lunes, 11 de mayo de 2020

MARA Y LA LIEBRE


Mara quedó acurrucada en un rincón de la casita del árbol y sólo salió cuando los resplandores de la ambulancia y los patrulleros se apagaron en la distancia.
Se llevaron a Leandro por la misma diagonal de arena por la que ella había llegado con él diez días antes. La había invitado a compartir su vida junto al mar y en un suspiro se quedaba sola en una casa de en un país que no conocía.
La ambulancia y los patrulleros habían llegado a la casa  con la sirena encendida. Se detuvieron frente a la puerta y bajaron como si fueran una unidad especial de rescate. Parecían astronautas con sus trajes y sus escafandras. Ella espiaba por una hendija sin poder distinguir con claridad ningún rostro.
Tres personas con trajes especiales bajaron con mochilas rociadoras y comenzaron a desinfectar la galería y la entrada de la casa antes de atravesar la puerta. Los camilleros y una médica esperaban en la puerta junto a los policías.
-Está acostado en su cama- dijo uno de los hombres. Pueden pasar. No se lo ve bien.
Siguieron fumigando dentro y fuera de la casa. Temió que se acercaran a la casita y se acurrucó en un rincón. Segundos después, rociaban su escondite por fuera y por dentro sin verla. Aguantó la respiración para no toser.
Se alejaron y luego vio como sacaban a Leandro en camilla.
-¿Por qué? - gritó desesperado. El reproche era para ella. Sabía que no tenía sentido salir de su escondite, pero se sentía una traidora.



- - -


-¿Me amas?
-Nadie se enamora dos veces.
-Maldito perro.
Él la miraba y sonreía.
-Te burlas de mí.
Entonces se ponía serio y se quedaba en silencio.
-Qué.
-Nada.
-Azaroso, habla.
-Nada.
-Habla o te golpeo -dijo mostrándole su puño.
Leandro tomó su mano, la puso bajo su mentón y le habló sin quitarle la vista de los ojos.
-No insistas, no lo arruines. Nunca podré amar a nadie más.
No pudo dormir esa noche. Se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad, pensando que ese hombre le había dicho una verdad inexpugnable.
Aquel amor era invencible. Había estado cuando correspondía. Era imposible competir contra alguien que ya no estaba.
Al día siguiente se largó del hotel sin avisarle y se tomó dos guaguas para volver a su casa.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó su madre.
-Nada- respondió y no dijo más.
A la noche salió al balcón a hablar con su tía. Le llevaba tres años y crecieron como hermanas. Era su protectora y su confidente. Todo lo que no podía compartir con su madre, podía hablarlo con ella.
Su tía la escuchó, la consoló, soltó una maldición y le pidió que tuviera paciencia.
-Quizá lo dijo para ponerte a prueba.
-No. Si lo hubieras visto sabrías que no mentía.
Entonces su madre irrumpió en el balcón hecha una furia.
-¿Qué tienes tú en la cabeza? ¿Desde cuándo es tan importante una palabra? ¿Te trata bien? Te cuida? ¿Te respeta? Te zinga bien? ¿Te quiere a su lado?
-Sí.
-Y entonces, ¿qué coño importa si dice o no dice que te ama? ¿Acaso crees que encontrarás alguien así en estas calles? ¿Quieres uno como tu padre acaso? Lárgate de aquí y vuelve con ese hombre.
Cuando regresó, él la recibió con una sonrisa hospitalaria, sin mencionar siquiera la discusión. Ella tampoco volvió sobre el tema. Era como si nunca hubiera sucedido.
-Ya me mostrarás tú cómo es Argentina- dijo y tiró sus dos bolsos en el sillón.
  
