-¡Te mato!
Felipe me apunta con el serrucho de plástico de su cajita de herramientas.
-¡Te mato!
Hace días que juega a disparar y matar inventando revólveres. Nos amenaza con risa nerviosa, nos mira y espera nuestra reacción. Nos desafía.
No hay armas de fuego ni soldados entre sus juguetes. Pero él las inventa.
¿Por qué? Hay dos razones posibles. Lo aprende con sus compañeritos del jardín o trata de repetir algo de lo que vio el día que entraron ladrones en casa amenazándonos con un arma.
Más de una vez intenté interrogarlo. Pero no logré sacarlo del juego.
-¡Te mato!
Le faltan 4 meses para cumplir tres años y son sus primeros escarceos con la idea de la muerte.
Hace unos días dijo algo más, en la comisaría. Yo necesitaba ampliar la denuncia por el robo del auto y estuvimos un rato largo esperando en el hall. Entraban y salían policías. Felipe me avisaba cada vez que llegaba o se iba un patrullero. En un momento sacaron un preso esposado de la zona de calabozos, lo llevaron hasta alguna de las oficinas. Luego lo trajeron de vuelta y lo dejaron parado frente a la puerta por la que lo vimos entrar. Allí estuvo unos instantes, apenas erguido en su delgadez, de espaldas a la calle y a nosotros, solo. Lo volvieron a encerrar, entraron y salieron otros policías, una oficial nos preguntó si ya estábamos atendidos, Felipe me señaló la partida de otro patrullero, dos hombres aguardaban novedades de la moto que les habían robado un rato antes.
-¿Papá, nos van a matar?
-¿Eh?
Le pasé la mano por la cabeza y le pregunté cómo se le ocurría. Comencé a explicarle que los policías estaban para cuidarnos y no para matarnos, aunque la convicción se me esfumaba a medida que me oía. Dejé trunca la explicación con un abrazo.
-Nadie, nadie va a matarnos.
Otra vez su curiosidad asomada a la muerte. Mi amigo Marcelo dice que la muerte no es un problema. Lo aprendió hace una década, cuando estudiaba en la Universidad, y disfrutaba explicarnos una y otra vez que no puede ser un problema porque no tiene solución. Albert Camus no pensaba como él, aunque su solución no era más que una suerte de ventilación de la vida. La muerte establece el sinsentido del universo, convierte al hombre en un extranjero, un extraño, que desde el sentimiento de lo absurdo es el único llamado a buscar ese sentido moviéndose sin parar, combatiendo la peste. Por otros arrabales pero con similar lógica anduvo Bukowski, quien advirtió que todo lo que nos mueve está determinado por la presencia de la muerte. Pero Felipe es un niño menor de tres años y a su edad la muerte se percibe como algo que se puede cambiar, que es posible que el niño que hoy muere en el patio mañana estará con él en la sala almorzando. No concibe el concepto de nunca más o de siempre. Tal vez no esté tan errado y la lógica del niño esté más cercana a la verdad que la que creemos evidente. Puede que lo de Camus y Bukowski haya sido un desesperado esfuerzo para seguir pensando como niños.
-¡Te mato!- repite Felipe y da dos pasos atrás. Llevo a Juanita en brazos. -¡Acostate en el suelo!-, me dice con sus medias palabras señalando el lugar en que los ladrones nos obligaron a acostarnos boca abajo aquella noche mientras nos amenazaban con un revólver.
-¡Juanita, vos también acostate!-. Se inclina, señala el lugar donde pretende que nos pongamos.
Estoy parado frente a él, de espaldas a la cocina. Me quedo mirándolo. Por un instante pienso en acostarme en el suelo para ver hasta donde llega. Dejo a Juanita en su sillita y vuelvo a él. Lo alzo en brazos y lo siento a mi lado en el sillón. Está en silencio.
-¿Querés que me acueste en el suelo? ¿Como los chicos que nos robaron?
-Sí- responde con la mirada perdida en el televisor apagado.
No sé muy bien que significa para él la muerte, pero no hay duda que lo tiene preocupado.
