniza y decide sobre Oriente y su identidad.


Qomolanga significa "Madre del Universo" y así llamaban  en la región del Tibet a la cumbre más alta del mundo.

Sagarmatha es una palabra del sánscrito que significa "frente o cabeza del cielo" y es la denominación que desde 1960 asignó Nepal a la montaña.

Las autoridades nepalíes y chinas señalaron que la montaña es símbolo eterno de la amistad entre ambas naciones y que esta medición conjunta es un paso para que esa amistad alcance nuevas alturas.

No es la primera vez en 2020 que las altas cumbres del Himalaya son noticia. En abril, a consecuencia de las cuarentenas y el descenso de la actividad económica, desde Jafandar, India , a 230 km de las cumbres, volvió a ser visible la cordillera del Himalaya, algo que no sucedía desde hacía setenta años.

Occidente se ha arrogado el derecho de apropiarse de los recursos de la naturaleza y de imponer su sentido común depredador del mundo. 

Pero aún cuando el agua comience a cotizar a futuro en Wall Street, existen personas, pueblos e identidades que persisten en controvertir y desautorizar su relato único. 

Aquel reino de Nepal al que los geógrafos occidentales lamentaban no poder ingresar es hoy una República Federal y Democrática surgida de una revolución de origen maoísta que se propuso alumbrar un estado multicultural, multilingüe y secular, en cuya bandera, la única no rectangular del mundo, conviven y se expresan, como el hinduismo y el budismo, las diversidades de su identidad. 

En cuanto a China, al ver a occidente bautizando sus montes, inevitable recordar American Factory, el documental que muestra como una gran empresa china se instala en Ohio, en una de esas poblaciones que sufrieron la desindustrialización iniciada en los 80, en una antigua planta que perteneciera a General Motors: una moderna y pujante fábrica china en el corazón derruido de la América industrial. Allí los ejecutivos chinos se quejan porque "los estadounidenses son unos vagos", "tienen los dedos gordos" y "son improductivos".

¿Quién nombra a quién?  En tiempos en que el movimiento de mujeres controvierte la naturaleza patriarcal del lenguaje, no está mal recordar que ni el propio Everest estaba convencido que su apellido sirviera para denominar esa "cabeza del cielo" que los pueblos de la región veneraban como Madre del Universo.

miércoles, 26 de agosto de 2020

TOBI Y SU ÚLTIMO SUEÑO


Es agosto.

Es el día en que del otro lado del mundo, la tortuga dorada vino a avisarnos que estamos en peligro.

Lleva días sin salir a la calle . Esta vez no estuvo cuando un lobo de mar se acercó a descansar en la playa.

Vaya a saber si es su invierno quince, dieciséis o diecisiete.

Cuentan que su pata lastimada, esa que arrastraba desde la primera vez que lo vimos, es secuela de un primer dueño violento.

Quizá por eso siempre prefirió no quedarse del todo en ninguna casa.

Sobrevivió a ese amo, a cientos de peleas y a cada invierno junto al mar de Nueva Atlantis.

No sabe de fechas, pero cada otoño percibe que el sol empieza a calentar menos, los días se acortan, las calles se quedan sin pasos y voces y el frio crece.

No sabemos si advirtó que este otoño hubieron mucho menos personas y motores y Atlantis fue casi tan de los perros, las comadrejas y las aves como en sus tiempos de cachorro.

Mientras las personas se guarecieron del coronavirus, Tobi, maltrecho de libertad, junto a su compañera de años, se propuso sobrevivir a otro invierno.

Pudo mayo, pudo junio y encendió la esperanza. Pero en julio se sintió muy mal, se guareció en su casa más habitual y ya no se lo veía en la calle.

"Creo que no pasa este invierno", alguien comentó. 

Y en los mismos días en que una ola polar tardía trajo una efímera nevisca a la que los meteorólogos llamaron groupiel, el enciende un sueño.


Sueña arena tibia y un sol sin nubes en el mediodía sin viento. Sueña que se pone de pie y Brownie lo sigue. Ladra en la bocacalle, un caballo lo mira. Descansa husmeando las plumas resecas de un zorzal muerto y retoma la marcha. Aún en el sueño arrastra la pata, cómo si no tuviera gracia soñarla sana. Pasa frente al chalet de techo de losa pintada de verde y, desde un pilar, una lechuza los vigila. Mira hacia atrás, cómo si su compañera fuera más lenta y tuviera que esperarla. Suben al médano y miran hacia el mar sin detener la marcha. Las tres patas de Tobi comienzan a sentir la arena más dura y húmeda. Suelta un ladrido afónico y Brownie se le adelanta obligando a huir en vuelo a una bandada de gaviotas. Luego caminan hacia el mar y corretean sobre el yodo y el agua.

Ella se detiene y se queda mirándolo. Él se aleja por la orilla rumbo al sur, hacia una bruma espesa que no parece de este mediodía.


Dicen que no fue sólo la vejez. Que su cabeza tenía huellas de alguna pelea reciente. Pero nunca dejó de ser él, tan barbincho, tan libre, tan compañero, tan hospitalario, tan valiente, tan caminador, tan rengo, tan perro.

Negra y Brownie supieron que era el mejor y lo eligieron. Y vaya a saber así a cuántas perras más se animó y cuantas peleas vivió por ellas.

En algunas semanas caminaremos sus calles y soñaremos con verlo, aún sabiendo que Tobi ya no se sueña.

miércoles, 19 de agosto de 2020

LIQUIDÁMBAR

 

Dormido sobre sus raíces

Desnudo de casi dos meses,

Meciendo a los cabecitas

en el columpio de sus semillas.

Si el poeta se toca el alma,

¿cómo es que el liquidámbar

la suya propia no olvida?

Susurra desde la tierra,

sigilosa bajo la corteza

ajena al frío se desliza.

A pura memoria presagia

en sus brotes de agosto

lo obstinado de la vida.



domingo, 16 de agosto de 2020

SAN MARTÍN Y SUS APROPIADORES

 


No tuvieron más remedio que incorporar la lucha emancipadora de San Martín a su relato de la historia. Pero para los unitarios el Libertador siempre fue un problema y en aquellos años, quisieron librarse de él en más de una ocasión.

Lo llamaban “cholo”, “tape” o “indio”. No existe certeza que Rosa Guarú, la niñera que lo crió, haya sido su madre, pero él se burlaba de las pretensiones de linaje y se sentía hermano de los pueblos hijos de esta tierra.

Conocemos desde la infancia la gesta que protagonizó en ese tiempo. Pero quizá valga la pena poner énfasis en algo que no solía estar presente en nuestros libros escolares: el hostigamiento a que fue sometido por la elite unitaria, expresada principalmente en las figuras de Carlos María Alvear y Bernardino Rivadavia.

Si los actos de las personas no son suficientes para definir su identidad, sus enemigos suelen servir para despejar lecturas erróneas. En Europa, José de San Martín peleó contra los franceses y a favor de la Junta  de Sevilla, que planteaba una revolución democrática en España. Cuando vino a América fue coherente con esa lucha y enfrentó la restauración absolutista.

El San Martín que nos relata Mitre es un militar talentoso y recto que libera naciones vecinas sin visión continental, carece de capacidad política y  no tiene otra relación con los pueblos originarios que utilizarlos circunstancialmente con picardía. Un siglo después, con el mero hallazgo del Plan Maitland, Terragno pretende convencerse y convencernos que estamos ante un agente inglés.

Pero su enfrentamiento con Alvear y con Rivadavia desmiente a ambos y expresa el antagonismo de dos proyectos: uno es unitario y dictatorial, con un aperturismo económico pensado desde el puerto y que rápidamente devendrá probritánico. El otro piensa en crecer hacia adentro y unir a Sudamérica.

 

 

Doce años para liberar Sudamérica

 

Desde el 12 de enero de 1812, en que arribó a Buenos Aires en la fragata Canning, y el 10 de febrero de 1824, en que, acusado de conspirador y desalentado por las luchas internas, partió rumbo al puerto de El Havre, transcurrieron 12 años y 30 días.

Cuando es puesto al frente del Ejército del Norte para alejarlo de las decisiones porteñas, las diferencias ya están planteadas y no habrá medio que Alvear descarte para deshacerse de él.

Convencido de lo infructuoso que sería encarar la guerra revolucionaria yendo por el continente hacia el norte, San Martín se aleja del Ejército del Norte y solicita a Posadas ser designado gobernador de Cuyo. En septiembre de 1814 asumió la gobernación de Cuyo e inició el reclutamiento de hombres para su ejército, liberando a los esclavos de entre 16 y 30 años a condición de que se integren a sus filas. Allí recompone sus energías y demuestra que es capaz de gobernar un territorio haciendo crecer la red de acequias y las distintas actividades económicas al mismo tiempo que impone el compromiso y el sacrificio que requiere la conformación de una fuerza militar.