- - -

Habían llegado a la casa del bosque por la noche. Bajaron los bolsos, comieron unas empanadas que habían comprado en la ruta y se fueron a la cama.
-Estoy cansado -dijo.
Ella lo desnudó y le hizo el amor bien despacito, como si fuera un ángel que apenas pesaba sobre su pelvis.
-Tiene sueño, papi.
Sonrió y entrecerró los ojos. Le pasó la mano tras el cuello, acomodó su cabeza en su hombro y soltó en ella las energías que le quedaban. Hacía calor y se durmieron sin cobija. Al día siguiente, la despertó bien temprano y la llevó a conocer su mar. Se metieron corriendo al agua y pasaron la segunda rompiente para quedarse jugando en el lomo de las olas.
Luego caminaron hasta un barco que recién regresaba de su excursión de pesca.
Leandro sacó dinero de una de sus zapatillas y eligió una corvina para asarla.
-Compra dos o tres de esos pequeños que te los preparo con arroz y frijoles- pidió ella.
Volvieron por la orilla dibujando huellas de espuma.
- Es lindo tu mar.
-Aquí es más frío y ventoso que en la isla.
- Me gusta… ¡Casi como tú! ¿Quién limpiará esos peces?
-Tu qué crees...
-Que después podríamos darnos una rica ducha.
Esa noche empezó la fiebre. Se miraron sin decir palabras del virus, pero sintieron el mismo miedo.
Cuando ella despertó recién amanecía y el tosía en el baño.
-¿Como tú ta?
- No tenés que dormir más conmigo. Ni acercarte.
-¿Por qué?
-Sabemos por qué...
-¿Llamamos al médico?
- No.
-¡Sí!
-Si es sólo tos y un poco de fiebre, no es necesario. Y si es el virus, no pueden hacer nada. No hay tratamiento ni vacuna.
-Ah, pero tú sabes más que ellos...
-Esto es nuevo y todos sabemos más o menos lo mismo.
No insistió. Él se sentó en la cama con su teléfono y le pidió que limpiara los pisos y sanitarios con agua y lavandina y que rociara todos los objetos con alcohol.
Tenían dos recipientes de alcohol en gel.
-Uno para cada uno- sonrió ella y se lo arrojó desde la puerta de la habitación.
Leandro estableció allí su cuartel general y sólo salía para ir al baño. Como la habitación estaba en una esquina de la casa, tenía dos ventanas. Una daba a la calle de arena. La otra al bosque. Era todo el mundo que quería ver. La fiebre bajó un poco, pero la tos seguía. A veces maldecía por el dolor de cabeza. Pero no descansaba. Al tercer día de encierro, estaba seguro que tenía el virus y tenía muy en claro su plan. Se lo pasaba leyendo acerca de nuevas investigaciones y detectando como recibir a domicilio desde un sachet de leche hasta un nebulizador.
Ella tenía prohibido salir.
-Por más que no tengas síntomas, puedes tener el virus y es peligroso que te cruces con gente. Además, no debes llamar la atención. Nadie debe saber que estás aquí.
-No llamaría la atención sólo por hacer unas compras.
-¿Qué tú no llamas la atención? No me pareció así la primera vez que te vi.
No podía olvidar aquella tarde. Él la vio y ella le sostuvo un instante la mirada y luego bajó la vista.
Ella creía que ese instante fue amor. Pero él estaba tan convencido que nunca volvería a enamorarse que Mara no quiso recordárselo.
Salió malhumorada por la puerta de la cocina y al alzar la vista se encontró frente a frente con una liebre que la miraba desde el jardín. Estaba junto al cerco, a seis pasos de ella, inmóvil con sus orejas erguidas.
-¿Qué haces aquí?-  
Se rió de su propia pregunta. "Parece más para mí que para la liebre". Metió la mano en el bolsillo con sigilo, tomó el teléfono e intentó una foto. Cuando buscó ver la imagen, sólo estaban en el cuadro las patas traseras de la liebre.
El cuarto día recibieron un pedido de alimentos.
-Ya está pago. No tengas contacto con quienes hagan la entrega. Ya pedí que lo dejen en la entrada y ya.
Así fue. Una camioneta se detuvo frente a la casa, el conductor descargó varios bultos que acomodó junto al portón de madera, echó un vistazo a su teléfono y se marchó.
Así las cosas. En los tiempos de pedir a domicilio por comodidad, de pronto había que hacerlo por obligación y hasta saludarse era un riesgo.
Él estaba dormido, pero ella igual cumplió con rigor la ceremonia y roció con alcohol toda la mercadería. Se lavó las manos y se quedó sentada en un sillón de la cocina, ajena a sus ojos y a sus pensamientos, que pasaban demasiado veloces como para que pudiera detenerlos o recordarlos. La tarde comenzaba a esfumarse y estuvo una larga hora en la oscuridad, quieta y en silencio.
Las ganas de orinar la trajeron de vuelta a su cuerpo, le hicieron recordar sus piernas adormecidas, moverlas para deshacer los pinchazos, ponerse de pie y caminar hacia el baño con sus pasos apenas insinuados en el resplandor tímido de una hebra de luna.
Luego se asomó a la habitación.
-Leandro- dijo con timidez. Al ver que no respondía decidió no insistir.
"Necesita dormir" -pensó-. Era un rato de calma entre la fiebre, la tos y el miedo. Tomó una manta, se acostó en un sillón tan largo como ella y se durmió.

