El taxi dejó atrás la tristeza sin domingos de
la cancha de Huracán y esquivando camiones echados como reses, llegó por
Amancio Alcorta hasta el playón sin luna de la embotelladora de Coca Cola, para
abrirse hacia la izquierda y refugiarse en las medias sombras de la calle
Beazley. Detrás de un árbol desnudo se alzaba el boliche de dos barrios, con
los garabatos de sus paredes encendidos por la palidez de una esfera de luz a
cuyos pies, parado sobre el umbral de mármol gastado, un pibe se despabilaba de
una tarde aburrida para comenzar a ganarse sus propinas de sábado por la noche.
-Por
acá, bienvenidos- dijo ceremonioso mientras abría la puerta y dejaba a la vista
una mesa al pie del mostrador en la que tres hombres bebían y fumaban.
-Gracias-
le dijo a Mario y se metió en el bolsillo del pantalón su primer peso de la
noche. Un mulato calvo y oriental los invitó a
acomodarse en la mesa reservada por Alfredo Carlino. Eran los primeros en
llegar.
Mariana y Paula se sentaron de espaldas a la
pared y de cara al mostrador. Reclinada sobre su guitarra, Nelly Omar no dejaba
de mirarlas.
-¿Qué
es JG?- le preguntó Paula al mozo luego que Mario le pidiera un Cinzano.
-Jorge
Garcés. Así se llamaba El Chino.
En
realidad no era Garcés sino García. El Chino cambió porque el apellido que le
dejó su viejo olía demasiado a almacén. Al fin y al cabo, también ese boliche
había sido Almacén. Almacén y bar. Pero El Chino tenía más alma de cantor que
de almacenero, aunque el cambio de nombre de mucho no sirvió, porque más que
como cantante se ganó su lugarcito en la historia como anfitrión y hasta el bar
se desentendió de García y de Garcés y eligió llamarse El Chino.
-Sentate,
Alfre.
-Pará,
Mari, estoy mirando. – Pepe Sacristán, Roberto Goyeneche, Leonor Benedetto,
Leonardo Favio, Charlie Chaplin, Adolfo Aristarain, El Chino, Hugo del Carril,
Anibal Troilo, Alfredo Carlino, Osvaldo Pugliese, Gardel y cien más habitaban
el boliche desde las paredes en fotos, afiches y dibujos viñeteados de versos.
No era curiosidad. Si sus mujeres esperaban que la velada creciera con ánimos
de diversión, Mario y él la vivían como parte del trabajo. Esa noche se cantaría por primera vez el tango de
Torcuato.
* *
*
Todo
empezó casi por casualidad, en la mesa de mármol del comedor de la casa de Di
Tella, el mediodía en que Gabriel Mariotto lo visitó acompañado por Alfredo
Carlino, con la peregrina idea de que el poeta volviera a ocupar un cargo con
que ya lo había homenajeado Jorge Asís en
su efímera gestión: director de cultura popular. El tiempo es veloz. Torcuato
estaba cómodo en el mundo de sus libros, investigaciones, notas y gestos
provocativos, y en unos pocos meses devino político, funcionario y populista. Retornado
de España, Gabriel Mariotto estaba otra
vez en el ruedo como subsecretario de Medios de la Nación. ¿Y Carlino? Siempre
igual, siempre fiel a la sed de sus ojos. Sed de decir, de hacer, de dilapidar, de comer, de beber.
Carman y Alfredo apenas comían,
preocupados porque todo saliera bien, midiendo posibilidades y riesgos,
casi olvidados del plato, de la fuente, de la botella, del vaso, de la
despreocupada hospitalidad del hombre que les ofrecía papas pequeñas del
altiplano de las que el vicegobernador Daza le había obsequiado. Carlino
derramaba a borbotones recuerdos, sentencias y uno que otro mendrugo que
saltaba entre gesticulaciones del tenedor a su apretado chaleco de lana. Y
Torcuato se recordó poeta. Fue hasta la computadora y volvió con la letra de un
tango sin fuelle, la leyó sin rubor y lanzó el guante que Gabriel recogió por
Carlino: el poeta encontraría las notas para el adiós que Torcuato tecleó para el siglo veinte.
* *
*
Aunque a Mario y Alfredo les pareció una
eternidad, los tres o cuatro meses que tardó Carlino en anunciar la partitura
fue un parto tan parte de lo veloz como la velocidad con que Delfina Muñoz, la
mujer del Chino, volvió del almacén de enfrente –porque “El Chino” ya no era
almacén- con una botella de Cinzano que empezó a vaciarse en el vaso que el
mozo plantó sobre la mesa frente a Mario.
Así comenzaron su noche en el bar los
adelantados de la expedición. Mario bebiendo su Gancia, Paula tratando de
averiguar el nombre del mozo, Alfredo por las paredes, Mariana descifrando los
personajes de la mesa plantada frente a la barra.
