domingo, 2 de mayo de 2021

ABRIL DE PRIMAVERA



Las golondrinas ya se han ido hacia el Norte, pero el sol se suelta sobre la costa y aunque sea abril, él juega a presumir una tarde de primavera.

Holgazanes en la tibieza, los perros descansan indoferentes a su esforzado pedaleo por las calles de arena.

Se baja, trepa al médano y desciende hacia la playa casi desierta.

Apoya el pie de la bicicleta en una piedra plana y deja barbijo, remera,  llaves y teléfono en el canasto.

Un pescador recoge su línea,   un muchacho enciende una vela verde flúo para surfar y volar sobre las olas.

Su ojos sobrevuelan el mar buscando  toninas, pero sólo descubren una  gaviota meciéndose calma detrás de la rompiente.

Camina hacia el mar y cada tanto mira hacia atrás cuidando que todo esté bien con su bicicleta. Un muchacho regordete con su melena teñida de rubio aparece sobre el médano y se queda de pie mirando hacia el mar. 

"A ver si éste me roba la bici", piensa al verlo. Sigue caminando. Con el agua en la cintura y antes de zambullirse, vuelve otra vez la mirada y descubre que  la bicicleta está caída y el muchacho ya no está. 

-Lo único que falta es que me haya choreado el celular- protesta para sí,  aunque sabe que lo más probable es que la haya tirado el viento.

Sale del agua, llega junto a la bicicleta, la alza  y revisa sus cosas. Fue el viento y nadie  robó nada. Quita la arena del  celular con la remera,  lleva la bicicleta hasta el pie del médano,  la deja apoyada junto a la casilla 

del guardavidas y vuelve hacia el mar.

-¡Señor, disculpe!

Ell chico rubio aparece de la nada caminando hacia él.

-Si...

-Tome, se le voló el barbijo con el viento.

-¡Uy, muchas gracias!- dice tratando que en su mirada no asome la espuma de la ola de arrepentimiento que rompe en su pecho. 

Vuelve al agua y apenas se zambulle, la culpa se desvanece. Bracea contra la rompiente hasta que una ola lo pone de pie. El kitesurfer pasa veloz, la gaviota levanta vuelo. 

Sale del mar y camina hacia el sol sin sentir frío. 

Suena música.  Son dos muchachas que acaban de llegar con su parlante y  ensayan una coreo en la arena. El chico rubio las mira. Tres motos pasan más ruidosas que veloces hacia el sur.

Se pone las zapatillas, sube a la bicicleta y avanza contra el viento hasta que no le dan más las piernas.

Al volver, con viento a favor,  hay recompensa. El sol comienza a besar el horizonte y la sombra del ciclista vuela rauda sobre el mar. Pedalea  con la alegría de quien siente que sus piernas podrían no detenerse nunca.

PRESAGIO

 


Un nido de hornero.

Un día  tiene sentido si uno, después de pedalear en una mañana soleada de domingo, alza la vista en una plaza de su ciudad y descubre en un árbol de un siglo el hogar de los horneros.

Recuerdo en mi niñez, unas mujeres que en las mañanas de domingo salían a caminar y llamar a las puertas de las casas para anunciar a las familias en su día de descanso que venía el fin del mundo.

La semana transcurría, el fin del mundo no llegaba y el domingo siguiente, si no llovía, volvían a enfundarse en sus ropas oscuras para llevar el presagio del final a otras casas.

Muchos años pasaron e imagino que el fin del mundo llegó para la mayoria de aquellas mujeres.

La pareja de horneros canta en la altura. Miro hacia el nido,  vuelvo a ponerme el barbijo, me subo a la bici y en esta mañana otoñal de domingo, en medio de la pandemia, me atrevo a presagiar que la vida sigue.