-No va a pasar nada malo, Feli, no hay que matar a nadie y nadie va a venir a matarnos.
Felipe me apunta con el serrucho de plástico de su cajita de herramientas.
-¡Te mato!
Hace días que juega a disparar y matar inventando revólveres. Nos amenaza con risa nerviosa, nos mira y espera nuestra reacción. Nos desafía.
No hay armas de fuego ni soldados entre sus juguetes. Pero él las inventa.
¿Por qué? Hay dos razones posibles. Lo aprende con sus compañeritos del jardín o trata de repetir algo de lo que vio el día que entraron ladrones en casa amenazándonos con un arma.
Más de una vez intenté interrogarlo. Pero no logré sacarlo del juego.
-¡Te mato!
Le faltan 4 meses para cumplir tres años y son sus primeros escarceos con la idea de la muerte.
Hace unos días dijo algo más, en la comisaría. Yo necesitaba ampliar la denuncia por el robo del auto y estuvimos un rato largo esperando en el hall. Entraban y salían policías. Felipe me avisaba cada vez que llegaba o se iba un patrullero. En un momento sacaron un preso esposado de la zona de calabozos, lo llevaron hasta alguna de las oficinas. Luego lo trajeron de vuelta y lo dejaron parado frente a la puerta por la que lo vimos entrar. Allí estuvo unos instantes, apenas erguido en su delgadez, de espaldas a la calle y a nosotros, solo. Lo volvieron a encerrar, entraron y salieron otros policías, una oficial nos preguntó si ya estábamos atendidos, Felipe me señaló la partida de otro patrullero, dos hombres aguardaban novedades de la moto que les habían robado un rato antes.
-¿Papá, nos van a matar?
-¿Eh?
Le pasé la mano por la cabeza y le pregunté cómo se le ocurría. Comencé a explicarle que los policías estaban para cuidarnos y no para matarnos, aunque la convicción se me esfumaba a medida que me oía. Dejé trunca la explicación con un abrazo.
-Nadie, nadie va a matarnos.
Otra vez su curiosidad asomada a la muerte. Mi amigo Marcelo dice que la muerte no es un problema. Lo aprendió hace una década, cuando estudiaba en la Universidad, y disfrutaba explicarnos una y otra vez que no puede ser un problema porque no tiene solución. Albert Camus no pensaba como él, aunque su solución no era más que una suerte de ventilación de la vida. La muerte establece el sinsentido del universo, convierte al hombre en un extranjero, un extraño, que desde el sentimiento de lo absurdo es el único llamado a buscar ese sentido moviéndose sin parar, combatiendo la peste. Por otros arrabales pero con similar lógica anduvo Bukowski, quien advirtió que todo lo que nos mueve está determinado por la presencia de la muerte. Pero Felipe es un niño menor de tres años y a su edad la muerte se percibe como algo que se puede cambiar, que es posible que el niño que hoy muere en el patio mañana estará con él en la sala almorzando. No concibe el concepto de nunca más o de siempre. Tal vez no esté tan errado y la lógica del niño esté más cercana a la verdad que la que creemos evidente. Puede que lo de Camus y Bukowski haya sido un desesperado esfuerzo para seguir pensando como niños.
-¡Te mato!- repite Felipe y da dos pasos atrás. Llevo a Juanita en brazos. -¡Acostate en el suelo!-, me dice con sus medias palabras señalando el lugar en que los ladrones nos obligaron a acostarnos boca abajo aquella noche mientras nos amenazaban con un revólver.
-¡Juanita, vos también acostate!-. Se inclina, señala el lugar donde pretende que nos pongamos.
Estoy parado frente a él, de espaldas a la cocina. Me quedo mirándolo. Por un instante pienso en acostarme en el suelo para ver hasta donde llega. Dejo a Juanita en su sillita y vuelvo a él. Lo alzo en brazos y lo siento a mi lado en el sillón. Está en silencio.
-¿Querés que me acueste en el suelo? ¿Como los chicos que nos robaron?
-Sí- responde con la mirada perdida en el televisor apagado.