Salvo un efímero acercamiento adolescente a
los jóvenes de los setenta, para Mario
también era nuevo eso de la política. Sus 45 años cargaban una vida de 90. No
alcanzaba a explicarse su historia con lo que había andado por los arrabales
del mundo al paso de los años mozos, ni con las diversas destrezas con que se había ganado el sustento
ni con las idas y venidas de su amor con Paula ni con las caras famosas y no
tanto cargadas en la memoria de su alforja ni con las tardes de sábado
recorriendo canchas inhóspitas siguiendo a Excursio
ni con los caños que tiró ni con los años duros de Bariloche ni con su
propensión a parar y llevar la pelota con cara externa ni con ningún otro
retazo de su marcha. Tal vez, como a Alvar Núñez, lo que mejor definía a Mario
era su condición de caminante. Ese caminante alguna vez se reencontró con su viejo
amigo Jacobo Grossman y tuvo la oportunidad
de demostrar lo que sabía de organizar eventos ayudando a Eugenio
Zaffaroni en el INADI. Allí empezó a mojarse los pies en la política, que hasta
entonces había mirado de refilón a través de Alfredo, esposo de su cuñada Mariana,
quien llevaba dos décadas de militancia. No tardó mucho en nadar a sus anchas
en esas aguas, más propicias en esos raros tiempos nuevos que el país parecía
haberse ganado luego de casi perderse en el hoyo de la miseria. Mario repartía
sus esfuerzos para respaldar los pasos exhaustos pero sabios de Enrique Oteyza,
la no tan imprevista nominación de Raúl Zaffaroni a la Corte -¿acaso no la
habían soñado en el terreno de lo improbable?- y el desnudo desembarco de Torcuato Di Tella al frente de la
Secretaría de Cultura.
Apuró el trago y por el fondo del vaso vio
abrirse la puerta. Era otro Chino, no el del bar, sino Fernando Navarro, el que lideraba el grupo político que había
servido de nexo entre Torcuato y Kirchner. Con él llegó su esposa Silvia,
Javier Ruiz, concejal de Lomas de Zamora, también con su esposa, y Gabriel
Bruera, que acompañaba a su hermano en el
empecinamiento por llegar a la intendencia de La Plata. Las esposas se sentaron del centro
hacia la izquierda de la mesa y comenzaron a parlotear. El Chino se ubicó
frente a Mario. Javier recorría las paredes cuando la puerta se abrió otra vez
para dar paso a la figura de Alfredo Carlino. Se abrazó con Javier e
intercambiaron amigables reproches. Uno debía una visita, el otro un libro. Una
pareja entró y se acomodó en un rincón cercano al mostrador. Detrás de ellos,
Gustavo Gordillo con sus dos hijos, Julia y Octavio.
-¿Y,
quién se le animó al tango de Torcuato?- preguntó Javier.
-¡Uy,
pibe, no me hablés! ¡Esa letra! Estos se creen que una música se hace en un
rato. Pero lo tenemos. Costó pero está.
* *
*
La
noche ya tenía ruido de bar cuando Torcuato entró sonriendo, sus esbeltos 74
enfundados en un ambo gris que hubiera brillado mejor en Michelángelo que en
las luces agrias del Bar El Chino. De su mano, Tamara, un traje color hueso
encendido en su delgada palidez. Sus hijos, Carolina y Sebastián, pasearon por las paredes sin terminar de
acomodar la mirada de asombro en la paleta grasosa de recuerdos ajados. “Abierto de diez a diez”, leyó el novio de
Carolina en la pared contra la que se
estiraba la mesa.
-Esas
son las ecuatorianas- dijo Mario.
Alfredo no se había sentado durante la breve
media hora que llevaba en el lugar. Torcuato le dio una palmada en el hombro,
Tamara, un beso en la mejilla.
-Ellas
son Isabel y Alcira.
Alta
como Tamara, sonrisa de ex modelo, piernas largas en calzas camouflage, brazos al aire, sonrisa con todos
los dientes, Isabel. Distante, pequeña, redondeces esfumadas de tiempo, negros
los pantalones negra la blusa más que los ojos,
Alcira.
Todos
saludaron a casi todos y Carlino parecía ser parte de todos los saludos. El
mozo no había terminado de acomodarlos en las mesas cuando el poeta arremetió
con copias de una de sus creaciones. La poesía no era sólo escribir. A fuerza
de desmesura y prepotencia, sus versos andaban de bar en bar, de reunión en
reunión, noche tras noche, para que oyeran Perón, Manzi, Fermín Chávez o Di
Tella. Sus fotocopias, sus viejos libros ajados o los no tan viejos eran tan
efímeros como él. Él era su obra, llevaba los versos puestos como las manos o
la saliva.
¿Importa el orden en que se sientan las
personas en las mesas largas? Torcuato y Tamara ocuparon el centro de la fila
de los que se sentaban de espaldas a la pared. A la izquierda de Tamara, una
frente a otra, sus amigas ecuatorianas. Junto a ellas, las otras mujeres. Del
lado de la pared, la hija de Tamara era el nexo con el último pelotón de
hombres. Del otro lado, la esposa de Javier. Las únicas mujeres que habían
quedado separadas de las otras eran la hija de Gustavo Gordillo y la esposa de
Carman. A la derecha de Torcuato, el Chino. Frente a él, Octavio. Junto a
Gustavo y frente a Tamara, Alfredo. Itinerantes, en todas partes y en ninguna,
Mario y, por supuesto, Carlino.
* *
*
Como
una más, la reina del Pilates recibió con distinción su empanada y le hincó los
dientes con delicadeza. Silvia soltó en el oído izquierdo de Alfredo sus dudas
acerca de la edad de Tamara. El le hizo una rápida cuenta basada en que la
hermana mayor de Tamara, Graciela, se marchó a estudiar a Estados Unidos sin
poder iniciar la Universidad en nuestro país a causa de la Noche de los
Bastones Largos.
-¡Está
bárbara!
-Lo
bueno es que se ve bien y a la vez
parece la edad que tiene.
-No,
parece menos.
-No,
miraste mal.
Tamara
intentaba explicarle a su amiga ecuatoriana la importancia del Instituto Di
Tella en los sesenta. Vio que la mirada de Alfredo entraba en la conversación y
le abrió la puerta.
-Vos
que sos político, podés explicarle...