- - -

Los carros pasaban veloces y su hermana, acostada boca arriba sobre el asfalto de la Kennedy, gritaba su nombre.
“Es un sueño. Tengo que despertarme", Quiso mover la mano, abrir la boca. Pero no podía. Una guagua pasó sobre la muchacha. Respiró profundo como si hubiera estado asfixiándose y abrió los ojos.
-¡Mara! ¡Por favor!
Leandro gritaba desesperado desde la habitación.
Se paró en la puerta asustada.
-Preparame la nebu. Me quedé sin solución.
Se puso el barbijo y los guantes. Buscó otro frasco de solución fisiológica en el botiquín y llenó la cazuela por la mitad. Enroscó la tapa, colocó la máscara y conectó la manguera. Él se colocó la máscara, cerró los ojos e intentó calmarse. Un acceso de tos sobrevino y se quitó el nebulizador para escupir sangre en el balde. Siguió tosiendo hasta quedarse sin fuerzas. Luego se sentó al borde de la cama y volvió a colocarse la máscara.
Se quejaba a gritos del dolor, maldecía, lloraba, escupía con sangre y en las últimas horas la dificultad para respirar se volvió desesperante.
-Leandro, no puedes seguir aquí, tenemos que llamar al médico.
-Una vez que te internan, empezás a estar más muerto que vivo. ¿Supiste de alguien de más de 50 que saliera del respirador? Para mí que la gran mayoría se termina muriendo.
Le explicaba que no era así, pero estaba empecinado en arreglarse sólo. Había decidido ser su propio médico. Tenía un nebulizador y había seguido todas las noticias de tratamientos para el virus. Las encontraba en el teléfono y las leía y guardaba en su computadora. Se concentraba en los tratamientos.
-¿Saldrá la vacuna?- preguntaba ella esperanzada.
-Yo ya llego tarde a la vacuna- respondía él con amargura y seguía investigando. Era amigo de un médico cubano y no paraba de hacerle preguntas por whatsapp.
-¿Qué, también trajiste un médico de Cuba? -bromeaba ella.
-No, éste vino solito. Y no es gusano.
A Leandro le llevó una hora de discusión que Elio entendiera que nunca llamaría a la emergencia. En el teléfono quedaron los audios con los consejos de su amigo.
A las nebulizaciones y el paracetamol, les sumó Heparina, ácido fólico, ácido ascórbico... También tPA, que reservaba para cuando llegaran los momentos críticos, mientras seguía investigando la dosis conveniente.
Fue cuando entró en crisis, luego de toser sangre, que pidió a Mara que le inyectara el anticoagulante.
-En la panza- le dijo.
Ella lo inyectó sin vacilar, le frotó la piel con algodón y alcohol y luego cumplió la orden de salir de la habitación a lavarse las manos y cambiarse de ropa. Prefirió no tomar un baño, por temor a que él empeorara muy rápido.
Fueron tres días de tos espantosa.
Luego de seguir escuchando sus quejidos desesperados no soportó más y llamó al número de emergencias desde su teléfono.
-Hay un hombre sólo encerrado en su casa en la costa con síntomas de coronavirus. Está muy grave, pero se niega a ir al médico.
Luego de la denuncia, guardó sus pertenencias en el galponcito de las herramientas y se escondió en la casita del árbol que estaba en el terreno lindero. No quería que se la llevaran internada. Mulata y extranjera, no quiso averiguar que harían con ella. Llevaba siete días cuidándolo. Él vigilaba con obsesión que ella no hiciera nada que pudiera contagiarla. Ya llevaban diez días juntos en la casa. Lo mejor que podía hacer era esperar escondida que se lo llevaran.

