miércoles, 28 de abril de 2010

¡Te mato!


-¡Te mato!
Felipe me apunta con el serrucho de plástico de su cajita de herramientas.
-¡Te mato!
Hace días que juega a disparar y matar inventando revólveres. Nos amenaza con risa nerviosa, nos mira y espera nuestra reacción. Nos desafía.
No hay armas de fuego ni soldados entre sus juguetes. Pero él las inventa.
¿Por qué? Hay dos razones posibles. Lo aprende con sus compañeritos del jardín o trata de repetir algo de lo que vio el día que entraron ladrones en casa amenazándonos con un arma.
Más de una vez intenté interrogarlo. Pero no logré sacarlo del juego.
-¡Te mato!
Le faltan 4 meses para cumplir tres años y son sus primeros escarceos con la idea de la muerte.
Hace unos días dijo algo más, en la comisaría. Yo necesitaba ampliar la denuncia por el robo del auto y estuvimos un rato largo esperando en el hall. Entraban y salían policías. Felipe me avisaba cada vez que llegaba o se iba un patrullero. En un momento sacaron un preso esposado de la zona de calabozos, lo llevaron hasta alguna de las oficinas. Luego lo trajeron de vuelta y lo dejaron parado frente a la puerta por la que lo vimos entrar. Allí estuvo unos instantes, apenas erguido en su delgadez, de espaldas a la calle y a nosotros, solo. Lo volvieron a encerrar, entraron y salieron otros policías, una oficial nos preguntó si ya estábamos atendidos, Felipe me señaló la partida de otro patrullero, dos hombres aguardaban novedades de la moto que les habían robado un rato antes.
-¿Papá, nos van a matar?
-¿Eh?
Le pasé la mano por la cabeza y le pregunté cómo se le ocurría. Comencé a explicarle que los policías estaban para cuidarnos y no para matarnos, aunque la convicción se me esfumaba a medida que me oía. Dejé trunca la explicación con un abrazo.
-Nadie, nadie va a matarnos.
Otra vez su curiosidad asomada a la muerte. Mi amigo Marcelo dice que la muerte no es un problema. Lo aprendió hace una década, cuando estudiaba en la Universidad, y disfrutaba explicarnos una y otra vez que no puede ser un problema porque no tiene solución. Albert Camus no pensaba como él, aunque su solución no era más que una suerte de ventilación de la vida. La muerte establece el sinsentido del universo, convierte al hombre en un extranjero, un extraño, que desde el sentimiento de lo absurdo es el único llamado a buscar ese sentido moviéndose sin parar, combatiendo la peste. Por otros arrabales pero con similar lógica anduvo Bukowski, quien advirtió que todo lo que nos mueve está determinado por la presencia de la muerte. Pero Felipe es un niño menor de tres años y a su edad la muerte se percibe como algo que se puede cambiar, que es posible que el niño que hoy muere en el patio mañana estará con él en la sala almorzando. No concibe el concepto de nunca más o de siempre. Tal vez no esté tan errado y la lógica del niño esté más cercana a la verdad que la que creemos evidente. Puede que lo de Camus y Bukowski haya sido un desesperado esfuerzo para seguir pensando como niños.
-¡Te mato!- repite Felipe y da dos pasos atrás. Llevo a Juanita en brazos. -¡Acostate en el suelo!-, me dice con sus medias palabras señalando el lugar en que los ladrones nos obligaron a acostarnos boca abajo aquella noche mientras nos amenazaban con un revólver.
-¡Juanita, vos también acostate!-. Se inclina, señala el lugar donde pretende que nos pongamos.
Estoy parado frente a él, de espaldas a la cocina. Me quedo mirándolo. Por un instante pienso en acostarme en el suelo para ver hasta donde llega. Dejo a Juanita en su sillita y vuelvo a él. Lo alzo en brazos y lo siento a mi lado en el sillón. Está en silencio.
-¿Querés que me acueste en el suelo? ¿Como los chicos que nos robaron?
-Sí- responde con la mirada perdida en el televisor apagado.
No sé muy bien que significa para él la muerte, pero no hay duda que lo tiene preocupado.
-No va a pasar nada malo, Feli, no hay que matar a nadie y nadie va a venir a matarnos.