Transgresión,
creatividad, happennings, Nacha… Para que te des una idea de la importancia de
la marca Di Tella, en aquellos tiempos,
la mayoría de los taxis de esta ciudad eran Siam Di Tella 1500, y otro tanto
con las heladeras: aun hoy mi madre usa su heladera Siam. Era el esfuerzo de
ese nombre volcado a promover la cultura en un momento explosivo. Haber pasado
por allí sigue siendo hoy una gran carta de presentación que usan más de los
que realmente estuvieron.
-Sebastián,
mirá ese equipo de fútbol, tiene el auspicio de la empresa en la camiseta.-
gritó Torcuato cruzando todas las conversaciones. El hijo de Torcuato se acercó
a la foto y asintió con entusiasmo. Alfredo no llegó a distinguir si era un
equipo barrial o una vieja formación de Huracán. Volvió de la pared a la mesa y
a las palabras.
-¿Son
de Quito?
-No,
de Guayaquil.
-Dónde
se encontraron San Martín y Bolívar.
-Ahí
mismo.
La
conversación navegó por el río Guayas, subió al malecón, saltó a la
dolarización ecuatoriana –Cavallo incluido- y se quebró en un grito que Alfredo
Carlino disparó a Torcuato desde el fondo de la mesa.
-¡Che,
Torcuato, tus hijos son unos gorilas!
-Y,
no sé a quién habrán salido- lo barajó Torcuato con una ironía propia de su
sonrisa de corto de vista.
* *
*
Javier
fue testigo privilegiado del pre y el posludio del grito de Carlino. La
discusión no surgió por accidente. Si Torcuato era un provocador mordaz,
Carlino era un torbellino que en veinte segundos llegaba al nudo del despelote.
El ya estaba curtido –y cansado- de
acercamientos racionales, progresistas y por izquierda al universo peronista.
Tal vez cada una de sus noches atesoraba una mesa bien regada con una de esas
discusiones. Y seguramente con más de una progre
había terminado la discusión en la cama. Algunas personas se moderan y hasta se
refinan con los años. Otras, sueltan cada vez más las riendas a Mr. Hyde. Por
eso, a Carlino no le bastó con plantarle a los pibes la discusión en Perón,
Evita y nuestras luchas populares. Nada de eso. Se los llevó sin escalas frente
a los bigotes del mismísimo Saddam Husseim y desde allí plantó su nacionalismo
antimperialista.
Egresado del Buenos Aires, estudiante de
Economía y adicto a las computadoras, Sebastián navegaba con cautela por las
aguas en que los había metido la osadía de su padre. Con Carlino perdió la
calma.
-Kissinger
no es culpable de que no sepamos defender nuestros intereses- le soltó con
hartazgo mirándolo de refilón para volver luego los ojos a su medio vaso de
soda.
El novio de la hija de Torcuato, que de
política parecía entender poco, discutía con pasión de hincha de fútbol. Un
hincha algo gorila, claro. Gritaba, gesticulaba, se indignaba a carcajadas con
los comentarios desopilantes de Carlino. De vez en cuando, Javier lanzaba
alguna afirmación que simulaba encaminar la discusión a aguas calmas, pero cuyo
verdadero fin era detonar nuevas explosiones. Lejos de ellos, Gordillo no
quitaba los ojos de encima de Carolina. Hasta que el grito de Carlino lo
despabiló.
* *
*
Las paneras estaban vacías -migas hasta en las
piernas de Tamara- y las empanadas hacían trabajar de más a los jugos gástricos
cuando se inició la ronda de medios chorizos. Alfredo vio la grasa treparse al
pinchazo del tenedor de Torcuato y buscó la mirada del Chino para compartir el
recuerdo que le había subido con el reflujo de la empanada. Pero el Chino
conversaba con Jorge Carman asuntos de la era
K y Alfredo no pudo más que quedarse a solas con su evocación gastronómica
mientras lamentaba no haber guardado un pedazo de pan para su medio chorizo.
La vez primera que Torcuato Di Tella dio una
charla para los muchachos de Lomas fue una noche muy fría en la quinta que el
Chino tenía frente al centro logístico de Cotoen Esteban Echeverría. Aunque
estaban en un quincho, aquella vez no sirvieron asado ni empanadas, sino
bolitas de fraile. Sí, bolitas de fraile, ni siquiera churros. No recordaba
bien como había surgido esa idea, pero sí estaba seguro que tenía mucho más que
ver con la pobreza que con la extravagancia. Eran tiempos duros por dónde se
los mirase. Y conseguir un mango era casi tan difícil como encontrar el rumbo.
Derrotado el peronismo y el país a la deriva timoneada por la Alianza, semana
por medio se reunían allí cincuenta o sesenta personas a escuchar y debatir
con alguien que pudiera arrimar algunas
pistas para salir de la malaria. La
vez anterior a esa primera de Torcuato, con Alejandro Horowicz siguieron
parloteando hasta las cuatro de la mañana. Claro que en esa ocasión habían
conseguido el asado y el vino. Pero Torcuato no tuvo problemas en llenarse los
dedos de azúcar. Se apasionaba exponiendo su idea acerca de la evolución del
sistema de partidos políticos en Argentina y poder hacerlo frente a un grupo de
militantes en el corazón del peronismo bonaerense tenía hasta cierto sentido de
aventura.
La segunda vez, luego de oírlo en un curso de
formación que habían organizado en la sede de un sindicato, lo llevaron a La
Pinta, una vieja pizzería lomense que esquivaba los vientos de reciclaje que
soplaban en su rubro. Dos grandes de muzzarella al molde, cerveza y todas las
porciones de faina que hicieran falta fueron el menú. Allí no hablaron mucho de
política, entre otras cosas porque Torcuato no le sacaba la vista a un
televisor encendido en un programa que
casi nunca había visto: el de Marcelo Tinelli.