Mientras Alvear es un militar atolondrado y desconfiado que termina enviando a Manuel García a ofrecer el Río de la Plata a los ingleses, San Martín demuestra su capacidad y su inteligencia a cada paso. La llegada a Cuyo de los patriotas chilenos derrotados en Rancagua será el germen de un conflicto que resolverá con sencillez y maestría. Establece buena relación con Bernardo O´Higgins y, ante los enfrentamientos que tenían con él los hermanos Carrera, decide enviarlos a Buenos Aires, donde rápidamente congenian con Alvear y establecen el objetivo de desgastar a San Martín en Cuyo a como dé lugar. Enterado de ello, San Martín aduce problemas personales para ejercer la gobernación y rápidamente Alvear envía a Gregorio Perdriel en su reemplazo. Se produce entonces una verdadera pueblada que rechaza el reemplazo, San Martín es confirmado en el cargo y sale fortalecido para seguir adelante con sus planes emancipadores.      

Pero en Cuyo hizo algo más. Juan Martín de Pueyrredón estaba desterrado en San Luis y San Martín lo invitó a un encuentro que se habían prometido dos años antes. Tuvieron largas conversaciones en las que San Martín insistió con su idea emancipadora. Pero, ¿de qué le serviría el respaldo de un exiliado? En aquellos tiempos, no eran tantos los protagonistas de la política en la Provincias Unidas y presintió o supo que, tarde o temprano, Pueyrredón sería rehabilitado. Tan valioso fue aquel encuentro que Pueyrredón, ya como Director Supremo, terminaría autorizando su expedición trasandina, a pesar del rechazo de la Logia que él también integraba y de la elite porteña que estaba más preocupada en el enfrentamiento con Artigas que en la Independencia.


Lo que para los pueblos americanos fue una gran noticia, para los unitarios era un dolor de cabeza que los llenaba de recelo y los sumía en la conspiración permanente.


En esos doce años, José de San Martín tuvo sentido estratégico para comprender que la independencia americana estaba por encima de cualquier otra reyerta y demostró capacidad para construir una fuerza militar y para gobernar liderando y haciendo crecer las fuerzas de una comunidad.


San Martín supo forjar una relación de confianza y respeto con Manuel Belgrano, con José Gervasio de Artigas y con los caudillos federales y comprendió la importancia de integrar a los pueblos originarios a la gesta revolucionaria.


Desde su primer encuentro con Bernardino Rivadavia y en las diferencias que a poco de andar surgieron con Alvear, su enfrentamiento con el poder unitario quedó de manifiesto y fue una constante que se extendió no sólo a lo largo de su vida, sino que se proyecta hasta el presente en las disputas por el relato histórico de su tiempo.


Guayaquil es el ejemplo más fuerte de una constante en su vida: sentido estratégico y capacidad de renunciamiento. Su regreso a Chile primero y luego a Mendoza estará signado por el recelo y el hostigamiento de esos enemigos.

 

 “...A mi regreso de Perú establecí mi cuartel general en mi chacra de Mendoza, y para hacer más inexpugnable mi posición, corté toda comunicación (excepto con mi familia), y me proponía en mi atrincheramiento dedicarme a los encantos de una vida agricultora y a la educación de mi hija, pero ¡vanas esperanzas! En medio de esos planes lisonjeros, he aquí que el espantoso “Centinela” (periódico rivadaviano) principia o hostilizarme; sus carnívoras falanges se destacan y bloquean mi pacífico retiro. Entonces fue cuando se me manifestó una verdad que no había previsto a saber: que yo había figurado demasiado en la revolución para que se me dejara vivir tranquilamente”. 

 

“...Mi separación voluntaria del Perú parecía me ponía al cubierto de toda sospecha de ambicionar nada sobre las desunidas Provincias del Plata. Confinado en mi hacienda de Mendoza, y sin más relaciones que algunos vecinos que venían a visitarme, nada de esto bastó para tranquilizar la desconfiada administración de Buenos Aires; ella me cercó de espías; mi correspondencia era abierta con grosería...”.

 

Remedios de Escalada estaba muy enferma y San Martín, en enero de 1823, hace saber al gobierno de Buenos Aires su necesidad de regresar para verla. Bernardino Rivadavia se opone argumentando que no sería seguro. En realidad, Rivadavia y los unitarios eran la razón de esa inseguridad. Querían someterlo a juicio por ir a Chile con el ejército libertador en vez de quedarse a reprimir a los federales, no le perdonaban su buena relación con los caudillos y temían que pudiera asumir el protagonismo de la política en el Río de la Plata.

San Martín se sintió muy dolido de que no le permitieran ver a su esposa, y sabía que el argumento de Rivadavia era una mera excusa. En mayo de ese año se decide a viajar, pero desiste porque se entera de un atentado que preparan en su contra:

“¿Ignora Ud por ventura que en el 23, cuando por ceder a las instancias de mi mujer de venir a Buenos Aires a darle el último adiós, resolví en mayo venir a Buenos Aires, se apostaron en le camino para prenderme como a un facineroso, lo que no realizaron por el piadoso aviso que se me dio por un individuo de la misma administración”.

 

Ese era el tono descarnado en una de sus cartas a Tomás Guido. En octubre de ese mismo año, recibió una carta de Estanislao López, Gobernador de Santa Fe, de manos del Capitán Manuel Guevara.

 “Sé de una manera positiva, por mis agentes en Buenos Aires, que a la llegada de V.E. a esa Capital será mandado a juzgar por el Gobierno en un Consejo de Guerra por los oficiales generales, por haber desobedecido a sus órdenes en 1819, haciendo la gloriosa campaña a Chile, no invadir Santa Fe, y la expedición libertadora al Perú”.

“Para evitar este escándalo inaudito y en manifestación de mi gratitud y la del pueblo que presido, por haberse negado V.E. tan patrióticamente a concurrir a derramar sangre de hermanos con los cuerpos del Ejército de Cuyo, siento el honor de asegurar a V.E. que a su sólo aviso lo esperaré con la Provincia en masa en el Desmochado, para llevarlo en triunfo hasta la Plaza de la Victoria. Si V.E. no aceptara esto, fácil me será hacerlo conducir con seguridad por Entre Ríos, hasta Montevideo”.

Al día siguiente, San Martín recibió la visita del coronel Manuel Olazábal, a quien mostró la carta. “No puedo creer tal proceder en el gran pueblo de Buenos Aires. Iré, pero iré solo, como he cruzado el Pacífico”, le comentó indignado. Días después, envió su respuesta a López. Le agradeció el aviso y el ofrecimiento, aunque no lo aceptó.

Años más tarde, San Martín escribía a Tomás Guido: 

“López en el Rosario me conjuró a que no entrase en la capital argentina; yo creí que era de mi honor el no retroceder y al fin esta arriesgona me salió bien, porque no se metieron con este pobre sacristán”.


De ahí puede deducirse que San Martín y López se encontraron en Rosario. El gobernador de Santa Fe estuvo allí desde el 26 de noviembre hasta el 15 de diciembre de 1823.

En diciembre de ese año, San Martín llegó a Buenos Aires y se hospedó en una quinta de la familia Escalada situada en el antiguo partido de San José de Flores. Remedios había muerto en agosto. El 10 de febrero de 1824 partió junto a su hija rumbo a Europa. 

 

¿El fin de la historia?

   

En estos tiempos de utilización sistemática del poder mediático en la construcción de la opinión pública para deslegitimar liderazgos y representaciones populares, conviene saber que esa metodología viene desde el principio de nuestra historia.

En aquella época no existían las fotocopias para reproducir manuscritos, pero hacía buen rato que se había inventado la  imprenta. A Carlos María de Alvear no le bastaba con cuadernos de anotaciones ocasionales y llegó al extremo de escribir un libro que, presentado  como autobiografía, hacía aparecer a San Martín en primera persona inculpándose de crímenes, robos y corrupciones que nunca había cometido. No disponía de canales de cable, espacios periodísticos televisivos o redes sociales como las actuales para instalarlo, pero difundía sus líbelos y brulotes en los ámbitos políticos y sociales de la época para desacreditar a su cholísimo enemigo.

