domingo, 21 de junio de 2020

BELGRANO: MUJERES, AMISTAD Y REVOLUCIÓN


Dicen que en las reuniones sociales era más probable verlo conversando animadamente con mujeres que en aburridas tertulias varoniles.
Habituales son las especulaciones respecto a sus preferencias sexuales, al punto que el historiador Felipe Pigna comenta que la pregunta que más le han hecho respecto a Manuel Belgrano es si era gay.
María Josefa González, Josefa Ezcurra, Dolores Helguero, Isabel Pichegru, María Catalina Echevarría de Vidal  María Remedios del Valle, la mismísima Juana Azurduy y Manuela Mónica del Corazón de Jesús son algunas de las mujeres que destacan con nitidez en su vida.

Mamá
Empecemos por su madre, María Josefa González. No sólo se esmeró en que su hijo recibiera buena educación, sino que cuando el padre de Manuel, Domingo Belgrano y Peri, fue preso acusado de complicidad en la quiebra de un funcionario de la Aduana, se puso la familia al hombro al tiempo que removía cielo y tierra para lograr la liberación de su marido.
Así, desde edad temprana, Belgrano aprendió que una mujer es capaz de tomar el timón en medio de la tormenta y llevar la nave a buen puerto. Tenía bien en claro que no hubiera podido formarse en Salamanca si no hubiera mediado el esfuerzo de ella, lo cual le brindó una dimensión más cabal a las nuevas ideas a las que se asomó en sus estudios respecto de las aptitudes de las mujeres.
Por eso no sorprende que en tiempos virreinales, cuando era Secretario del consulado, reivindicara para ellas el acceso a la educación y su derecho a estudiar en la universidad y al ejercicio de la docencia, aún antes que Buenos Aires tuviera universidad alguna. Para entender que su postura era valiente y de avanzada, basta recordar que pocos años antes, la Revolución Francesa había guillotinado a quien osó reclamar que los Derechos del Hombre se hicieran extensivos a las mujeres. Igualdad, libertad y fraternidad, sólo para varones. Pero Belgrano tenía una revolución más amplia en su cabeza.

Costureras y guerreras
María Catalina Echavarría de Vidal es recordada por haber sido la mujer a quien Belgrano encomendó la confección de la primera bandera patria. Se lo solicitó personalmente y luego la invitó a participar de la jura, cuando era inusual que una mujer formará parte de un acto militar de esas características.
Pero no sólo convocó a las mujeres a tareas auxiliares. También las incorporó a la lucha por la independencia promoviendo su participación en el combate y otorgándoles puestos de mando.
María Remedios del Valle, una negra que luchó en el Ejército del Norte, fue nombrada capitana y luego llegó al rango de sargento mayor.  No fue un caso aislado, ya que Belgrano incorporó en ese ejército a 120 mujeres, que lucharon contra los realistas en la Batalla de Tucumán.
Si María Remedios era negra, Juana Azurduy era indígena y en reconocimiento a su lucha Belgrano le obsequió su sable y le otorgó el grado de teniente coronel.

Pepa y Dolores
María Josefa “Pepa” Ezcurra y Manuel Belgrano se conocieron en 1800, poco después que Belgrano volviera de España. Él ya tenía 30 años, ella apenas quince. Empezaron a estar juntos dos años después, pero el padre de la muchacha no quería que se casara con él.
Algunos historiadores lo atribuyen a que Belgrano no pertenecía al mismo nivel social, pero Daniel Balmaceda recuerda que el creador de la bandera había regresado de Europa padeciendo sífilis y Juan Ignacio de Ezcurra, padre de Josefa, lo sabía, porque era el síndico procurador del consulado y recibía los informes médicos de la salud de Belgrano.
Casó a Josefa con su primo, Juan Esteban Ezcurra, quien en 1810 volvió a España. Allí fue que Josefa y Manuel reanudaron su relación en la clandestinidad y sin papeles.
Cuando Belgrano debió hacerse cargo del Ejército del Norte, ella decidió acompañarlo. Manuel y Josefa estuvieron juntos en el norte cerca de ocho meses, durante los cuales compartieron acontecimientos como el éxodo jujeño y la batalla de Tucumán.
Cuando se supo embarazada, Pepa regresó a Buenos Aires, donde nació Pedro Pablo, el hijo que Belgrano jamás reconoció. El niño fue adoptado por Encarnación (hermana de Josefa) y Juan Manuel de Rosas.
Joserá asumió el rol de tía y recién a los 24 años, muerto su padre, el muchacho supo la verdadera historia.
En Buenos Aires, Josefa siguió siendo una mujer activa y acompañó a Rosas en su gobierno. Vale recordar que don Juan Manuel, defensor de nuestra soberanía, no sólo supo asumir la paternidad de la hija de Belgrano, sino también la de Mariano Rosas, el joven cacique que se formaría en su estancia, pero luego lo abandonaría para regresar junto a su pueblo y asumir el liderazgo ranquel bajo su verdadero nombre: Panghitruz Güer.
Dolores Helguero fue la mujer de sus últimos años. La conoció en Tucumán el 9 de julio de 1816, en el baile de celebración de la Independencia. Él ya tenía 46, ella apenas 18. Su padre la había casado con un hombre que la abandonó. Quedaron prendados en aquel festejo y así Belgrano inició con ella una nueva relación clandestina.
El 4 de mayo de 1819 nacería Manuela Mónica del Corazón de Jesús.  Belgrano recién conoció a su hija en septiembre, cuando pidió licencia a causa de su hidropesía.
Tampoco reconoció a Manuela, aunque se proclamó su padrino, solía preocuparse por la marcha de su crianza y la incluyó en su testamento.
Si en nuestros tiempos el no reconocimiento de una hija y un hijo habla de una persona que no se hace cargo de su responsabilidad, en aquel contexto social la situación era más compleja y puede entenderse también como una manera de no afectar el buen nombre de sus mujeres con la asunción pública de una relación clandestina. Debate más arduo es la ausencia de los padres embarcados en luchas revolucionarias.