Hubo una tercer comida, reciente y memorable,
un dorado a la pizza en la casa de Dito Saliva en Paso de la Patria, que
Torcuato visitó con la excusa de la fiesta Nacional del Dorado. A la vuelta de ese viaje –en que anduvo en
helicóptero, entregó premios a los pescadores y habló de política hasta el
cansancio con correntinos y chaqueños- Torcuato portaba holter en lugar de
celular y algunas instrucciones médicas estrictas.
“El
está muy contento con todo esto, pero tienen que ayudarlo a que se cuide”, los
reprendió amigablemente Víctor, el hijo de Torcuato que también andaba metido
en la política y era dirigente rural en Santiago del Estero.
Azúcar
de las bolas de fraile, aceite de la muzzarella, picantes de la salsa del
dorado, grasa de los chorizos. Mate la primera vez, vino las otras tres. Esa
noche, en el bar El Chino, un Carcassone de cinco pesos, el de etiqueta amarilla..
Torcuato bebió un trago cuando Alfredo y todos los de su fila torcieron el
cuerpo y voltearon la cabeza. Una voz grave, apoyada en los rasguidos de una
guitarra, se subió al barullo y le apagó los corcoveos para informar que el
show iba a comenzar.
* *
*
Saco
azul, pantalón esforzándose por fingir ser del ambo, el forro asomándose a la
altura de los bolsillos, el pelo canoso y lacio apretado en una trabajosa
colita por una cinta roja contra la nuca, sonrisa pícara, Horacio Acosta. Era
alto, apenas encorvado, apenas vencidas las piernas, a penas curtida la
voz que, como la de Rivero, se encendía
de gracia en los tangos reos. El primero que cantó arrancaba con un bodegón
como el del Chino, cerrado por la muerte del
negrito Carmona, remanyao escabiador.
En el mistongo convoy donde
el pobre era velao
varios curdas jubilados
acariciando el cajón,
lagrimeaban apenados... empinando un semillón.
Una mosca que había entrao y rondaba
indiferente
se fue a parar justamente en la nariz del
finao.
Rocatagliata el pesao, rechupao como un faso,
viendo a la mosca en el naso le pegó tal
bofetón
que hizo volar del zurdazo a Carmona del
cajón.
La gracia de Acosta encendió a todos. Su
compañero le hacía un contrapunto de comentarios y gestos breves.
El "jonca" quedó
forfait, y Grapini con un llanto
sentó al difunto en un banco
pa' que descansara en paz.
A su lado El Bataraz empezó
a contarle un cuento
mientras el taita Mamerto
con un filoso puñal,
quería clavarlo al muerto...
porque lo miraba mal.
El peluquero Calvete viendo
el cadáver chivudo
se acordó de su laburo y le
afeitó hasta el copete.
Cayó el punga Firulete con
unas cuantas chiruzas;
venía de una garufa
empuñando un bandoneón,
y entre curdas y papusas se
armó una milonga flor.
Así
de flor se puso la noche y nadie protestó ni se escandalizó porque Acosta,
después de sobresaltar con un estornudo el punteo de guitarra, tuvo que ser
asistido en la emergencia por la Delfina, que con velocidad maternal le quitó
con un repasador los mocos que le colgaban de la nariz.
La milonguera Rene,
apantallando al finao,
creyendo que era un mamao
quería darle café.
Melena y El Yacaré estaban
jugando al truco
y el goruta Benvenuto
encargado del convoy
en camisón y confuso rajó
pa´la "treintaidos".
De pronto en esa reunión se
hizo presente la yuta
y la curdela batuta la fue
arriando pal camión...
Garabito y Chicharrón se
piantaron con el vino,
y el muerto... fue detenido
pues un payuca botón
se lo llevó de testigo
pa´prestar declaración!
Mientras
el muerto prestaba declaración, el parteneire de Acosta se paró frente al
escenario para presentar a su compañero: se llamaba Omar Lauría y Mariana
recordó un viejo afiche pegado en una de las paredes que lo presentaba como
cantante folclórico. Habló de los tiempos difíciles, cuando el Chino murió y se
había corrido la voz de que el boliche nunca volvería a abrir. El coraje de la
Delfina y el apoyo de los amigos –entre los que citó especialmente a Carlino-
se ganaron un aplauso. Luego se fue a los tiempos viejos.
-Este
boliche nació como un bar de hombres. Aquí nos juntábamos a tocar la guitarra y
a cantar los viernes y los sábados hasta que se hiciera de madrugada y no
siempre terminábamos volviendo a dormir a nuestras casas. Más de una vez el
comisario nos mandaba a buscar, nos detenía cuidándose que lleváramos la
guitarra, nos hacían cantar unos tangos
y luego teníamos que terminar la función baldeando la comisaría. Claro,
eran otros tiempos, pero igual, cuando pasan, a uno le corre algo por el pecho.
Ya sin mocos, Acosta atacó con el segundo
tango reo, mientras los comensales engullían el vacío y el asado que el mozo
sirvió mientras hablaba Lauría.
-¡Esta
carne es un desastre!- protestó alguien.
-Es
la onda del bar- bromeó Silvia.