Luego de años de escuchar en las aulas el relato oficial de la vida de San Martín, quizá muchos tengan la sensación que desde 1824 hasta su muerte en 1850, estuvo sentado en un sillón mirando por la ventana, observando el comportamiento de una mosca, escribiendo cartas para no aburrirse o tratando de formar el carácter de su hija Mercedes.

Sin embargo, así como no se retiró cuando dejó el Ejército del Norte para pasar a la gobernación de Cuyo, tampoco lo hizo cuando se alejó de las hostilidades y disputas internas de la política del Río de la Plata.

Tenía sentido práctico y procuraba ser útil a la causa americana. Llegó a Londres para hacer política con un objetivo central: quebrar el  frente conservador estructurado en torno a la Santa Alianza y lograr el reconocimiento inglés a la independencia sudamericana.

A su vez, beneficiado por la Ley de Olvido, Alvear había logrado volver al ruedo y había conseguido que Martín Rodríguez y Rivadavia lo nombraran a fines de 1823 como enviado diplomático a Inglaterra. ¿Su misión? La misma que se impuso San Martín.

Otra vez el tape en su camino. Ambos asistieron a una cena organizada para celebrar la independencia estadounidense a la que fueron invitados los americanos más reconocidos. Aunque el encuentro no fue más que un mal momento, según el testimonio de su secretario, Tomás de Iriarte, Carlos María de Alvear, a partir de ese momento, dedicó gran parte de sus horas a redactar un panfleto en contra de San Martín, que finalmente sería publicado en 1825 y circularía en Europa y América.

El escrito se presentaba como una supuesta «autobiografía» del Libertador. Vale la pena leerlo para darse una idea del rencor de los enemigos políticos de San Martín y hasta dónde eran capaces de llegar en plan de desprestigiarlo.

La presentación editorial del libelo era muy similar a las que vemos todos los días en los medios cuando presentan informes de supuestos casos de corrupción: 

“Sea o no obra del General San Martín este manuscrito, no es una cuestión que merezca indagarse, lo que sí interesa al lector es la veracidad de los hechos que contiene: ellos son innegables y marcados con caracteres tan exactos, con pruebas tan incontestables que solo la verdad puede producirlas”.

 

Para darle mayor verosimilitud, recomendaba panfletos que Alvear y Carrera habían producido desde una imprenta de Montevideo más otros que habían hecho circular en Chile y Perú, más algunos impresos inexistentes, como cartas personales nunca escritas o un relato falso del encuentro de San Martín con Bolívar. Allí hacía decir a San Martín que había aprendido en España algo terrible:

 “…era un error sacrificarse por el bien de los pueblos, y que era preferible inmolar sus intereses en beneficio del bien privado: esta ha sido mi máxima favorita, de donde han partido mis operaciones como hombre público en América, la he seguido con constancia, y en verdad no he tenido ocasión de arrepentirme”.

 

Luego efectúa un disparatado relato del modo en que San Martín habría resuelto avanzar sobre Perú desde Chile: 

“Mi primera intención cuando llegué a Chile fue abandonar la América, y pasar a Europa a disfrutar de mis riquezas, y a reírme de la estupidez de estos pueblos; pero no podía hacerlo sino fugándome y esto era imposible. O’Higgins y todos los comprometidos no me hubieran dejado salir de otro modo; ellos veían que a pesar de todo solo yo podía intentar el salvarlos. Chile empezaba a conmoverse, la opinión de Carrera crecía a la par de nuestro descrédito: si este se hubiera presentado en Chile en estas circunstancias, nosotros estábamos perdidos. Nos dio tiempo y esta fue mi dicha. En Chile corría peligro si permanecía: calculé que Carrera se presentaría más o menos pronto, y que su presencia sería el término de mí poder, O’Higgins creyó lo mismo, ¿qué hacer en tales circunstancias? Álvarez Jonte nos sacó de apuros. La expedición a Lima, me dijo, es el último recurso que queda; además esta expedición no ofrece los peligros que se creen; dueños del mar, si hallamos grandes obstáculos nos retiraremos, si no triunfaremos, y entonces cuán grande es el campo que se nos va a presentar. Si Carrera se presenta, O’Higgins le saldrá al encuentro; si no puede resistirlo se embarcará para Lima, en donde encontrará asilo; desde allí, después de haber arrojado a los españoles, será fácil volverlo a restablecer en Chile. Desde este momento todo se puso en actividad para emprender esta obra”.

 

También como en nuestros tiempos, Alvear llevaba el ataque a las cuestiones personales y así ponía en su boca estas afirmaciones respecto a Remedios de Escalada:

“Nadie puede imaginarse los malos tratamientos y vejaciones que he hecho experimentar a esta mujer; al fin la eché de mi lado: ella me estorbaba para mis placeres: además yo ya no necesitaba del influjo de sus parientes, y también los conocía: allí al lado de su madre arrastró esta infeliz joven una existencia desgraciada: yo ni allí la dejaba descansar, sabía su enfermedad y multiplicaba mis cartas atroces para abreviar sus días: al fin perece víctima desgraciada de mis furores. En medio de mi opulencia no la asistía con nada, y sus parientes tenían que sostenerla como de limosna. Así pereció”.

 

En su afán por mostrar a San Martín como despiadado, perverso y mujeriego, Alvear termina confirmando en su brulote el permanente sabotaje a que lo habían sometido Rivadavia, Carrera y él cuando organizaba el ejército en Mendoza: 

“Estaba yo organizando el Ejército en Mendoza cuando Zapiola que había entrado en una revolución que meditaban algunos jefes contra mí, los traiciona y me la delata; si por esta infidencia no la hubiera descubierto mis planes eran concluidos porque ella hubiera tenido efecto: este descubrimiento me fue de la mayor utilidad. Tomé medidas; dividí a los jefes entre sí; infundí desconfianzas entre los oficiales; obligaba a los jefes a que los castigasen con rigor para que se hiciesen odiosos y lo mismo con los soldados: yo entonces me presentaba para perdonar; organicé el espionaje en todas las clases del Ejército: y de este modo me aseguré y todo marchó según mis designios. Algunas mujeres me sirvieron muy bien en el ejercicio de este diabólico sistema; les hice el amor, las regalé, y alguna hubo que en Chile me vendió a su propio marido”.

 

¿Por qué tanto esmero en desacreditar a San Martín en 1825, cuando ya ha se ha alejado del Río de la Plata? El brulote que Alvear le adjudica sigue mostrándonos su verdadera preocupación:

“Voy a Europa, y abandono con la rabia en el corazón esta Ciudad de Buenos Aires que detesto, porque es el único obstáculo que encuentro a todos mis proyectos; pero no pierdo la esperanza de tomar algún día de ella una venganza ejemplar. Tiemblen entonces los autores de esa Ley que por mortificarme hicieron pasar en la Sala de Representantes, de que ninguno que no fuese nacido en la Provincia pudiese ser Gobernador: tiemblen también todos los liberales, y todos aquellos que animados de celo por su patria quieran ilustrarla para hacerla feliz”.

 

Lo quieren fuera de escena a como dé lugar: una ley de proscripción, la amenaza de juzgamiento y cárcel, hostigamiento periodístico, difusión de invenciones disparatadas sobre su persona y planificación de atentados contra su vida forman parte del arsenal unitario para poner a San Martín fuera del juego.

 

 

El americano que no pudieron desaparecer

 

El derecho a la identidad ha sido valorado en su real dimensión luego de la tragedia de las desapariciones. Pero al construir su versión de la historia, Bartolomé Mitre fue pionero en suprimir  y desfigurar identidades. Eliminó de la vida de San Martín cualquier dato acerca de su origen y  adulteró u ocultó sus posicionamientos políticos.

“También soy indio”, manifestó San Martín a los pehuenches, pero ni esa afirmación ni la participación de los pueblos originarios en las campañas del Ejército de los Andes existieron para Mitre. Tampoco el respaldo sanmartiniano a la propuesta de Belgrano de entronizar a un inca para unir a los pueblos sudamericanos.


Mitre no lo quería continentalista. Lo prefería contrapuesto a Bolívar y distante del proyecto de integración sudamericana, porque procuraba y protagonizaba una historia distinta para estas tierras.

Cuando los españoles llegaron a América, les recitaban a los pueblos originarios un Requerimiento que no entendían. Tampoco nos contará la historia oficial que San Martín enviaba a las comunidades peruanas proclamas en quichua para que se sumaran a la lucha independentista, que tendrían eco en guerrillas de mestizos e indios.