- - -

Volvió a la casa y cerró su habitación. Pasé un trapo con lavandina en el suelo y roció la puerta con alcohol. Pasó alcohol en gel por la manija de la puerta y luego siguió con una limpieza a fondo en el baño. Luego el resto de la casa, como si no hubiera otra cosa para hacer en la vida que limpiar. Cuando ya no quedaba rincón si trapear ni mueble sin rociar, llenó un lavarropas y se quedó sentada en el lavadero junto al artefacto. Afuera había sol y el lugar se mantenía cálido con su techo de placas transparentes y bajas. Alzó la vista y vio los pasos apurados de una calandria entre las hebras de pinocha.
Era extraño. En la casa tenía miedo pero en ese lugar sentía una gran calma, como si el lavarropas pudiera seguir meciendo su carga por horas con ella a su lado sin que nada ni nadie pudiera perturbarla.
Cenó temprano. Cuándo le vino el sueño, tomó una colchoneta y una manta y decidió dormir en la casita del árbol. No quería que la sorprendieran.
La despertaron temprano los pájaros. Fue hasta la cocina y desayunó. Revisó su teléfono. Ningún mensaje. Estaba sola, no sabía qué sucedía con él y el resto del mundo parecía no existir.
Estaba sola, sin poder moverse de allí y a la vez temerosa de que vinieran a buscarla. Al mediodía sacó la ollita de la heladera y calentó los pescaditos con arroz y lentejas que había preparado. Al menos no había perdido el apetito.
Por la tarde se animó a sentarse en la galería, mirando hacia la calle desierta. Un niño pasó andando a caballo. La miró y alzó su mano. Le devolvió el saludo.
Tampoco durmió en la casa esa noche. No podía hacer gran cosa, excepto dormir, mirar los pájaros y los perros y dejar que el tiempo pase. No se bañaba y llevaba siempre la misma ropa. Seguía sin novedades de Leandro y sólo podía esperar.
Al tercer día se animó a entrar en la habitación. Guantes, barbijo, rociado de alcohol y un balde de agua con lavandina fueron sus armas. Abrió las ventanas de par en par, retiró sábanas y prendas de vestir y roció hasta el último objeto. Paró el colchón contra la pared, luego se quitó el pequeño vestido y se dio una ducha.
Sintió deseos de ir al mar. Pero no debía, no sería bueno que la vieran. Revisó en la biblioteca, tomó un libro, se sentó junto al pino bajo el sol y comenzó a leer.
"Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo".
-Un día del mundo- Siguió adelante con la lectura, pero luego de unas pocas líneas se durmió recostada contra el tronco y soñó.

- - -

Despertó cuando el sol se iba. Se desperezó y antes de ponerse de pie, reencontró unos ojos. Entre el cerco y la parrilla, asomada detrás del jazmín, la liebre la miraba, como si estuviera tratando de decidir si podía confiar en ella.
-Cómo tú ta...
La liebre movió la trompa y alzó las manos. Luego bajó las orejas y caminó hacia el cerco. Un lebrato apareció detrás del jazmín siguiéndola. Mara esperó a que se perdieran de vista para ponerse de pie. Esta vez no intentó una foto. Entró a la casa y se sentó en la cocina. Se dejó ganar por la oscuridad y el silencio, pero luego de un rato comenzaron a pesarle demasiado. Encendió la luz y la TV y comenzó a preparar algo de comer.
Cenó con las noticias de fondo y la mano izquierda libre para mirar el celular. Revisó los sitios locales y no reportaban ninguna muerte: un alivio efímero para su incertidumbre.
Luego miró una película. Una joven hipoacúsica y solitaria conseguía un trabajo como enfermera en una plataforma petrolífera en alta mar, para cuidar a un trabajador accidentado que había perdido temporalmente la visión.
"Y yo aquí en mi plataforma", pensó entre lágrimas. El final de la película le gustó, pero al instante estalló de angustia. "¿Acaso vendrá él alguna vez a buscarme?"
Maldijo su suerte, apagó la TV y salió de la casa. Se paró en la calle desierta y miró hacia el este. Comenzó a caminar y no se detuvo hasta llegar a la costa. No sé cruzó con nadie ni temió a la oscuridad. Trepó al médano y la detuvo el asombro al ver el verde fluorescente de las olas al romper. Bajó hasta la arena húmeda. El agua le mojó los pies y sin pensarlo caminó hacia el sur encendida de mar.
Al volver decidió dormir en la casa. Cerró las puertas y apagó las luces. Entró en la habitación, bajó el colchón y cerró la cortina de la ventana. Luego puso sábanas limpias y se sentó en la cama.
Abrió el cajón de la mesa de luz y encontró la billetera de Leandro con sus tarjetas. Él había pensado en todo y cuando empezó a sentirse muy mal le envió todas sus contraseñas en un mensaje.
"Ya no me necesitas", bromeó mientras tosía.
Ahora ella tenía todo. Su cama, su casa, sus tarjetas, su ropa. Pero no sabía si volvería y lo necesitaba más que nunca.