Gotas sobre el zinc
Durante
la mañana salió el sol y deshizo la escarcha que se recordó rocío. Por alguna
hendija le llegaba el repiqueteo lento de gotas de agua sobre zinc. Las ruedas
de los coches que pasaban por la calle delataban empedrado húmedo. El pequeño
cuarto estaba oscuro y olía mal. Abrió los ojos y la voz de ella se le apareció
en medio del silencio.
-No
te pedí que vinieras, puedo arreglarme sola!
Se lo dijo la noche anterior, reclinada contra la mesada de la cocina pequeña.
El se le acercó y se quedó mirándola.
-No
podés bancarte que él te pegue.
-No.
Le
acarició el pelo, le secó las lágrimas con el pulgar. Luego la abrazó y la
apretó contra su pecho. En el comedor, la beba lloró.
Se
acercaron a la cuna. Ella le colocó el chupete, le dio unas palmadas en
la cola y la devolvió a su sueño.
Se
quedaron parados entre la mesa y la cuna.
-Me
parece que soy yo.
-¿Qué?
-Mi
papá era violento. Crecí viendo como maltrataba a mi vieja. A veces siento que
la busco, que lo provoco para que estalle. Por algo elegí un tipo así.
-¿Qué
decís? Aunque fuera cierto, si a meses de tener un bebé hace esto…
-No,
ya sé.
-No
va a cambiar.
-¿Y
qué puedo hacer? ¿Dejar a mi hija sin padre, volverme con mi vieja? Tengo que
aguantar.
Volvió
a abrazarla. Se besaron. No era la primera vez que se besaban desde que se reencontraron.
Fue de casualidad, esperando el subte. Después de once años sin verse, resultó
que vivían cerca. Habían tenido un amor raro cuando nacían los ochenta. De
aquellos tiempos a él se le aparecía siempre la misma noche. Caminaban hacia
Constitución desde el parque Lezama y se pararon a ver la TV de un bar. El comunicado de la Junta anunciaba el derribo de otros dos helicópteros británicos. El se la pasaba contando los
Sea Harrier caídos y trataba de convencerse que era posible la victoria. Ella
se le reía en la cara, le decía que esa guerra no servía para nada y que la
ganarían los ingleses. La odiaba cuando lo decía. Con el tiempo aprendería a
admirarle el escepticismo, su enemistad con la ilusión.
-No
tenés que aguantar. Estás como yo con los helicópteros.
Primero
arrugó la frente sin entender. Luego le sonrió.
-Vamos
a comer algo.
-¿No
va a venir?
-No.
Se queda en lo de la madre.
Arroz
blanco. Se lo sirvió pidiéndole disculpas por no haber tenido tiempo de
preparar otra cosa. Pero su plato preferido era el arroz blanco.
Cenó
con esa mujer que no era su mujer junto a la pequeña beba que no era su hija.
-Yo
lavo los platos- dijo poniéndose de pie. En la cocina, raspó con la cuchara el
fondo de la olla y se comió el arroz quemado. Lavó sin salpicar. Ella preparó
café y se sentaron juntos en el sillón a ver televisión.
Se
besaron otra vez. El intentó quitarle la remera.
-No…
-Sí…
-No,
no quiero.
Intentó
forzarla y ella se puso de pie.
-¿Qué
te pasa?
-Nada,
no quiero…
-Pero
si el otro día…
Ella
negó con la cabeza.
Se
quedó contrariado por unos segundos. Luego volvió al ataque.
-¡Dejame!-
gritó ella. El ya estaba decidido a forzarla. Se le tiró encima, le quitó las
calzas.
-¡Está
bien, esperá! Esperá que voy al baño.
La
dejó incorporarse. Ella corrió hasta la cuna, tomó la beba y la abrazó fuerte.
-¡Andate!
Se
enfureció. Se abalanzó sobre ella y trató de arrancarle la nena de las manos.
Ella se tiró en el sillón y se acurrucó abrazando fuerte a su hija.
La
beba comenzó a llorar. El igual insistió. La tomó de los brazos intentando que
la soltara. Hasta que se descubrió apretándole las muñecas. Entonces reaccionó.
Eran sus increíbles muñecas flacas. Respiró hondo y se puso de pie. Se sentó junto
a la mesa y se quedó en silencio.
-Andate-
insistió ella luego de una pequeña eternidad.
Se
puso de pie y caminó hacia la puerta. La abrió y salió al pasillo. La puerta se
cerró a sus espaldas y se quedó parado en la oscuridad.
Cuando
llegó a la puerta de calle se dio cuenta que estaba cerrada con llave. Volvió
al departamento, tocó timbre, golpeó, pero ella no le abrió. Fue hasta la
puerta otra vez, con la esperanza que alguien le abriera. Pero eran las dos de
la madrugada y recién empezaba junio. Caminó hasta el fondo del pasillo, abrió el
cuarto de basura, se sentó en el suelo y aunque le parecía que no podría
acostumbrarse nunca al mal olor, se quedó dormido. Así hasta que abrió los ojos
y oyó el repiqueteo lejano de las gotas sobre el zinc.
Se
puso de pie, caminó entumecido hacia la calle. La puerta del edificio estaba
abierta de par en par. El encargado lavaba la vereda. A pesar del sol, sintió
frío. Caminó hacia Corrientes tratando de pensar que haría durante el día. Se
compró una afeitadora descartable, se rasuró
en el baño de Gildo, se peinó lo mejor que pudo y se metió en el subte
rumbo al trabajo.
“Arruiné
todo”.
No
conseguía librarse de ese pensamiento.
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