¿Podía interesarle a Mitre resaltar que como Protector del Perú, San Martín proclamó la libertad de vientres, abolió los tributos y servicios personales de los pueblos originarios, procuró extender la educación respetando las culturas indígenas y protegió los monumentos arqueológicos incaicos? Claro que no. Menos aún, que liberara de cualquier esclavitud a quienes se sumaran a las filas de su ejército, estableciera la ciudadanía americana para los nacidos en cualquier país independizado de España o suscribiera el pacto para la creación de una Confederación con la Gran Colombia.

 Aquel indio de dos mundos, ilustrado y formado militarmente en Europa pero hijo de América, se proclamaba ante todo “del partido americano. No les hubiera servido contar que era un republicano que imaginó una monarquía constitucional para encauzar el caos de la revolución, un liberal que se llevaba bien con los patriotas federales.

La construcción de la realidad desde el poder, que en el presente nos agobia con su su persistente saturación y su falta de escrúpulos, no es un recurso nuevo y viene desde el fondo de la historia.

¿Cómo cerrar estas líneas encontrando las palabras adecuadas para reafirmar de manera indudable lo que se expuso en ellas?

La tarea se facilita porque José de San Martín ya lo hizo. Sería imposible expresarlo mejor que con esta carta escrita por el Libertador el 5 de agosto de 1838 a otro de los blancos predilectos de la historiografía mitrista:

 

Exmo Sr. Capitán general D. Juan Manuel de Rosas.

Grand Bourg, cerca de París, 5 de agosto de 1838

Muy señor mío y respetable general:

Separado voluntariamente de todo mando público el año 1823 y retirado en mi chacra de Mendoza, siguiendo por inclinación una vida retirada, creía que este sistema y más que todo, mi vida pública en el espacio de diez años, me pondrían a cubierto con mis compatriotas de toda idea de ambición a ninguna especie de mando; me equivoqué en mi cálculo –a dos meses de mi llegada a Mendoza, el gobierno que, en aquella época, mandaba en Buenos Aires, no sólo me formó un bloqueo de espías, entre ellos uno de  mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles públicos de su devoción, tratando al mismo tiempo de hacerme sospechoso a los demás gobiernos de las provincias; por otra parte, los de la oposición, hombres a quienes en general no conocía ni aun de vista, hacían circular la absurda idea que mi regreso del Perú no tenía otro objeto que el de derribar a la administración  de Buenos Aires, y para corroborar esta idea mostraban (con una imprudencia poco común) cartas que ellos suponían les escribía. Lo que dejo expuesto me hizo conocer que mi posición era falsa y que, por desgracia mía, yo había figurado demasiado en la guerra de la independencia, para esperar gozar en  mi patria, por entonces, la tranquilidad que tanto apetecía. En estas circunstancia, resolví venir a Europa, esperando que mi  país ofreciese garantía de orden para regresar a él; la época la creí oportuna en el año 29: a mi llegada a Buenos Aires me encontré con la guerra civil; preferí un  nuevo ostracismo a tomar ninguna parte de sus disensiones, pero siempre con la esperanza de morir en su seno.

Desde aquella época, seis años de males no interrumpidos han deteriorado mi constitución, pero no mi moral ni los deseos de ser útil a nuestra patria; me explicaré: 

He visto por los papeles públicos de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país; ignoro los resultados de esta medida; si son los de la guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis circunstancias y la de que no se fuese a creer que me supongo un hombre necesario, hace, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, me pondré en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra, me retiraré a un rincón  -esto es si mi país me ofrece seguridad y orden; de lo contrario, regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis huesos en la patria que me vio nacer.

He aquí, general, el objeto de esta carta. En cualquier de los dos casos -es decir, que mis servicios sean o no aceptados-, yo tendré siempre una completa satisfacción en que usted me crea sinceramente su apasionado servidor y compatriota, que besa su mano, 

José de San Martín

jueves, 6 de agosto de 2020

SOLILOQUIOS


Papá. 
Sólo yo puedo estar junto a papá. 
Tiene 93 años y las mujeres que siempre lo cuidan ya no vienen.
Hablamos, me hace preguntas de mi vida o se queda en silencio mirándome.
Lo paro. Lo llevo al baño. Lo ayudó con su higiene. Le doy de comer. Lo siento frente al ventanal. Le enciendo la TV. Lo acuesto en la madrugada.
No me pesa, no me cansa, no me da impresión hacerlo. Es evidente que ya soy un hombre mayor y él un viejo. Es lo que debo hacer ahora. No hay recuerdo que pueda cambiar eso.

Al día siguiente empieza la fiebre. Se queja del dolor de cabeza. Llamo a los números de emergencia.
Llegan cuando empieza a oscurecer.
Lo revisan, lo interrogan. Por momentos no entiendo qué les responde. Está bien peinado: lo bañé por la tarde para bajarle la fiebre.
"Lo tenemos que internar", me dicen. Y allá vamos.

Una de las mujeres que lo cuidaba dio positivo.Lo más probable es que él también. Ahora estamos en la habitación de un hospital, con un televisor alto y una ventana pequeña.
Tose sin fuerza. Me doy cuenta que le cuesta respirar. 
"Lo vamos a tener que llevar a la terapia", me explican al día siguiente. Me dicen que puedo acompañarlo hasta allí, pero no puedo quedarme. Insisto, pero no.
"¿Y qué le voy a decir? ¿Que me voy, que no volveré y que tendrá que morirse sólo?"
El médico me mira sin responderme. No hay nada que él pueda hacer para ayudarme y sólo aguarda que yo encuentre mi respuesta.
Miro a mi padre y recuerdo el día que me dijo que había muerto nuestro perro. 
"Lo atropelló un auto y ya no lo volveremos a ver. Está muerto". Me lo dijo con serenidad y sin dejar de mirarme. Yo estaba muy triste, pero me hizo sentir bien que me hiciera parte de la verdad.
"Papi, te tengo que saludar", le digo una vez que lo ubican en la UTI
"¿Te vas?"
"Sí, no me dejan quedarme. Quisiera estar a tu lado..."
"No te preocupes. Todas las personas mueren solas."
Otra vez la verdad. Le beso la frente y le acomodo el pelo. Así me saludaba él cada noche. 
Me acerco a la enfermera. Le dejo un celular con un cargador. 
"Tranquilo, lo tendré al tanto", me dice. 
No puedo volver con mi família, no puedo quedarme con.mi padre. Por ahora no tuve síntomas, pero debo permanecer aislado. 
Recuerdo la primera vez que me quedé a dormir en casa de un amigo. Papá tuvo que venir a buscarme en la madrugada. 
"Me duele la panza", mentí aquella vez.
Ojalá encontrara ahora una mentira para permanecer a su lado.

                             ▪☆▪

Soy enfermera.
Un tumor ne hizo dejar el trabajo hace añios. Me llevó bastante tiempo reponerme y después tuve que conformarme con trabajar en seguridad. 
Así hasta que la pandemia me dio la oportunidad de volver a lo mío. Llevo semanas trabajando en la UTI de un hospital.
Tengo fiebre y dolor de cabeza.
Al terminar la guardia pediré que me hisopen.
Supongo que me dará positivo. Pero no pienso protestar diciéndome "por qué siempre a mí". Si me toca, me toca. Sólo tendré que aislarme, recuperarme y volver. Quiero estar acá.
Miro al anciano postrado boca abajo y recuerdo el teléfono que me dejaron. Lo tengo enchufado a la pared, sobre la mesada. Lo tomo y deslizo un dedo por la pantalla. Voy a la aplicación. Elijo el contacto del hijo y escribo.
"Hola. Soy la enfermera".
El tilde celeste se enciende.
Veo que escribe.
No espero a que termine y comienzo a grabarle un audio.

                            ▪☆▪

Me duele la espalda. Adentro, como un estallido, como si tuviese una costilla fisurada. No puedo estar más acostado. Me voy a dar una ducha.
Vino bien el calefón eléctrico que nos trajo el patrón. La verdad que aislarme acá es mejor que irme a casa. Allá somos siete en dos piecitas y una de mis hijas tiene asma. 
Si puedo voy a tratar de terminar ese placard. Trabajar me cansa, pero tampoco puedo estar todo el día tirado. Nos dejaron un mazo de barajas y estuvimos jugando un rato a la noche. Pero truco de a dos, aburre rápido. Lo mismo que el metegol. Se extrañan los partidos del mediodia, la pelota golpeando contra el metal del fondo del arco y el griterío de los muchachos. 
Mal que mal, con la venta virtual, había empezado a moverse y teníamos trabajo. 
Desde que estamos aislados, el taller cambió. Ya no viene el zurdo a charlar y a cebar mate. Si nos contagiamos todos, seguro que el mate tuvo que ver. Y ahora que lo pienso, el patrón nunca tomaba. Zafó, pero parece que se contagió el padre. Esta mierda anda por todos lados.
Está linda el agua. Me hace bien este vaporcito que se junta. Ojalá se me pase de una vez este puto dolor de cabeza.