Pero
el hambre estaba allí. La carne para sacarse el hambre, el vino para que los
pedazos mal masticados pasaran y para que la grasa no se quedara pegada al
paladar. Si no, ensalada. Vaya a saber que pensaban las ecuatorianas de esas
carnes argentinas. Pero masticaban sin culpa. Acosta seguía cantando con
gracia, el Chino y Carman seguían conversando animadamente, Torcuato matizaba el tango con algún
comentario jocoso al oído de Tamara. Parecía que todo se presentaba para una
gran noche. Pero el show recién comenzaba.
* *
*
Cuando
se apagaron los aplausos para Horacio Acosta, una pregunta cruzó la mesa como
una estrella fugaz y se encendió en varias cabezas: ¿Cuándo cantan el tango de
Torcuato?
Las ecuatorianas, que hasta allí habían
conversado animadamente con Tamara, Paula y Mariana, miraron el reloj un par de
veces, llamaron al mozo, esperaron un par de minutos y se marcharon con su gracia guayaquileña
excusándose de no poder esperar ese momento.
-Carlino,
¿cuándo va el tango de Torcuato?- preguntó Javier casi sin maldad.
-Falta,
pibe, falta. Hay que respetar los tiempos del lugar.
En
la otra punta, Carman había llamado a Mario para transmitirle similar
preocupación.
-Mirá
que Torcuato no puede estar toda la
noche. Además, ni lo presentaron.
A
esas horas, el hijo de Carlino ya se había sumado a la mesa. Alguien había
dicho por allí que era el autor de la música del tango. Con un charango a
cuestas, tenía aspecto de músico latinoamericano deambulando por París.
Hubo un postre que fluctuaba entre el flan y
el budín de pan que nadie rechazó.
Omar Lauría presentó a otro cantante, un joven
que junto a su esposa uruguaya y a una niña, ambas mulatas, aguardaba en una
mesa mezclado entre la concurrencia. Se plantó con su sonrisa, dispensó los
agradecimientos de rigor y cantó a mitad de camino entre Floreal y Maciel cuatro o cinco tangos de los más conocidos.
Carolina y su novio se besaban. Sebastián se
debatía entre el aburrimiento y el mal humor. Carlino se acercó a la mesa con
dos libros en sus manos. Uno era un incunable, una vieja edición de algunos de
sus poemas que quería reeditar con respaldo de la Secretaría de Cultura. El
otro, un ejemplar de una edición más reciente, se disponía a venderlo.
-Pasámelo,
Carlino, así vemos lo de la edición- le dijo Mario quedándose con el incunable.
-¡Pero
cuidalo, pibe, mirá que es el único que me queda!
-Tranquilo.
-Carlino,
¿me dejás ver el otro?- le dijo Paula mirándolo a los ojos y encendida en una
sonrisa.
-Claro,
piba. Lo traje porque el Chino lo quería comprar.
-Ah,
prestámelo, yo se lo paso. ¿Cuánto vale?
-Doce
pesos.
-Dejá
que me encargo.
Se
acercó al Chino, le sacó los doce pesos, le pidió el libro prestado y volvió a
su lugar para revisarlo con entusiasmo.
-Esta
me gusta.
-Cuál?-
preguntó Mariana tomando el libro con sorpresa.
-Está
buena para recitarla. ¡Carlino!- gritó.
-Sí,
piba...
-¿Vas
a recitar ahora?
-Sí,
algo voy a hacer. Después del pibe.
-Buenísimo...
Esta me gusta mucho.
-¿En
serio te gustó? Hoy no la voy a hacer.
-Me
gustaría decirla.
-¿En
serio?- Carlino soltó una carcajada amable y no le respondió. Mario se le acercó.
-Carlino,
¿después de esto va el tango de Torcuato?
-¡No!
- se indignó el poeta- ¡Acá hay un programa que se tiene que cumplir. Este
lugar tiene una tradición, hay que respetar a los artistas!
"Pero
Torcuato no puede seguir esperando", pensó Mario, pensó y no lo dijo,
porque Carlino había reaccionado de tal manera que no podía ni decírselo al
oído. Omar Lauría oía de reojo la discusión.
Carlino
fue hacia la habitación en la que hacían antesala los artistas, la misma que
conducía al baño, la misma en la que aun estaba la cama del Chino. Mario lo
siguió.
-Pero
decime cuándo lo pensás mandar...
-Tranquilo,
pibe, tranquilo. Que aprendan a esperar. Se creen que es fácil ponerle música a
un tango. Lo leían y no me lo quería hacer nadie. Mi hijo me salvó. Además, el
cantor que lo va a hacer todavía no llegó.
Mario
volvió a la mesa y el rumor corrió a todos los oídos. Había que esperar al
cantor.
Omar
Lauría retomó el micrófono. La discusión de Mario y Carlino no quedó impune.
-Señores, hay que entender que este lugar
tiene una historia y un estilo que tenemos que respetar. Cada cosa llegará en
su momento, porque esto también es parte de la cultura. Y ahora, tengo el
placer de presentar a uno de los mejores amigos de esta casa. Alguien que nos
ayudó a salir en los momentos más difíciles y que supo visitarnos trayendo del
brazo a personas como Leonardo Favio, José Sacristán y Adolfo Aristarain.
¡Nuestro poeta, Alfredo Carlino!
El
de Paula fue el más entusiasta de los aplausos. Tal vez, para varios de la
mesa, lo que disfrutaban en un relato de Bukowsky lo sufrían, si en vez de un
bar de Los Ángeles el lugar era una cantina de Pompeya y el protagonista no era
Henry Chinasky sino Alfredo Carlino. Peor aun si de por medio estaban la
política y el inédito adiós al siglo XX. Tamara y Torcuato regalaban paciencia.
Carman descargaba su indignación en el oído de su esposa.
