domingo, 8 de junio de 2014

DE PARIS A POMPEYA


Hace frío y camino de buen humor dispuesto a cruzar el Pont Neuf desde la isla hacia el punto de vista de Renoir. Paso junto a Enrique IV, que sigue allí inmóvil sobre su caballo, timonel de la popa de la isla, indiferente al frío y al calor. ¿Hay estatuas de caminantes? He visto estatuas ecuestres, bustos, hombres y mujeres sentados, de pie o acostados, mujeres amamantando, obreros tirando de una piedra, jinetes de hojalata, gordas impasibles, fotógrafo con su cámara en alto, evitas con sus ramitos de flores. Pero no recuerdo estatuas de caminantes. Es probable que haya unas cuantas. Lo cierto es que si por alguna razón a alguien se le ocurriera hacer una estatua mía, me gustaría que fuera caminando. No estaría mal que me dejaran en esta cubierta, frente a Enrique IV, los dos aquí para siempre, él a caballo, yo de a pie. He tenido suerte en este viaje, pues me han dicho que en unos días lo cerrarán para repararlo. Miro hacia atrás jugando a identificar semejanzas y diferencias en las hileras de ventanales, en las cúpulas, en el sol sobre los muros que hoy se me ocurren más grisáceos que amarillentos. Sobre el puente caminan personas de todas las razas, todas las voces, todos los idiomas, pero a pesar del tiempo y las restauraciones, sus viejas piedras me hacen caminar varios siglos antes, como si el puente tuviera un alma que atrapa nuestros pasos y que Renoir consiguió capturar en su tela.
Una pareja me pide en mal inglés que les tome una foto. Son uruguayos.
“Que se vea el Sena detrás nuestro”, me pide la muchacha. Les tomo varias fotos, una con sus caras en primer plano.
“Aquí es preferible intentar con el español que con el inglés”, les digo al despedirme y sigo caminando.
Me topo con una muchacha que me choca como si no me viera. Lleva jeans gastados, una camisa amarilla y un pequeño parche blanco en un ojo.  Le pido disculpas, me gruñe y luego se ríe.  Se aleja y un muchacho la detiene. Le habla cómplice al oído y luego vuelven hacia mí. Él me pide dinero. Meto la mano en el bolsillo y encuentro cincuenta francos. Me parece mucho, pero se los doy. Con ellos se va mi billete del Principito. Un viejo, sentado en un rincón, los mira y se ríe. Una semana, un mes, un lustro. Vaya a saber cuánto tiempo consigan vivir aquí. Sin embargo, como Enrique IV, parece que habitaran el puente desde siempre. .Me alejo de ellos y sigo caminando. Al llegar a la mitad del puente, miro hacia el río. El sol y la corriente le dibujan una estela plateada a la punta de la isla, como si fuera un barco y realmente navegara. Pero sólo se mueve en el viaje interminable de su rey jinete.
Retomo la marcha. Un padre y su hijo caminan hacia mí apurados.
-Dale, papi, que llegamos tarde- dice el pibe. Pero al alzar la vista y mirar hacia la ciudad, se queda inmóvil y con cara de asombro.
-Dale, Diego, ¿qué pasa?
-Nada, papi, la ciudad… Parece París.
“Es París”, pienso y me río solo.
Delante de mí, sobre la carretera del puente, hay un tumulto de gente. Es una manifestación. Están cortando el paso de vehículos. Banderas rojas, banderas negras. Jóvenes con mochilas, madres con sus hijos. Por las veredas, cientos de personas que no participan de la manifestación atraviesan apuradas el puente.
Desciendo por un largo terraplén y cuando llego al final, me vuelvo para mirar. Los dos grandes arcos, las paredes pintadas del blanco, las molduras y las cúpulas de amarillo. Es el puente Uriburu y estoy en Valentín Alsina.
 Busco en el bolsillo y encuentro unas monedas argentinas. Me subo a un colectivo y saco boleto hasta Lanús. Reviso en mis bolsillos a ver si tengo llaves de casa. Pero la única llave que tengo es de mi hotel de la Gare du Nord.

Toco timbre y me bajo corriendo del colectivo. Corro hacia el puente, subo entre la gente, a toda prisa. Me paro en la mitad, en el mismo lugar donde me crucé con el niño y su padre. Cierro los ojos e imagino al fondo y a un costado la estatua de Enrique IV. Cuando abra los ojos y comience a descender descubriré si retorno a París o a Pompeya.