                              ▪☆▪

Leo. Una amiga comparte la muerte de su padre. Mejor dicho: ahora que su padre ha muerto comparte su vida.
No sabía que ella podía escribir así. Puede que ella tampoco. En estos cinco minutos he descubierto más cosas de su vida que en todos los años que lo conozco.
¿Qué pondría yo si tuviera que contar la vida de mi padre? No sé. Intubado y agonizante, aún sigue. Sé que creció en conventillos y que cazaba pajaritos con red. Que dejó la secundaria porque los amigos también dejaban y prefirió aprender un oficio. Que era decariano y le gustaban Pugliese, Troilo y Piazzolla.
Decariano. El otro día dije esa palabra y me miraron como bicho raro. No importa quién seas o hayas sido, hoy creo que, como Julio De Caro, todo será olvidado.
Sólo hay ahora. Pero tengo ahora porque en mí viaja mi padre. Aquí también sigue respirando.

viernes, 24 de julio de 2020

MIEDO


Cuando los hombres de juliio estaban en círculo
alrededor del cuerpo del anciano
y sus sombras se evitaban en el asfalto
y se acomodaban intranquilos los barbijos.
Cuando oyeron ladridos sobre la losa sin terminar
y una sirena más allá de donde se tuerce la calle,
en una mañana tibia y pagajosa de veredas sin pasto,
hubo algo que se revolvió en su interior
y no lo dejó siquiera pensar en palabras.
Estaba a pleno día detrás de su máscara
empañada por el miedo a la muerte.

sábado, 4 de julio de 2020

LENTEJAS




Decimos lentejas.
Opacidad biconvexa, en puñados o a granel, 
Flores blancas de venas moradas con memoria del sol de la India.
Alguien suelta en la nube de vapor una hoja de laurel y afuera una niña es la primera en llegar a esperar el guiso de arroz, carne y lentejas.
Tecleamos la voz, decimos las letras, hablamos sin vernos y sin embargo, sabemos cómo la lengua va del paladar a los brackets , mientras los labios apenas insinúan su separación biconvexa, para traslucir la opacidad desde la voz en el cuenco de barro o en la cuchara de madera.
Proteínas y fibras. Ácido fólico y selenio. Sobrevivimos a las sequías y las pandemias, seguimos siendo presente desde las palabras que nos reconocen con memoria de semilla.
En el menú de nuestra conversación hoy es día de lentejas.





domingo, 21 de junio de 2020

BELGRANO: MUJERES, AMISTAD Y REVOLUCIÓN


Dicen que en las reuniones sociales era más probable verlo conversando animadamente con mujeres que en aburridas tertulias varoniles.
Habituales son las especulaciones respecto a sus preferencias sexuales, al punto que el historiador Felipe Pigna comenta que la pregunta que más le han hecho respecto a Manuel Belgrano es si era gay.
María Josefa González, Josefa Ezcurra, Dolores Helguero, Isabel Pichegru, María Catalina Echevarría de Vidal  María Remedios del Valle, la mismísima Juana Azurduy y Manuela Mónica del Corazón de Jesús son algunas de las mujeres que destacan con nitidez en su vida.

Mamá
Empecemos por su madre, María Josefa González. No sólo se esmeró en que su hijo recibiera buena educación, sino que cuando el padre de Manuel, Domingo Belgrano y Peri, fue preso acusado de complicidad en la quiebra de un funcionario de la Aduana, se puso la familia al hombro al tiempo que removía cielo y tierra para lograr la liberación de su marido.
Así, desde edad temprana, Belgrano aprendió que una mujer es capaz de tomar el timón en medio de la tormenta y llevar la nave a buen puerto. Tenía bien en claro que no hubiera podido formarse en Salamanca si no hubiera mediado el esfuerzo de ella, lo cual le brindó una dimensión más cabal a las nuevas ideas a las que se asomó en sus estudios respecto de las aptitudes de las mujeres.
Por eso no sorprende que en tiempos virreinales, cuando era Secretario del consulado, reivindicara para ellas el acceso a la educación y su derecho a estudiar en la universidad y al ejercicio de la docencia, aún antes que Buenos Aires tuviera universidad alguna. Para entender que su postura era valiente y de avanzada, basta recordar que pocos años antes, la Revolución Francesa había guillotinado a quien osó reclamar que los Derechos del Hombre se hicieran extensivos a las mujeres. Igualdad, libertad y fraternidad, sólo para varones. Pero Belgrano tenía una revolución más amplia en su cabeza.

Costureras y guerreras
María Catalina Echavarría de Vidal es recordada por haber sido la mujer a quien Belgrano encomendó la confección de la primera bandera patria. Se lo solicitó personalmente y luego la invitó a participar de la jura, cuando era inusual que una mujer formará parte de un acto militar de esas características.
Pero no sólo convocó a las mujeres a tareas auxiliares. También las incorporó a la lucha por la independencia promoviendo su participación en el combate y otorgándoles puestos de mando.
María Remedios del Valle, una negra que luchó en el Ejército del Norte, fue nombrada capitana y luego llegó al rango de sargento mayor.  No fue un caso aislado, ya que Belgrano incorporó en ese ejército a 120 mujeres, que lucharon contra los realistas en la Batalla de Tucumán.
Si María Remedios era negra, Juana Azurduy era indígena y en reconocimiento a su lucha Belgrano le obsequió su sable y le otorgó el grado de teniente coronel.

Pepa y Dolores
María Josefa “Pepa” Ezcurra y Manuel Belgrano se conocieron en 1800, poco después que Belgrano volviera de España. Él ya tenía 30 años, ella apenas quince. Empezaron a estar juntos dos años después, pero el padre de la muchacha no quería que se casara con él.
Algunos historiadores lo atribuyen a que Belgrano no pertenecía al mismo nivel social, pero Daniel Balmaceda recuerda que el creador de la bandera había regresado de Europa padeciendo sífilis y Juan Ignacio de Ezcurra, padre de Josefa, lo sabía, porque era el síndico procurador del consulado y recibía los informes médicos de la salud de Belgrano.
Casó a Josefa con su primo, Juan Esteban Ezcurra, quien en 1810 volvió a España. Allí fue que Josefa y Manuel reanudaron su relación en la clandestinidad y sin papeles.
Cuando Belgrano debió hacerse cargo del Ejército del Norte, ella decidió acompañarlo. Manuel y Josefa estuvieron juntos en el norte cerca de ocho meses, durante los cuales compartieron acontecimientos como el éxodo jujeño y la batalla de Tucumán.
Cuando se supo embarazada, Pepa regresó a Buenos Aires, donde nació Pedro Pablo, el hijo que Belgrano jamás reconoció. El niño fue adoptado por Encarnación (hermana de Josefa) y Juan Manuel de Rosas.
Joserá asumió el rol de tía y recién a los 24 años, muerto su padre, el muchacho supo la verdadera historia.
En Buenos Aires, Josefa siguió siendo una mujer activa y acompañó a Rosas en su gobierno. Vale recordar que don Juan Manuel, defensor de nuestra soberanía, no sólo supo asumir la paternidad de la hija de Belgrano, sino también la de Mariano Rosas, el joven cacique que se formaría en su estancia, pero luego lo abandonaría para regresar junto a su pueblo y asumir el liderazgo ranquel bajo su verdadero nombre: Panghitruz Güer.
Dolores Helguero fue la mujer de sus últimos años. La conoció en Tucumán el 9 de julio de 1816, en el baile de celebración de la Independencia. Él ya tenía 46, ella apenas 18. Su padre la había casado con un hombre que la abandonó. Quedaron prendados en aquel festejo y así Belgrano inició con ella una nueva relación clandestina.
El 4 de mayo de 1819 nacería Manuela Mónica del Corazón de Jesús.  Belgrano recién conoció a su hija en septiembre, cuando pidió licencia a causa de su hidropesía.
Tampoco reconoció a Manuela, aunque se proclamó su padrino, solía preocuparse por la marcha de su crianza y la incluyó en su testamento.
Si en nuestros tiempos el no reconocimiento de una hija y un hijo habla de una persona que no se hace cargo de su responsabilidad, en aquel contexto social la situación era más compleja y puede entenderse también como una manera de no afectar el buen nombre de sus mujeres con la asunción pública de una relación clandestina. Debate más arduo es la ausencia de los padres embarcados en luchas revolucionarias.