La impostora
Pero después de Josefa y antes de Dolores hubo otra mujer. En su viaje diplomático a Europa, Belgrano conoció a Isabel Pichegru, una mujer osada y seductora que se atrevió a hacerse pasar por sobrina del general Pichegru en el círculo de franceses emigrados.
A decir de Paul Groussac, Belgrano y Pichegru tuvieron una relación tormentosa y apasionada. Al parecer la audacia provocativa de aquella mujer despertó su atención de inmediato y ella encontró conveniente y atractivo a aquel diplomático y militar de las luchas de independencia sudamericana, elegante y afable con las mujeres.
Lo dejó cuando tuvo oportunidad de volver a París, luego de la caída de Napoleón. Montada sobre su engaño organizó un homenaje al general Pichegru, se atrevió a sostener que en realidad era su hija y no su sobrina y hasta consiguió que Luis XVIII le concediera una pensión en tal condición. Pero luego sería descubierta, denunciada públicamente y despojada de la pensión.
En ese clima adverso, decidió viajar al Río de la Plata al encuentro de Belgrano. Cuando llegó a Buenos Aires, él ya estaba en Tucumán y ella prefirió no alejarse de las comodidades de la capital. Se alojó frente a la Catedral y si en los primeros tiempos sus excentricidades y mentiras causaban curiosidad, con el tiempo fue generando fastidio. Terminó por quedarse sin amigos cuando Pueyrredón mandó a fusilar a los franceses Robert y Lagrese, acusados de sedición.
Le conceden un pasaporte para librarse de ella y en julio de 1819 embarca rumbo a Montevideo, desde donde escribe a Belgrano una extensa carta que no se sabe si él alguna vez leyó. Para ese entonces ya había sido padre de Manuela, se habían agravado sus problemas de salud y desde la llegada de Pichegru, tuvo el tino o la fortuna de no encontrarse nunca con ella en estas tierras.

A ninguna su corazón
Dejaríamos este rompecabezas sin una de sus piezas si omitiéramos una carta que Belgrano escribió a Güemes en diciembre de 1817. De la carta suele resaltarse la siguiente frase:
“Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.
La afirmación despierta reacciones y suspicacias diversas. El hombre que más había hecho por los derechos de las mujeres y sabía sentirse a gusto con ellas, las mencionaba como pobres víctimas de su engaño y sostenía que jamás había entregado el corazón a ninguna. 
¿Cómo concebía Belgrano su relación de amistad con Güemes? 
¿Era homosexual y le estaba tirando onda?
¿Había misoginia en aquel hombre al que el Manco Paz describía como un atildado dandy?
Antes de hacerse los rulos con cualquiera de estas preguntas, resulta conveniente devolver la frase al contexto de la carta en que fue escrita:

“...Ahora quiero yo quejarme de Ud. con Ud. mismo. ¿Con qué razón, o por qué me ofende Ud. diciéndome “parece que se desconfía de mí”? No sea Ud. injusto compañero mío con su mejor amigo: la retirada de Madrid no proviene de un chisme, ni de demonio alguno que no tiene entrada conmigo; proviene de que no tengo caballos ni mulas que enviarle, de que las espadas no están concluidas, de que no hay cómo enviarle sobre doscientas monturas que necesita, de la falta de armamento de que se me queja y de la escasez de numerario en que me veo... Persuádase Ud. de que hablo con franqueza y le he de hablar siempre aunque Ud. no me quiera oír, debe Ud. haberlo visto en mi correspondencia. Lo que hiciere mal, según mi concepto, valga lo que valiere, se lo he de decir, no sólo por la causa común sino porque tengo interés en que Ud. salga con honor y brillo; yo he procurado dar a Ud. opinión en todas las provincias y fuera de ellas y es visto que me he comprometido a favor de Ud. porque lo he creído de justicia. Acuérdese Ud. de lo que le dije en el balcón del cuarto de Gurruchaga de lo que se decía sobre nuestras conferencias que todos ignoraban, y, a decir verdad, las ignoran, menos el Supremo Director que es amigo nuestro. Yo no creo que Ud. trate de engañarme, ni yo creo que Ud. se piense que yo trato de engañarlo: fuera de nosotros desconfianzas mutuas; la amistad que nos profesamos no puede reinar así. Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.

Güemes le había manifestado en una carta del 27 de noviembre su desazón por rumores que se habían esparcido luego que Belgrano enviara al oficial Madrid al noreste:

“...Halla Ud. en su conciencia, el más leve rastro o indicio en que se apoye tan horrorosa falsedad? ¿Es éste el pago que da a mis servicios? Válgame Dios, compañero amado; estoy fuera de mí y no sé qué partido tomar... ¿Qué monstruo ha abortado este infernal bostezo? No nos cansemos compañero mío. Esta es la peor y más sangrienta guerra que nos devora... …Esta es la ocurrencia que hizo variar nuestros planes, y esta es la única esperanza que tienen aquellos para sojuzgarnos: la guerra intestina; porque conocen nuestra debilidad y porque saben que no castigamos los delitos, ni premiamos la virtud. No me niegue Ud. que somos tanto o más bárbaros que ellos”.

“Compañero amado”, escribía Güemes, e imagino que eso no generó que pregunten a Felipe Pigna si era gay, como sí lo hacen con el creador de nuestra bandera. La lucha por la independencia era la preocupación principal de Belgrano y tenía plena conciencia que sostener a Güemes en el norte era fundamental. Ésta, como la casi totalidad de las cartas de Belgrano en esos tiempos, tiene a la guerra revolucionaria como su preocupación fundamental. No hay en su vida pasión alguna que no se subordine a ese desvelo. 
¿Logró amar a las mujeres?
¿Hay manera de develar sus sentimientos íntimos hacia Josefa o Dolores?
¿Alcanza extractar una frase de una carta para suponerlo mintiendo un amor que no sentía?
Partamos de una certeza: a ninguna quiso tanto como para preferirla a la Revolución, que también lo mantuvo ajeno y distante de Pedro Pablo y de Manuela.
Pero con ellas aprendió, creció y compartió pasión y lucha.
Alguna vez señaló:
“El sexo femenino, sexo en este país, desgraciado, expuesto a la miseria y desnudez, a los horrores del hambre y estragos de las enfermedades que de ella se originan, expuesto a la prostitución, de donde resultan tantos males a la sociedad, tanto por servir de impedimento al matrimonio, como por los funestos efectos con que castiga la naturaleza este vicio, expuesto a tener que andar mendigando de puerta en puerta un pedazo de pan para su sustento”.
Las oyó, disfrutó su compañía, las sumó a la lucha y las tuvo en cuenta. Comprendió sus padecimientos, valoró sus aptitudes y reivindicó con valentía sus derechos, fueran negras, indígenas o criollas.
Quizá desde esa época y por varias décadas más, nadie fue capaz de un amor tan concreto como el que Belgrano tuvo por las mujeres.

Amor revolucionario
En sus cartas, Belgrano y Güemes varias veces afirmaron que su amistad perduraría más allá de la muerte.
La magnitud de sus contratiempos y los quebrantos de salud hacían que para ambos la muerte apareciera como una posibilidad cada vez más cercana.
Manuel Belgrano moriría el 20 de junio en Buenos Aires, luego de un penoso viaje desde Tucumán, previo al cual, a consecuencia de esas conspiraciones y peleas internas, llegaron a encarcelarlo y a ponerle grilletes.
Martín Miguel de Güemes moriría el  7 de julio de 1821, luego que los que huyeron al Alto Perú, aliados con los realistas, lo sorprendieran e hirieran diez días antes.
Belgrano y Güemes, como San Martín, libraron sus luchas en un contexto de incomprensión, respaldos retaceados, falta de recursos,  hostigamientos y traiciones. Nueve días después que Belgrano escribiera la carta a Güemes, San Martín iniciaba el cruce de los Andes. Las cartas entre ellos son el hilván de una amistad que fue determinante para que hoy podamos seguir llamándonos patria. Nos toca decidir en este presente si queremos que el legado de su amistad y su lucha siga vivo más allá de la muerte.