Es muy fácil matarse en este rancho. Esa soga y el coraje. Es todo lo que necesito. Ataré la soga a la base de la baranda del altillo y saltaré hacia la planta baja. Así de sencillo. Si todo pudiera cambiar. No, nada cambiará. Sucederá que me pondré cada vez peor. De pronto puedo verlo con mucha claridad. Hace tiempo que no conseguía pensar tan bien. Como si la furia de anoche me hubiese despejado de brumas. Ahora que no tengo documento ni trabajo ni dinero ni mujer. Ahora que ella se ha ido llevándose todo. Si supiera el favor que me ha hecho. Solo frente a mi realidad. Soy la evidencia de lo irreversible.
Subo a la planta alta. Esquivo las prendas revueltas. Ato la soga a la madera. El mismo nudo que me enseñó de niño mi padre para atar los anzuelos de pesca. Calculo la distancia y preparo el lazo en el otro extremo. Lo suelto y bajo la escalera. Me paro bajo el lazo. Está treinta centímetros encima de mi cabeza. Me invade una gran tranquilidad. Nunca hubiera imaginado que la idea de mi muerte pudiera concederme esta calma.
Salgo. Camino por la calle unos metros alejándome del mar y me quedo parado mirando hacia el campo. Veo un monitor encendido por la ventana pequeña de un rancho que solitario se entrega dócil al avance de las penumbras. Lejos y detrás, poco antes del horizonte, un pequeño bosque de árboles esbeltos. Entre los troncos delgados, nubes rojizas esfuman la caída del sol. Tras los árboles, el agua del mar viaja por el arroyo hacia la laguna. Recuerdo otro rancho, inclinado sobre el mar, hendido por el agua y en su mitad partido, a punto de naufragar, como la tarde. Las nubes se han puesto casi negras. Cuando ya daba por iniciada la noche, vuelve la luz. El sol es una gran bola naranja que se asoma por una hendija de la persiana americana de nubes que se abre sobre el filo del horizonte, y la tarde renace como si fuera un amanecer, el más breve de los amaneceres, rodando a plena luz por la ribera de la noche. El saludo de una niña en bicicleta que pasa frente a mí me distrae. No sé quién es y puede que ella tampoco sepa quien soy. Saludar al desconocido, darse por enterado de su presencia, no pasar frente a él indiferente u hostil. ¡Si yo fuera capaz de una vida así! Hacer mi trabajo, ir a por esto o aquello, saludar a los que conozco y a los que no, sentarme en una galería a esperar que el sol se esfume, adivinar en la noche las risas lejanas, ser una de las voces de mi pueblo pequeño, oír mi nombre y alzar la sonrisa para corresponder el detalle, abrir los ojos por la mañana, espiar al cielo y saber qué hacer. La niña de la bicicleta se perdió en el camino. El rancho en medio del campo es una sombra sin contornos. Una lámpara enciende una de las ventanas. Le hendija de la persiana americana se cierra del todo. Solo en medio de la noche, sé que el rumbo de la niña me llevaría a encontrarme con otras voces, tomar un trago con alguien, escuchar alguna conversación ajena o encontrar alguna mirada conocida. Pero no tiene sentido, no iré al encuentro de nadie. No tengo otro camino que volver sobre mis pasos, entrar en mi rancho, subir al altillo y saltar.