La impostora
Pero después de Josefa y antes de Dolores hubo otra mujer. En su viaje diplomático a Europa, Belgrano conoció a Isabel Pichegru, una mujer osada y seductora que se atrevió a hacerse pasar por sobrina del general Pichegru en el círculo de franceses emigrados.
A decir de Paul Groussac, Belgrano y Pichegru tuvieron una relación tormentosa y apasionada. Al parecer la audacia provocativa de aquella mujer despertó su atención de inmediato y ella encontró conveniente y atractivo a aquel diplomático y militar de las luchas de independencia sudamericana, elegante y afable con las mujeres.
Lo dejó cuando tuvo oportunidad de volver a París, luego de la caída de Napoleón. Montada sobre su engaño organizó un homenaje al general Pichegru, se atrevió a sostener que en realidad era su hija y no su sobrina y hasta consiguió que Luis XVIII le concediera una pensión en tal condición. Pero luego sería descubierta, denunciada públicamente y despojada de la pensión.
En ese clima adverso, decidió viajar al Río de la Plata al encuentro de Belgrano. Cuando llegó a Buenos Aires, él ya estaba en Tucumán y ella prefirió no alejarse de las comodidades de la capital. Se alojó frente a la Catedral y si en los primeros tiempos sus excentricidades y mentiras causaban curiosidad, con el tiempo fue generando fastidio. Terminó por quedarse sin amigos cuando Pueyrredón mandó a fusilar a los franceses Robert y Lagrese, acusados de sedición.
Le conceden un pasaporte para librarse de ella y en julio de 1819 embarca rumbo a Montevideo, desde donde escribe a Belgrano una extensa carta que no se sabe si él alguna vez leyó. Para ese entonces ya había sido padre de Manuela, se habían agravado sus problemas de salud y desde la llegada de Pichegru, tuvo el tino o la fortuna de no encontrarse nunca con ella en estas tierras.

A ninguna su corazón
Dejaríamos este rompecabezas sin una de sus piezas si omitiéramos una carta que Belgrano escribió a Güemes en diciembre de 1817. De la carta suele resaltarse la siguiente frase:
“Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.
La afirmación despierta reacciones y suspicacias diversas. El hombre que más había hecho por los derechos de las mujeres y sabía sentirse a gusto con ellas, las mencionaba como pobres víctimas de su engaño y sostenía que jamás había entregado el corazón a ninguna. 
¿Cómo concebía Belgrano su relación de amistad con Güemes? 
¿Era homosexual y le estaba tirando onda?
¿Había misoginia en aquel hombre al que el Manco Paz describía como un atildado dandy?
Antes de hacerse los rulos con cualquiera de estas preguntas, resulta conveniente devolver la frase al contexto de la carta en que fue escrita:

“...Ahora quiero yo quejarme de Ud. con Ud. mismo. ¿Con qué razón, o por qué me ofende Ud. diciéndome “parece que se desconfía de mí”? No sea Ud. injusto compañero mío con su mejor amigo: la retirada de Madrid no proviene de un chisme, ni de demonio alguno que no tiene entrada conmigo; proviene de que no tengo caballos ni mulas que enviarle, de que las espadas no están concluidas, de que no hay cómo enviarle sobre doscientas monturas que necesita, de la falta de armamento de que se me queja y de la escasez de numerario en que me veo... Persuádase Ud. de que hablo con franqueza y le he de hablar siempre aunque Ud. no me quiera oír, debe Ud. haberlo visto en mi correspondencia. Lo que hiciere mal, según mi concepto, valga lo que valiere, se lo he de decir, no sólo por la causa común sino porque tengo interés en que Ud. salga con honor y brillo; yo he procurado dar a Ud. opinión en todas las provincias y fuera de ellas y es visto que me he comprometido a favor de Ud. porque lo he creído de justicia. Acuérdese Ud. de lo que le dije en el balcón del cuarto de Gurruchaga de lo que se decía sobre nuestras conferencias que todos ignoraban, y, a decir verdad, las ignoran, menos el Supremo Director que es amigo nuestro. Yo no creo que Ud. trate de engañarme, ni yo creo que Ud. se piense que yo trato de engañarlo: fuera de nosotros desconfianzas mutuas; la amistad que nos profesamos no puede reinar así. Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.

Güemes le había manifestado en una carta del 27 de noviembre su desazón por rumores que se habían esparcido luego que Belgrano enviara al oficial Madrid al noreste:

“...Halla Ud. en su conciencia, el más leve rastro o indicio en que se apoye tan horrorosa falsedad? ¿Es éste el pago que da a mis servicios? Válgame Dios, compañero amado; estoy fuera de mí y no sé qué partido tomar... ¿Qué monstruo ha abortado este infernal bostezo? No nos cansemos compañero mío. Esta es la peor y más sangrienta guerra que nos devora... …Esta es la ocurrencia que hizo variar nuestros planes, y esta es la única esperanza que tienen aquellos para sojuzgarnos: la guerra intestina; porque conocen nuestra debilidad y porque saben que no castigamos los delitos, ni premiamos la virtud. No me niegue Ud. que somos tanto o más bárbaros que ellos”.

“Compañero amado”, escribía Güemes, e imagino que eso no generó que pregunten a Felipe Pigna si era gay, como sí lo hacen con el creador de nuestra bandera. La lucha por la independencia era la preocupación principal de Belgrano y tenía plena conciencia que sostener a Güemes en el norte era fundamental. Ésta, como la casi totalidad de las cartas de Belgrano en esos tiempos, tiene a la guerra revolucionaria como su preocupación fundamental. No hay en su vida pasión alguna que no se subordine a ese desvelo. 
¿Logró amar a las mujeres?
¿Hay manera de develar sus sentimientos íntimos hacia Josefa o Dolores?
¿Alcanza extractar una frase de una carta para suponerlo mintiendo un amor que no sentía?
Partamos de una certeza: a ninguna quiso tanto como para preferirla a la Revolución, que también lo mantuvo ajeno y distante de Pedro Pablo y de Manuela.
Pero con ellas aprendió, creció y compartió pasión y lucha.
Alguna vez señaló:
“El sexo femenino, sexo en este país, desgraciado, expuesto a la miseria y desnudez, a los horrores del hambre y estragos de las enfermedades que de ella se originan, expuesto a la prostitución, de donde resultan tantos males a la sociedad, tanto por servir de impedimento al matrimonio, como por los funestos efectos con que castiga la naturaleza este vicio, expuesto a tener que andar mendigando de puerta en puerta un pedazo de pan para su sustento”.
Las oyó, disfrutó su compañía, las sumó a la lucha y las tuvo en cuenta. Comprendió sus padecimientos, valoró sus aptitudes y reivindicó con valentía sus derechos, fueran negras, indígenas o criollas.
Quizá desde esa época y por varias décadas más, nadie fue capaz de un amor tan concreto como el que Belgrano tuvo por las mujeres.

Amor revolucionario
En sus cartas, Belgrano y Güemes varias veces afirmaron que su amistad perduraría más allá de la muerte.
La magnitud de sus contratiempos y los quebrantos de salud hacían que para ambos la muerte apareciera como una posibilidad cada vez más cercana.
Manuel Belgrano moriría el 20 de junio en Buenos Aires, luego de un penoso viaje desde Tucumán, previo al cual, a consecuencia de esas conspiraciones y peleas internas, llegaron a encarcelarlo y a ponerle grilletes.
Martín Miguel de Güemes moriría el  7 de julio de 1821, luego que los que huyeron al Alto Perú, aliados con los realistas, lo sorprendieran e hirieran diez días antes.
Belgrano y Güemes, como San Martín, libraron sus luchas en un contexto de incomprensión, respaldos retaceados, falta de recursos,  hostigamientos y traiciones. Nueve días después que Belgrano escribiera la carta a Güemes, San Martín iniciaba el cruce de los Andes. Las cartas entre ellos son el hilván de una amistad que fue determinante para que hoy podamos seguir llamándonos patria. Nos toca decidir en este presente si queremos que el legado de su amistad y su lucha siga vivo más allá de la muerte.

lunes, 11 de mayo de 2020

MARA Y LA LIEBRE


Mara quedó acurrucada en un rincón de la casita del árbol y sólo salió cuando los resplandores de la ambulancia y los patrulleros se apagaron en la distancia.
Se llevaron a Leandro por la misma diagonal de arena por la que ella había llegado con él diez días antes. La había invitado a compartir su vida junto al mar y en un suspiro se quedaba sola en una casa de en un país que no conocía.
La ambulancia y los patrulleros habían llegado a la casa  con la sirena encendida. Se detuvieron frente a la puerta y bajaron como si fueran una unidad especial de rescate. Parecían astronautas con sus trajes y sus escafandras. Ella espiaba por una hendija sin poder distinguir con claridad ningún rostro.
Tres personas con trajes especiales bajaron con mochilas rociadoras y comenzaron a desinfectar la galería y la entrada de la casa antes de atravesar la puerta. Los camilleros y una médica esperaban en la puerta junto a los policías.
-Está acostado en su cama- dijo uno de los hombres. Pueden pasar. No se lo ve bien.
Siguieron fumigando dentro y fuera de la casa. Temió que se acercaran a la casita y se acurrucó en un rincón. Segundos después, rociaban su escondite por fuera y por dentro sin verla. Aguantó la respiración para no toser.
Se alejaron y luego vio como sacaban a Leandro en camilla.
-¿Por qué? - gritó desesperado. El reproche era para ella. Sabía que no tenía sentido salir de su escondite, pero se sentía una traidora.