Nos quedamos sentados en silencio, tomados de la mano.
-A comer- llama Mariana desde la cocina.
-Vamos, papá.
-Te quiero mucho, Felipe.
-Te quiero mucho, papito.
Se va corriendo a la cocina y me quedo sentado en el sillón. Miro hacia un costado, hacia donde nos quiso hacer acostar, el lugar que eligió para representar su preocupación, su escenario. “El escenario es el lugar donde soy más feliz”, dice María enamorada de las tablas. Felipe montó su obra y terminé de entender por qué nunca va a morir el teatro. Al animal político, al que ríe, al del pulgar opuesto, también lo define representar y representarse. Actores y actrices desde la infancia temprana. Sigo sentado en el sillón y ya no queda en la sala otro espectador.
“Te mato, dame toda la plata o te mato”. Por un momento vuelven los ladrones. Uno me apunta, el otro protesta. La chica sube la escalera con Juanita en brazos. Alzo la vista. Sigo sin poder acordarme de su cara. Se cruza con mi amigo Marcelo, que se detiene detrás de ella y repite su parlamento: “la muerte no es un problema porque no tiene solución”. El absurdo entra por la puerta principal: es Camus sobre su moto. Me ve acostado en el suelo, intenta esquivarme. Rueda y queda tendido en el suelo. Ya no respira. A un costado queda su alforja con sus últimos escritos. Chinasky llega desde la cocina agitando una botella casi vacía. Avanza decidido a golpear al muchacho del revólver y no habrá dios que lo detenga. Temo en qué pueda terminar este sueño. Muevo la cabeza, miro hacia la TV y me pongo de pie. Ya se han esfumado Camus, Chinasky, los ladrones y mi silueta extendida boca abajo sobre el suelo.
Entro en la cocina. El bueno de Antonio, parado detrás de Felipe, alza su brazo.
“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé, nunca jamás”.
Felipe golpea el tenedor contra el plato.
-¡Quiero Coca, papito!
Ya no piensa en la muerte.

domingo, 4 de abril de 2010

El hombre, el niño y los dragones


Es Viernes Santo por la tarde y el hombre sale caminando del hipermercado con el niño en brazos, rumbo a la parada de colectivos. Vienen de ver Como entrenar a un dragón y de comprar dos remeras y dos bolsas de pan rallado. Unos metros antes de la parada, desde el carril opuesto, alguien les toca bocina desde una camioneta doble cabina. Dos mujeres gritan el nombre del niño. Ellos se vuelven y las saludan.
-¡Carmen!- grita el niño mientras agita una mano. Son parte de la numerosa familia de Elena, la mujer que cuida al niño y a su hermana. El marido de la mujer retiró la ranger dos días atrás, luego de pagar por años un plan de ahorro. Ramón, el hijo de Elena, va al volante. Vuelven felices a su casa de San Vicente. Alegría de gente que trabaja.
La camioneta se aleja. Cuando el hombre y el niño llegan a la parada, suena otra bocina. Es un Peugeot 405 verde. El hombre mira hacia adentro. Su vecino tiene uno igual, pero no es él. Conoce este auto, porque lo manejó durante dos semanas cuando Javier se lo prestó para que lo usara hasta que le entregaran el suyo. Después Javier se lo vendió a otro compañero, el que tocó bocina y al verlos acercarse abre la puerta del acompañante y los invita a subir. Por un instante piensa en subir atrás, por el niño. Pero lo incomoda que parezca un desprecio. Será la primera vez que el niño viaje en el asiento delantero.
Mientras estuvieron en el hipermercado, el hombre pensó varias veces en la posibilidad de un encuentro. No era un encuentro indefinido. Pensaba en tres personas, tres caras que no recuerda del todo bien. Dos noches atrás, volvía manejando y dos muchachos y una chica se le metieron en el garage, amenazándolo con un arma. Entró con ellos en la casa donde lo esperaban su mujer, el niño y la pequeña hermana del niño. Los hicieron acostarse en el suelo, les preguntaron por la plata, les dijeron que era un asalto “entregado”, les preguntaron por una caja fuerte que no existe. La muchacha tomó en brazos a la niña, el muchacho que no llevaba la 22, al niño, apenas por unos segundos, pues accedió al pedido de la madre, que quería tenerlo con ella. “No les va a pasar nada”, la tranquilizó la muchacha. Insistieron hasta que se convencieron que no había más plata que la que estaba en el auto y en los bolsillos del hombre, los encerraron en un baño y se largaron en el automóvil. Además de dos cámaras, varios teléfonos y un monitor, se llevaron un bolso de bebé y una de las dos cajas de autitos de colección del niño. La muchacha también era madre. Al hombre y a su mujer les dio la misma impresión durante el robo. Fue un alivio confirmarlo. Alivio porque no pasó lo peor, o porque lo que pasó no fue del todo un sinsentido. Saber que esas tres vidas no estaban en el mundo sólo para hacer daño. Lo cierto es que el hombre piensa en encontrárselos. Lo piensa tanto que imagina el encuentro varias veces. “Esperen, lo que pasó ya pasó”, les dice para tranquilizarlos. “Cuidado, miren que no les va a tocar siempre alguien como yo”, aconseja. Una de las veces en que fabula el cruce, hasta se pone a disposición de ellos para cuando estén en problemas y necesiten ayuda. También le preocupa que al niño le duren más los autitos de colección que la madre. Pero lo que más parece interesarle es el auto. En cada uno de los encuentros imaginarios les pregunta si lo dejaron tirado o lo llevaron a un desarmadero. Nunca llegan a contestarle, porque para esa respuesta necesita a los reales y no a los imaginarios. Se ha pasado la vida soñando conversaciones disparatadas. Tal vez le ha servido para que no lo sean tanto las verdaderas.
-Este Peugeot aparece cada vez que ando sin auto.
-Sí, me contaron lo que te pasó.
-Un bajón.
El compañero le cuenta que viene de un asado en una granja. -Yo me rehabilité ahí, hace muchos años-. El hombre ignoraba esa parte de su historia. Años de trabajar juntos sin saber demasiado uno del otro.
-Podríamos armar un centro de rehabilitación en la quinta de la Fundación. Hace rato que tenemos el proyecto pero no tenemos a nadie con tu experiencia.
Parecen entusiasmados con la idea. No hablan de otra cosa en las diez cuadras que dura el viaje. El niño no les presta demasiada atención: está mirando el mundo desde el asiento delantero.