Alfredo
Carlino insistió en las palabras de agradecimiento, en el valor de la amistad
en los tiempos duros, en la alegría de un reencuentro “que no termina nunca”.
Alfredo y Mario se miraron. A esa altura,
cualquier frase parecía un mensaje desalentador. “La entrada es gratis, la
salida vemos”, pensó Alfredo.
Las
orejas, la nariz, los bigotes, las cejas, las mejillas, las franjas de cabellos
desaliñados y la mismísima calva que los separaba: todo a Carlino parecía
nacerle de los ojos. Desde allí se alzaban sus brazos al declamar, se movían
sus pasos breves y nerviosos, anticipando sus brotes de prepotencia o de júbilo.
Tiró la nuca para atrás, alzó la panza y sostuvo el libro en lo alto como si en
vez de leer fuera a revisar una radiografía.
-Voy
a recitar una... no, hoy es una noche especial. Voy a recitar dos poesías...
-Yo
recitaría una... –se ofreció Paula encendida de entusiasmo.
Carlino
pestañeó hacia un costado, negó sacudiendo los pliegues de su cuello incómodo
bajo la camisa y reafirmó sin mirarla.
-¡No,
hoy voy a recitar dos porque están mis amigos! ¡Este es un lugar que tiene sus
propios tiempos, acá hay que saber esperar!
El
malentendido empeoró la situación. Silvia se tragó la carcajada y casi la
escupe cuando se miró con Alfredo. Mariana escondía la cara en las palmas.
Mario se preguntó si alguna vez llegaría el momento en que tocaran el tango de
Torcuato. Carlino recitó.
Recitó en
tus ojos la ternura, la patria de todos, el latido que se fue, con la voz
hacha trizas de desmesura. Recitó las
nubes, el coro de las voces nacionales agitando como sierra, las llagas,
cicatrices, las hierbas crecidas en los otoños y Torcuatita y su novio
seguían besándose. Recitó en tus ojos la
muchedumbre liberada convicta de amor y sin olvido en tus ojos Vallese, Retamar
y Cogorno y los ojos de Omar Lauría rigurosos centinelas sin moverse
recorrían las hileras de transversales.
Recitó en tus ojos los sueños los fuegos
lo cotidiano la vida que seguirá la doctrina la Patria ardiendo Libre, Justa y
Soberana y los ojos de casi lágrimas fueron en busca de las palabras del
final el brazo y el libro abandonaron las alturas y las caras Gardel las fotos el Polaco las manchas Troilo los humos San Basilio las guitarras Favio las
luces se rindieron a la voz cascada, a las piernas ahuecadas a la mirada tierna
del cazador furtivo que se llevó las mejores minas en los relatos del Turco
Asís que se bebió las mejores noches y madrugadas de Buenos Aires.
Alfredo y Silvia seguían festejando por lo
bajo el equívoco de Carlino y Paula. Mariana intentó sosegar el entusiasmo de
su hermana. Le fue tan mal como a Mario con Carlino.
La segunda poesía pasó y Paula insistió con su
pedido de recitar. Nadie la respaldaba. Los del lugar, porque querían hacer
respetar “el programa”. Los de la mesa, porque era otro retraso para el tango
de Torcuato.
* *
*
Al
fin, el cantor del Tango de Torcuato llegó.
-Quedate
tranquilo, pibe- le dijo Carlino a Gustavo. Este es el que va a cantar el
tango.
La llegada del cantante arrancó suspiros de
alivio en la mesa de Torcuato.
-Es
un ratito más- le dijo el Chino a Carman y luego se volvió a Di Tella para
preguntarle por la letra del tango.
-Bueno,
es una especie de despedida al siglo XX en tono de Cambalache. Aparece el
Cabezón de los lomenses. Lo hice antes que empezara todo lo de Kirchner...
-Al
borde del precipicio.
-Sí,
más o menos. No creo mucho en los precipicios, pero siempre se puede caer otro
poco.
Paula
conversaba con Tamara. Alfredo miraba hacia la entrada de la habitación de los
músicos, a la espera de la aparición del cantante.
-Le
falta el guitarrista- le comentó Carlino a Javier.
-¿En
serio?
-Hay
que tener paciencia- dijo Alfredo y el pibe de la puerta lo premió abriéndole
camino al muchacho de la guitarra.
* *
*
Horacio
Acosta y el joven guitarrista empuñaron las bordonas para acompañar a la
máscara tragicómica que iba a convertir en voz los versos de Torcuato. Alfredo
y Mariana se miraron.
-Me
hace acordar al Bebe- dijo uno de los dos y el otro asintió.
Era
un rostro difícil de explicar. Solitaria se estiraba con rictus de soprano la
boca en medio de la planicie tosca de su cara ancha. La nariz pequeña y
aplastada le hizo recordar una queja reiterada desu amigo Bebe: “Nunca recibí
una piña en la vida, y tengo esta cara de botón y esta nariz de boxeador con el
tabique partido”. La cabeza no terminaba de despegarse del encierro de los
hombros y el nudo de la corbata parecía
más colgado del mentón que del cuello. A diferencia de Acosta, lucía un ambo
impecable, que resaltaba aun más su fealdad. Pero claro, no se paraba frente a
ellos por ser feo, sino por cantar bien. Conmovió con Naranjo en Flor, dijo
cuando había que decir y cantó cuando había que cantar.
-Canta
lindo- le dijo Gordillo al Chino.
-Sí.
Pero no canta el tango de Torcuato.