- - -


-¿Me amas?
-Nadie se enamora dos veces.
-Maldito perro.
Él la miraba y sonreía.
-Te burlas de mí.
Entonces se ponía serio y se quedaba en silencio.
-Qué.
-Nada.
-Azaroso, habla.
-Nada.
-Habla o te golpeo -dijo mostrándole su puño.
Leandro tomó su mano, la puso bajo su mentón y le habló sin quitarle la vista de los ojos.
-No insistas, no lo arruines. Nunca podré amar a nadie más.
No pudo dormir esa noche. Se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad, pensando que ese hombre le había dicho una verdad inexpugnable.
Aquel amor era invencible. Había estado cuando correspondía. Era imposible competir contra alguien que ya no estaba.
Al día siguiente se largó del hotel sin avisarle y se tomó dos guaguas para volver a su casa.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó su madre.
-Nada- respondió y no dijo más.
A la noche salió al balcón a hablar con su tía. Le llevaba tres años y crecieron como hermanas. Era su protectora y su confidente. Todo lo que no podía compartir con su madre, podía hablarlo con ella.
Su tía la escuchó, la consoló, soltó una maldición y le pidió que tuviera paciencia.
-Quizá lo dijo para ponerte a prueba.
-No. Si lo hubieras visto sabrías que no mentía.
Entonces su madre irrumpió en el balcón hecha una furia.
-¿Qué tienes tú en la cabeza? ¿Desde cuándo es tan importante una palabra? ¿Te trata bien? Te cuida? ¿Te respeta? Te zinga bien? ¿Te quiere a su lado?
-Sí.
-Y entonces, ¿qué coño importa si dice o no dice que te ama? ¿Acaso crees que encontrarás alguien así en estas calles? ¿Quieres uno como tu padre acaso? Lárgate de aquí y vuelve con ese hombre.
Cuando regresó, él la recibió con una sonrisa hospitalaria, sin mencionar siquiera la discusión. Ella tampoco volvió sobre el tema. Era como si nunca hubiera sucedido.
-Ya me mostrarás tú cómo es Argentina- dijo y tiró sus dos bolsos en el sillón.
  
- - -

Habían llegado a la casa del bosque por la noche. Bajaron los bolsos, comieron unas empanadas que habían comprado en la ruta y se fueron a la cama.
-Estoy cansado -dijo.
Ella lo desnudó y le hizo el amor bien despacito, como si fuera un ángel que apenas pesaba sobre su pelvis.
-Tiene sueño, papi.
Sonrió y entrecerró los ojos. Le pasó la mano tras el cuello, acomodó su cabeza en su hombro y soltó en ella las energías que le quedaban. Hacía calor y se durmieron sin cobija. Al día siguiente, la despertó bien temprano y la llevó a conocer su mar. Se metieron corriendo al agua y pasaron la segunda rompiente para quedarse jugando en el lomo de las olas.
Luego caminaron hasta un barco que recién regresaba de su excursión de pesca.
Leandro sacó dinero de una de sus zapatillas y eligió una corvina para asarla.
-Compra dos o tres de esos pequeños que te los preparo con arroz y frijoles- pidió ella.
Volvieron por la orilla dibujando huellas de espuma.
- Es lindo tu mar.
-Aquí es más frío y ventoso que en la isla.
- Me gusta… ¡Casi como tú! ¿Quién limpiará esos peces?
-Tu qué crees...
-Que después podríamos darnos una rica ducha.
Esa noche empezó la fiebre. Se miraron sin decir palabras del virus, pero sintieron el mismo miedo.
Cuando ella despertó recién amanecía y el tosía en el baño.
-¿Como tú ta?
- No tenés que dormir más conmigo. Ni acercarte.
-¿Por qué?
-Sabemos por qué...
-¿Llamamos al médico?
- No.
-¡Sí!
-Si es sólo tos y un poco de fiebre, no es necesario. Y si es el virus, no pueden hacer nada. No hay tratamiento ni vacuna.
-Ah, pero tú sabes más que ellos...
-Esto es nuevo y todos sabemos más o menos lo mismo.
No insistió. Él se sentó en la cama con su teléfono y le pidió que limpiara los pisos y sanitarios con agua y lavandina y que rociara todos los objetos con alcohol.
Tenían dos recipientes de alcohol en gel.
-Uno para cada uno- sonrió ella y se lo arrojó desde la puerta de la habitación.
Leandro estableció allí su cuartel general y sólo salía para ir al baño. Como la habitación estaba en una esquina de la casa, tenía dos ventanas. Una daba a la calle de arena. La otra al bosque. Era todo el mundo que quería ver. La fiebre bajó un poco, pero la tos seguía. A veces maldecía por el dolor de cabeza. Pero no descansaba. Al tercer día de encierro, estaba seguro que tenía el virus y tenía muy en claro su plan. Se lo pasaba leyendo acerca de nuevas investigaciones y detectando como recibir a domicilio desde un sachet de leche hasta un nebulizador.
Ella tenía prohibido salir.
-Por más que no tengas síntomas, puedes tener el virus y es peligroso que te cruces con gente. Además, no debes llamar la atención. Nadie debe saber que estás aquí.
-No llamaría la atención sólo por hacer unas compras.
-¿Qué tú no llamas la atención? No me pareció así la primera vez que te vi.
No podía olvidar aquella tarde. Él la vio y ella le sostuvo un instante la mirada y luego bajó la vista.
Ella creía que ese instante fue amor. Pero él estaba tan convencido que nunca volvería a enamorarse que Mara no quiso recordárselo.
Salió malhumorada por la puerta de la cocina y al alzar la vista se encontró frente a frente con una liebre que la miraba desde el jardín. Estaba junto al cerco, a seis pasos de ella, inmóvil con sus orejas erguidas.
-¿Qué haces aquí?-  
Se rió de su propia pregunta. "Parece más para mí que para la liebre". Metió la mano en el bolsillo con sigilo, tomó el teléfono e intentó una foto. Cuando buscó ver la imagen, sólo estaban en el cuadro las patas traseras de la liebre.
El cuarto día recibieron un pedido de alimentos.
-Ya está pago. No tengas contacto con quienes hagan la entrega. Ya pedí que lo dejen en la entrada y ya.
Así fue. Una camioneta se detuvo frente a la casa, el conductor descargó varios bultos que acomodó junto al portón de madera, echó un vistazo a su teléfono y se marchó.
Así las cosas. En los tiempos de pedir a domicilio por comodidad, de pronto había que hacerlo por obligación y hasta saludarse era un riesgo.
Él estaba dormido, pero ella igual cumplió con rigor la ceremonia y roció con alcohol toda la mercadería. Se lavó las manos y se quedó sentada en un sillón de la cocina, ajena a sus ojos y a sus pensamientos, que pasaban demasiado veloces como para que pudiera detenerlos o recordarlos. La tarde comenzaba a esfumarse y estuvo una larga hora en la oscuridad, quieta y en silencio.
Las ganas de orinar la trajeron de vuelta a su cuerpo, le hicieron recordar sus piernas adormecidas, moverlas para deshacer los pinchazos, ponerse de pie y caminar hacia el baño con sus pasos apenas insinuados en el resplandor tímido de una hebra de luna.
Luego se asomó a la habitación.
-Leandro- dijo con timidez. Al ver que no respondía decidió no insistir.
"Necesita dormir" -pensó-. Era un rato de calma entre la fiebre, la tos y el miedo. Tomó una manta, se acostó en un sillón tan largo como ella y se durmió.