El hombre también pensó en los ladrones dentro del cine. Esa tarde fue con el niño a ver Como entrenar a un dragón. Hippo es el adolescente que relata y protagoniza la historia. Vive en un pueblo de vikingos, cuya principal actividad es resistir los ataques de diversas especies de dragones que se comen sus ovejas y destrozan la aldea. El padre de Hippo es el líder de esa comunidad, por ser el más empecinado, fuerte y valiente. Pero el joven Hippo es muy distinto. Es frágil, torpe y ajeno, pero a su modo se sueña héroe de los suyos. En una de sus aventuras solitarias, con un disparo clandestino consigue herir a un dragón Furia Nocturna, algo que ningún vikingo había conseguido antes. Va en su búsqueda, lo encuentra en el bosque y allí descubre que no se atreve a matarlo. Pero además, descubre que puede ser amigo del dragón, domesticarlo (crear lazos, así definió el zorro domesticar en su encuentro con el pequeño príncipe). Allí empieza la lucha de Hippo para que el resto del pueblo entienda que no tiene más sentido la pelea interminable contra los dragones. En medio de esa historia el hombre pensó en los muchachos que se metieron en su casa y en el miedo. Toda la vida se había preguntado como reaccionaría frente a alguien que lo amenazara con un arma. Nunca imaginó que la responsabilidad de superar la situación le daría una tranquilidad en la que no hubo demasiado espacio para espantarse. Que haya pensado en eso mientras veía la película no quiere decir que sea lo mismo enfrentarse a un atacante armado que domesticar dragones. Pero atacar, domesticar y matar son comportamientos que llevan milenios. Tal vez el robo volvió a encenderse en su cabeza frente a la pantalla porque demasiadas personas piensan en soluciones vikingas para terminar con los dragones que se meten en casas ajenas a punta de pistola. Él y los suyos no se quemaron, pero sufrieron. El ataque no lo paralizó de temor, tampoco lo volvió rencoroso. Claro que los que entraron en su casa eran dragones menores, nada parecidos a un Furia Nocturna. No fue tan difícil evitar que vomitaran fuego, aunque hubo que permitir que se llevaran unas cuantas ovejas del pueblo. Lazos módicos y efímeros. El día del robo, durante la mañana, el hombre se encontró con Isabel. A ella le mataron un hijo. No se cansa de repetir que piensa en cualquier cosa menos en venganza. Está preocupada por los pibes del barrio. Muchachos como los que entraron a la casa del hombre. Perder un hijo es un fuego que quema por siempre. Tal vez sea el peor de los ardores. Pero ella no odia. En el cine, cuando apareció desde el corazón de un volcán el más feroz de los dragones, el niño se escondió detrás de las butacas. Durante el robo, no se perdió detalle de lo que sucedía, conmovido en su silencio. El hombre se cree muy distinto al jefe vikingo, pero de todos modos confía en que su niño sabrá actuar mucho mejor que él cada vez que le toque cruzarse con alguien que eche fuego por la boca.
-¡Chau, hablamos la semana que viene- se despide el hombre al bajar del auto.
-Chau, campeón- saluda el compañero dirigiéndose al niño.
Ya en la vereda, el hombre le pone la mochila y lo levanta en brazos.
-¿Se fue?- pregunta el niño con su media voz.
-Sí.
-¿Y Carmen?
-También, se fue a su casa.
-¿Y quién está?
-¿En casa? Mamá y Juanita.
Se para sobre el cordón, mira hacia ambos lados y se dispone a cruzar la carretera.
-¿Mamá y Juanita?-Insiste el niño mientras cruza.
“Sí, mamá y Juanita. Ni el dragón ni los muchachos”, piensa el hombre. Una vez del otro lado, lo para sobre la vereda y le dice que corra hasta la casa. Pero el niño le pide ir de la mano. Caminan. El hombre mira hacia enfrente, tras el cerco de la casa en venta en la que tal vez se escondieron los ladrones. El niño se decide a soltarse y corre. La cuadra es otra vez sólo para ellos dos.
-Esto recién empieza- dice el hombre mientras a sus espaldas van y vienen autos por la carretera.