De
un lado, el olfato indio del Chino percibía que la paciencia de Torcuato estaba
cerca del límite. Del otro, las quejas
de Carman ya eran una música de fondo. Lo oyó discutir duro con Mario y trató
de tranquilizarlos, pero a esa altura Carman ya estaba obsesivo conque lo
sucedido –en realidad aun no había terminado de suceder- era una falta de
respeto a Torcuato y a su investidura. La incomodidad de casi todos parecía
darle la razón.
Mientras
tanto, Carlino se había parado entre Javier Ruiz y Gabriel Bruera y conversaba
animadamente.
-Carlino,
te presento a Gabriel Bruera.
-Ah,
mucho gusto- saludó Carlino sin prestar
demasiada atención.
-El
compañero es de La Plata. El es hermano de Bruera, el peronista que fue por
fuera en contra de Alak.
-¡Ah,
sí, Bruera, sí, ya sé que Bruera es! ¡Qué boludo ese Bruera! –dijo sin mirar a
Gabriel-. Esa gilada de “Bruera es agosto”. Eso no es peronismo.
-Bueno,
puede ser, Carlino, pero con esa boludez no les fue tan mal. Metieron un senador,
varios concejales...
-¿En
serio? -Lo miró como a un cuadro raro- ¡Te felicito, pibe, mirá que bien! Che,
cuando quieras, podemos ir por allá, hacer la presentación de mi libro. Estoy a
tu disposición.
El
hermano del ex boludo no terminaba de
prepararse para responderle el exabrupto cuando ya debía sonreírle para
agradecer el súbito ofrecimiento.
-Es
el clásico respeto peronista por el poder- bromeó Javier.
Otro tango se apagó cubierto de aplausos y el
cantor anunció el final de su primer bloque de actuación. Carman pareció saltar
en el asiento. A cada lado del cantor estaban parados Omar Lauría y Alfredo
Carlino.
-¡Che,
manden de una vez el tango de Torcuato!- protestó fastidiado Mario al oído de
Carlino.
-¡Para,
pibe, no te metas acá delante!- lo cortó Lauría.
El
cantante parecía comprender la situación y se sintió obligado a anunciar lo que
vendría luego.
-Ahora
los voy a dejar en compañía de Omar Lauría, quien va a hacer algunas canciones folclóricas
mientras el guitarrista y yo nos preparamos para el plato fuerte de la noche.
-¡Yo
después quisiera recitar una poesía de Carlino!- gritó Paula desde su asiento.
Tamara trataba de no encontrarse con los ojos de nadie. De las otras mesas
asistían con asombro al principio de alboroto. Horacio Acosta le puso fin
rasgueando sobre la guitarra y presentando con gracia a su amigo cantor. Luego
de un par de zambas de las no muy famosas, logró que unos cuantos corearan
Guitarrero, de Carlos Di Fulvio, su voz temblando corazón adentro de una farra
que no todos estaban disfrutando. Lauría parecía confirmar que cada noche se
lleva un pedacito de voz. Pero le sobraba buen gusto para andar entre zambas y
cantar le quitó el malhumor del rostro.
Agradeció los aplausos y tal vez haya sentido
que algunas miradas lo empujaban a que diera paso al tango de Torcuato.
-Y
ahora, antes de seguir con lo anunciado, me gustaría que todos escuchen a un
amigo de la casa, que ha recorrido el mundo con su charango...
Estaba
presentando al hijo de Carlino. Silencio primero, murmullos después. Torcuato
dijo algo en el oído de Tamara. Carman
se puso de pie y alzando las cejas le señaló a Mario la puerta. Mario se le
acercó.
-Esto
es una barbaridad, una falta de respeto. Es un Secretario de la Nación, lo
tenemos ahí sentado de rehén, y encima con Tamara y con sus hijos. Esto es
dantesco, no puede ser que estemos todos presos de Carlino, yo lo quiero mucho,
es un personaje, pero no le podemos permitir que haga lo que quiera.
Los gestos y las voces de la discusión se
veían ridículos bajo la música del altiplano que el hijo de Carlino ponía de
fondo. Nadie parecía dispuesto a transportarse a los paisajes por las que
viajaba, los de la mesa de Torcuato, porque esperaban el tango, los de las
otras mesas, porque el conflicto se respiraba en el aire. De altiplano sólo
había apunamiento.
Mariana
y Silvia volvieron del baño.
Luego
de permanecer toda la noche inmóvil en su silla, el Chino se puso de pie.
-Vení,
Carlino.
-Sí,
Chino... -. Estaba en el mejor de los mundos con la actuación de su hijo. El
Chino le pasó una mano sobre el hombro y se inclinó hacia delante para hablarle
al oído.
-Escuchame,
¿vos te acordás para que hicimos esto?
-¿Eh?
-Para
qué hicimos esto, por qué estamos acá...
-Para
presentar el tango y todo eso...
-Sí,
y porque Mariotto le pidió a Torcuato que te nombre director de cultura popular o alguna cosa por el estilo.
¿Te acordás?
-Sí,
me acuerdo.
-¿Y
qué esperás para hacer que presenten el tango? ¿No te das cuenta que esto ya es
un desastre y hace como cinco horas que lo tenemos a Torcuato encerrado detrás
de la mesa?
-Sí,
Chino, pero no es fácil. No sabés lo que fue ponerle música.
-¿Tenés
la música y al tipo que lo va a cantar?
-Sí,
claro.
-Entonces
mandalo de una vez.
-Sí,
tenés razón.
El
Chino volvió a su lugar, Carlino a buscar a los músicos. Mario se fue a fumar a
la puerta.