- - -

Los carros pasaban veloces y su hermana, acostada boca arriba sobre el asfalto de la Kennedy, gritaba su nombre.
“Es un sueño. Tengo que despertarme", Quiso mover la mano, abrir la boca. Pero no podía. Una guagua pasó sobre la muchacha. Respiró profundo como si hubiera estado asfixiándose y abrió los ojos.
-¡Mara! ¡Por favor!
Leandro gritaba desesperado desde la habitación.
Se paró en la puerta asustada.
-Preparame la nebu. Me quedé sin solución.
Se puso el barbijo y los guantes. Buscó otro frasco de solución fisiológica en el botiquín y llenó la cazuela por la mitad. Enroscó la tapa, colocó la máscara y conectó la manguera. Él se colocó la máscara, cerró los ojos e intentó calmarse. Un acceso de tos sobrevino y se quitó el nebulizador para escupir sangre en el balde. Siguió tosiendo hasta quedarse sin fuerzas. Luego se sentó al borde de la cama y volvió a colocarse la máscara.
Se quejaba a gritos del dolor, maldecía, lloraba, escupía con sangre y en las últimas horas la dificultad para respirar se volvió desesperante.
-Leandro, no puedes seguir aquí, tenemos que llamar al médico.
-Una vez que te internan, empezás a estar más muerto que vivo. ¿Supiste de alguien de más de 50 que saliera del respirador? Para mí que la gran mayoría se termina muriendo.
Le explicaba que no era así, pero estaba empecinado en arreglarse sólo. Había decidido ser su propio médico. Tenía un nebulizador y había seguido todas las noticias de tratamientos para el virus. Las encontraba en el teléfono y las leía y guardaba en su computadora. Se concentraba en los tratamientos.
-¿Saldrá la vacuna?- preguntaba ella esperanzada.
-Yo ya llego tarde a la vacuna- respondía él con amargura y seguía investigando. Era amigo de un médico cubano y no paraba de hacerle preguntas por whatsapp.
-¿Qué, también trajiste un médico de Cuba? -bromeaba ella.
-No, éste vino solito. Y no es gusano.
A Leandro le llevó una hora de discusión que Elio entendiera que nunca llamaría a la emergencia. En el teléfono quedaron los audios con los consejos de su amigo.
A las nebulizaciones y el paracetamol, les sumó Heparina, ácido fólico, ácido ascórbico... También tPA, que reservaba para cuando llegaran los momentos críticos, mientras seguía investigando la dosis conveniente.
Fue cuando entró en crisis, luego de toser sangre, que pidió a Mara que le inyectara el anticoagulante.
-En la panza- le dijo.
Ella lo inyectó sin vacilar, le frotó la piel con algodón y alcohol y luego cumplió la orden de salir de la habitación a lavarse las manos y cambiarse de ropa. Prefirió no tomar un baño, por temor a que él empeorara muy rápido.
Fueron tres días de tos espantosa.
Luego de seguir escuchando sus quejidos desesperados no soportó más y llamó al número de emergencias desde su teléfono.
-Hay un hombre sólo encerrado en su casa en la costa con síntomas de coronavirus. Está muy grave, pero se niega a ir al médico.
Luego de la denuncia, guardó sus pertenencias en el galponcito de las herramientas y se escondió en la casita del árbol que estaba en el terreno lindero. No quería que se la llevaran internada. Mulata y extranjera, no quiso averiguar que harían con ella. Llevaba siete días cuidándolo. Él vigilaba con obsesión que ella no hiciera nada que pudiera contagiarla. Ya llevaban diez días juntos en la casa. Lo mejor que podía hacer era esperar escondida que se lo llevaran.

- - -

Volvió a la casa y cerró su habitación. Pasé un trapo con lavandina en el suelo y roció la puerta con alcohol. Pasó alcohol en gel por la manija de la puerta y luego siguió con una limpieza a fondo en el baño. Luego el resto de la casa, como si no hubiera otra cosa para hacer en la vida que limpiar. Cuando ya no quedaba rincón si trapear ni mueble sin rociar, llenó un lavarropas y se quedó sentada en el lavadero junto al artefacto. Afuera había sol y el lugar se mantenía cálido con su techo de placas transparentes y bajas. Alzó la vista y vio los pasos apurados de una calandria entre las hebras de pinocha.
Era extraño. En la casa tenía miedo pero en ese lugar sentía una gran calma, como si el lavarropas pudiera seguir meciendo su carga por horas con ella a su lado sin que nada ni nadie pudiera perturbarla.
Cenó temprano. Cuándo le vino el sueño, tomó una colchoneta y una manta y decidió dormir en la casita del árbol. No quería que la sorprendieran.
La despertaron temprano los pájaros. Fue hasta la cocina y desayunó. Revisó su teléfono. Ningún mensaje. Estaba sola, no sabía qué sucedía con él y el resto del mundo parecía no existir.
Estaba sola, sin poder moverse de allí y a la vez temerosa de que vinieran a buscarla. Al mediodía sacó la ollita de la heladera y calentó los pescaditos con arroz y lentejas que había preparado. Al menos no había perdido el apetito.
Por la tarde se animó a sentarse en la galería, mirando hacia la calle desierta. Un niño pasó andando a caballo. La miró y alzó su mano. Le devolvió el saludo.
Tampoco durmió en la casa esa noche. No podía hacer gran cosa, excepto dormir, mirar los pájaros y los perros y dejar que el tiempo pase. No se bañaba y llevaba siempre la misma ropa. Seguía sin novedades de Leandro y sólo podía esperar.
Al tercer día se animó a entrar en la habitación. Guantes, barbijo, rociado de alcohol y un balde de agua con lavandina fueron sus armas. Abrió las ventanas de par en par, retiró sábanas y prendas de vestir y roció hasta el último objeto. Paró el colchón contra la pared, luego se quitó el pequeño vestido y se dio una ducha.
Sintió deseos de ir al mar. Pero no debía, no sería bueno que la vieran. Revisó en la biblioteca, tomó un libro, se sentó junto al pino bajo el sol y comenzó a leer.
"Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo".
-Un día del mundo- Siguió adelante con la lectura, pero luego de unas pocas líneas se durmió recostada contra el tronco y soñó.

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Despertó cuando el sol se iba. Se desperezó y antes de ponerse de pie, reencontró unos ojos. Entre el cerco y la parrilla, asomada detrás del jazmín, la liebre la miraba, como si estuviera tratando de decidir si podía confiar en ella.
-Cómo tú ta...
La liebre movió la trompa y alzó las manos. Luego bajó las orejas y caminó hacia el cerco. Un lebrato apareció detrás del jazmín siguiéndola. Mara esperó a que se perdieran de vista para ponerse de pie. Esta vez no intentó una foto. Entró a la casa y se sentó en la cocina. Se dejó ganar por la oscuridad y el silencio, pero luego de un rato comenzaron a pesarle demasiado. Encendió la luz y la TV y comenzó a preparar algo de comer.
Cenó con las noticias de fondo y la mano izquierda libre para mirar el celular. Revisó los sitios locales y no reportaban ninguna muerte: un alivio efímero para su incertidumbre.
Luego miró una película. Una joven hipoacúsica y solitaria conseguía un trabajo como enfermera en una plataforma petrolífera en alta mar, para cuidar a un trabajador accidentado que había perdido temporalmente la visión.
"Y yo aquí en mi plataforma", pensó entre lágrimas. El final de la película le gustó, pero al instante estalló de angustia. "¿Acaso vendrá él alguna vez a buscarme?"
Maldijo su suerte, apagó la TV y salió de la casa. Se paró en la calle desierta y miró hacia el este. Comenzó a caminar y no se detuvo hasta llegar a la costa. No sé cruzó con nadie ni temió a la oscuridad. Trepó al médano y la detuvo el asombro al ver el verde fluorescente de las olas al romper. Bajó hasta la arena húmeda. El agua le mojó los pies y sin pensarlo caminó hacia el sur encendida de mar.
Al volver decidió dormir en la casa. Cerró las puertas y apagó las luces. Entró en la habitación, bajó el colchón y cerró la cortina de la ventana. Luego puso sábanas limpias y se sentó en la cama.
Abrió el cajón de la mesa de luz y encontró la billetera de Leandro con sus tarjetas. Él había pensado en todo y cuando empezó a sentirse muy mal le envió todas sus contraseñas en un mensaje.
"Ya no me necesitas", bromeó mientras tosía.
Ahora ella tenía todo. Su cama, su casa, sus tarjetas, su ropa. Pero no sabía si volvería y lo necesitaba más que nunca.