Cuando me acuesto Mariana ya duerme. Levanto un poco la cortina, para dormirme mirando hacia la calle. A lo lejos, como cada noche, se oye un tren.
De niño me dormía viendo la luz de los cigarrillos de mis viejos apagarse y encenderse en la oscuridad con cada pitada. Vivía más lejos que ahora del ferrocarril, pero en la noche el sonido de la bocina del tren igual llegaba hasta mi cama.
Hace más de ciento cincuenta años que circulan trenes en nuestro país y casi doscientos en el mundo. Al asomarme a la adolescencia y ver las señales deslumbrantes del progreso, más de una vez me pregunté durante cuánto tiempo seguirían existiendo los trenes. Al fin y al cabo, en La Plata, mi padre me hizo viajar en uno de los últimos tranvías. ¿Llevaría acaso alguna vez en el bolsillo boletos para el último tren?
Hoy sé que no. Los trenes me sobrevivirán. Mi viejo tenía sobre la pileta del lavadero, la imagen de una vieja estación a la que le había pegado con paciencia inusual un cartelito que decía Atalaya. Tenía razón, aquella estación era muy parecida a la de Atalaya, en Magdalena, donde el tren no llegó nunca más por decisión de Onganía y donde me recuerdo una vez esperando en el andén la llegada del hielo con mi tío abuelo José. Pero seguirán los trenes, mal que pese a quienes se dedicaron a desmantelarlos, y eso me alegra.
También me provoca una extraña desazón. Los trenes seguirán y yo no. Cada noche intento ahuyentar con un suspiro ese pensamiento. No sobreviviré a los trenes como alguna vez imaginé, como tampoco ser adulto se parece a lo que yo suponía en aquellos tiempos. En mi último día, seguiré siendo ese niño que se duerme mirando la calle o algún destello en la oscuridad y oyendo el lejano sonido de las bocinas de los trenes.
De niño me dormía viendo la luz de los cigarrillos de mis viejos apagarse y encenderse en la oscuridad con cada pitada. Vivía más lejos que ahora del ferrocarril, pero en la noche el sonido de la bocina del tren igual llegaba hasta mi cama.
Hace más de ciento cincuenta años que circulan trenes en nuestro país y casi doscientos en el mundo. Al asomarme a la adolescencia y ver las señales deslumbrantes del progreso, más de una vez me pregunté durante cuánto tiempo seguirían existiendo los trenes. Al fin y al cabo, en La Plata, mi padre me hizo viajar en uno de los últimos tranvías. ¿Llevaría acaso alguna vez en el bolsillo boletos para el último tren?
Hoy sé que no. Los trenes me sobrevivirán. Mi viejo tenía sobre la pileta del lavadero, la imagen de una vieja estación a la que le había pegado con paciencia inusual un cartelito que decía Atalaya. Tenía razón, aquella estación era muy parecida a la de Atalaya, en Magdalena, donde el tren no llegó nunca más por decisión de Onganía y donde me recuerdo una vez esperando en el andén la llegada del hielo con mi tío abuelo José. Pero seguirán los trenes, mal que pese a quienes se dedicaron a desmantelarlos, y eso me alegra.
También me provoca una extraña desazón. Los trenes seguirán y yo no. Cada noche intento ahuyentar con un suspiro ese pensamiento. No sobreviviré a los trenes como alguna vez imaginé, como tampoco ser adulto se parece a lo que yo suponía en aquellos tiempos. En mi último día, seguiré siendo ese niño que se duerme mirando la calle o algún destello en la oscuridad y oyendo el lejano sonido de las bocinas de los trenes.