No sé muy bien que significa para él la muerte, pero no hay duda que lo tiene preocupado.
-No va a pasar nada malo, Feli, no hay que matar a nadie y nadie va a venir a matarnos.
Nos quedamos sentados en silencio, tomados de la mano.
-A comer- llama Mariana desde la cocina.
-Vamos, papá.
-Te quiero mucho, Felipe.
-Te quiero mucho, papito.
Se va corriendo a la cocina y me quedo sentado en el sillón. Miro hacia un costado, hacia donde nos quiso hacer acostar, el lugar que eligió para representar su preocupación, su escenario. “El escenario es el lugar donde soy más feliz”, dice María enamorada de las tablas. Felipe montó su obra y terminé de entender por qué nunca va a morir el teatro. Al animal político, al que ríe, al del pulgar opuesto, también lo define representar y representarse. Actores y actrices desde la infancia temprana. Sigo sentado en el sillón y ya no queda en la sala otro espectador.
“Te mato, dame toda la plata o te mato”. Por un momento vuelven los ladrones. Uno me apunta, el otro protesta. La chica sube la escalera con Juanita en brazos. Alzo la vista. Sigo sin poder acordarme de su cara. Se cruza con mi amigo Marcelo, que se detiene detrás de ella y repite su parlamento: “la muerte no es un problema porque no tiene solución”. El absurdo entra por la puerta principal: es Camus sobre su moto. Me ve acostado en el suelo, intenta esquivarme. Rueda y queda tendido en el suelo. Ya no respira. A un costado queda su alforja con sus últimos escritos. Chinasky llega desde la cocina agitando una botella casi vacía. Avanza decidido a golpear al muchacho del revólver y no habrá dios que lo detenga. Temo en qué pueda terminar este sueño. Muevo la cabeza, miro hacia la TV y me pongo de pie. Ya se han esfumado Camus, Chinasky, los ladrones y mi silueta extendida boca abajo sobre el suelo.
Entro en la cocina. El bueno de Antonio, parado detrás de Felipe, alza su brazo.
“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé, nunca jamás”.
Felipe golpea el tenedor contra el plato.
-¡Quiero Coca, papito!
Ya no piensa en la muerte.
-A comer- llama Mariana desde la cocina.
-Vamos, papá.
-Te quiero mucho, Felipe.
-Te quiero mucho, papito.
Se va corriendo a la cocina y me quedo sentado en el sillón. Miro hacia un costado, hacia donde nos quiso hacer acostar, el lugar que eligió para representar su preocupación, su escenario. “El escenario es el lugar donde soy más feliz”, dice María enamorada de las tablas. Felipe montó su obra y terminé de entender por qué nunca va a morir el teatro. Al animal político, al que ríe, al del pulgar opuesto, también lo define representar y representarse. Actores y actrices desde la infancia temprana. Sigo sentado en el sillón y ya no queda en la sala otro espectador.
“Te mato, dame toda la plata o te mato”. Por un momento vuelven los ladrones. Uno me apunta, el otro protesta. La chica sube la escalera con Juanita en brazos. Alzo la vista. Sigo sin poder acordarme de su cara. Se cruza con mi amigo Marcelo, que se detiene detrás de ella y repite su parlamento: “la muerte no es un problema porque no tiene solución”. El absurdo entra por la puerta principal: es Camus sobre su moto. Me ve acostado en el suelo, intenta esquivarme. Rueda y queda tendido en el suelo. Ya no respira. A un costado queda su alforja con sus últimos escritos. Chinasky llega desde la cocina agitando una botella casi vacía. Avanza decidido a golpear al muchacho del revólver y no habrá dios que lo detenga. Temo en qué pueda terminar este sueño. Muevo la cabeza, miro hacia la TV y me pongo de pie. Ya se han esfumado Camus, Chinasky, los ladrones y mi silueta extendida boca abajo sobre el suelo.
Entro en la cocina. El bueno de Antonio, parado detrás de Felipe, alza su brazo.
“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé, nunca jamás”.
Felipe golpea el tenedor contra el plato.
-¡Quiero Coca, papito!
Ya no piensa en la muerte.