Es agosto.
Es el día en que del otro lado del mundo, la tortuga dorada vino a avisarnos que estamos en peligro.
Lleva días sin salir a la calle . Esta vez no estuvo cuando un lobo de mar se acercó a descansar en la playa.
Vaya a saber si es su invierno quince, dieciséis o diecisiete.
Cuentan que su pata lastimada, esa que arrastraba desde la primera vez que lo vimos, es secuela de un primer dueño violento.
Quizá por eso siempre prefirió no quedarse del todo en ninguna casa.
Sobrevivió a ese amo, a cientos de peleas y a cada invierno junto al mar de Nueva Atlantis.
No sabe de fechas, pero cada otoño percibe que el sol empieza a calentar menos, los días se acortan, las calles se quedan sin pasos y voces y el frio crece.
No sabemos si advirtó que este otoño hubieron mucho menos personas y motores y Atlantis fue casi tan de los perros, las comadrejas y las aves como en sus tiempos de cachorro.
Mientras las personas se guarecieron del coronavirus, Tobi, maltrecho de libertad, junto a su compañera de años, se propuso sobrevivir a otro invierno.
Pudo mayo, pudo junio y encendió la esperanza. Pero en julio se sintió muy mal, se guareció en su casa más habitual y ya no se lo veía en la calle.
"Creo que no pasa este invierno", alguien comentó.
Y en los mismos días en que una ola polar tardía trajo una efímera nevisca a la que los meteorólogos llamaron groupiel, el enciende un sueño.
Sueña arena tibia y un sol sin nubes en el mediodía sin viento. Sueña que se pone de pie y Brownie lo sigue. Ladra en la bocacalle, un caballo lo mira. Descansa husmeando las plumas resecas de un zorzal muerto y retoma la marcha. Aún en el sueño arrastra la pata, cómo si no tuviera gracia soñarla sana. Pasa frente al chalet de techo de losa pintada de verde y, desde un pilar, una lechuza los vigila. Mira hacia atrás, cómo si su compañera fuera más lenta y tuviera que esperarla. Suben al médano y miran hacia el mar sin detener la marcha. Las tres patas de Tobi comienzan a sentir la arena más dura y húmeda. Suelta un ladrido afónico y Brownie se le adelanta obligando a huir en vuelo a una bandada de gaviotas. Luego caminan hacia el mar y corretean sobre el yodo y el agua.
Ella se detiene y se queda mirándolo. Él se aleja por la orilla rumbo al sur, hacia una bruma espesa que no parece de este mediodía.
Dicen que no fue sólo la vejez. Que su cabeza tenía huellas de alguna pelea reciente. Pero nunca dejó de ser él, tan barbincho, tan libre, tan compañero, tan hospitalario, tan valiente, tan caminador, tan rengo, tan perro.
Negra y Brownie supieron que era el mejor y lo eligieron. Y vaya a saber así a cuántas perras más se animó y cuantas peleas vivió por ellas.
En algunas semanas caminaremos sus calles y soñaremos con verlo, aún sabiendo que Tobi ya no se sueña.
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