* *
*
-Esta
es una noche especial porque hoy vamos a tener un estreno. Se trata del tango
cuya letra escribió el Secretario de Cultura de la Nación, Torcuato Di Tella,
aquí presente. No fue tarea fácil ponerle música y prepararse para
interpretarlo en tan poco tiempo, pero fue un pedido de Alfredo Carlino y para
nosotros es como una orden. Sepan disculpar si no salió del todo bien. Se hizo
lo que se pudo.
-¡No
se puede creer!
-¿Qué?
-Que
no tuvieron tiempo. Hace como cinco meses que Carlino tiene la letra.
Con
el papel en la mano, el cantante ensayó una disculpa preliminar que no tuvo el
tono irónico de la presentación. Despreocupado, Torcuato escuchaba con más
curiosidad que entusiasmo.
-...
espero les guste, entonces, “Ya llegó el
dos mil”.
Siglo veinte, ya no
sos,
vos perdiste la
ocasión
de alcanzar
reputación.
Ya llegó el año dos
mil
y todo es igual,
nada es mejor...
Lo mismo da
ser radicha que
peronio
conserveta o
socialista...
¡Qué diría don
Alberto Barceló!
La música no estaba mal. Peroael cantante le
costaba entender la letra que le habían escrito en el papel.
-¡Yo no entiendo, si Torcuato se lo dio en
computadora!- murmuró Alfredo.
Todos estamos
revolcaos
en la misma farsa
global.
Si hasta una grela se
quiso anotar
pal sillón de la
Rosada.
¡Cómo la junará la
alegre muchachada
que la vio vestida de percal
en aquel barrio del
malvón y del parral...!
La música no era sencilla, requería pausas
que la voz debía acortar o estirar con cada tropiezo que le provocaba la escritura.
Mario fruncía la cara en cada badén, como si alguien rayara un pizarrón con una
tiza dura.
...si esto es un
disparate
de trastos en
liquidación,
y a la Biblia la han
tirao
hace tiempo con el
calefón.
La guita se piantó
de este mundo del
revés
y hasta los jailaifes
se quejan del estrés...
Estrés
había en la cara de Carman, que se consolaba pensando que no había venido
ningún periodista y en los diarios solo saldría la síntesis que él había hecho
circular. Tensa, inmóvil, Mariana parecía hacer fuerza para que la ilegibilidad
no levantara ningún obstáculo insalvable.
...pendejas de meta y
pon,
gaviones de gran
chiqué,
otarios que parlan
inglés,
laburantes con coche
espor...
Y la buena muchachita
que la yuga por su
nenín
llorando en el fondín
donde antes cantaba
el tano.
El fondín. Allí estaban y la hoja temblaba en
las manos del cantor, que cerca del final hasta tuvo placé para un par de
floreos.
¡Vamos, que siga el
bailongo,
que alguien va a
mandar parar!
Ahí te quiero ver,
siglo veinte
qué nuevo truco
inventás,
vos que tenés el
berretín
de ser el tiro del
final.
Hacéme el favor,
atorrante,
rajá, tomate el
espiante,
ni me quiero acordar de vos.
El espiante quería tomarse Torcuato luego
de la espera interminable.
-Estuvo bastante bien- le respondió al cantor cuando
las disculpas volvieron a reiterarse.
-¡Y
ahora, quiero destacar y agradecer la presencia del Secretario de Cultura de la
Nación, Torcuato Di Tella, para quien pido un fuerte aplauso!-exclamó Carlino.
Javier
y el Chino se cruzaron en una sonrisa.
Torcuato agradecía al mismo tiempo que
pedía paso para salir. Mario apuraba al mozo para que trajera la cuenta. Lauría
miraba con bronca porque la mesa principal iba a vaciarse y aun quedaban tangos
para dos o tres horas más. Pero Paula no estaba dispuesta a aceptar que todo
terminara allí.
-¡Carlino,
quiero recitar!- gritó.
-Pará,
piba, después. Hay que respetar el programa.
-¡Carlino,
yo voy a recitar!- dijo poniéndose de pie. Pasó por debajo de la mesa y se
plantó en el centro del bar. Mariana rogaba que se la tragaran las cucarachas.
Torcuato la miraba desde su media sonrisa. Tamara, parada tras él, parecía
suspendida en un trencito de fiesta de casamiento.
-¡Así
no son las cosas, señora!- recriminó Lauría.
-¡Qué
no ni no!- lo desafió Paula haciéndole dar un paso atrás. –Esta es una buena poesía
y yo la quiero recitar. Después de que yo recite, hagan lo que quieran, pero yo
ahora voy a recitar.
Omar
Lauría se rindió y hasta pidió silencio.
Y
Paula recitó. Y como aun quedaba lugar para el asombro, la sorpresa que se
llevaron todos fue que recitó bien. Se ganó un aplauso y Mariana suspiró
aliviada al ver que se contentaba con recitar esa sola. Torcuato se despidió a
las apuradas de todos y partió junto a su chofer.
* *
*
Las
despedidas se sucedían en la vereda mientras adentro, el bar el Chino intentaba
volver a su cadencia habitual. Alfredo veía a través del vidrio la silueta
borrosa de Horacio Acosta tocando la guitarra.
-Negro,
te agradezco. ¡Me has hecho participar de una noche inolvidable!-festejó
Bruera.
-¿Cuándo
presentás el libro de Carlino en La Plata?- bromeó Javier en medio del abrazo.
-Vamos,
Alfre- pidió Mariana con cara cansancio. Saludaron a las apuradas, se subieron
al auto y se escaparon por Amancio Alcorta hacia Parque Patricios.
Paula,
Mario, Carman y su esposa compartieron un
taxi. El Chino los vio alejarse parado junto a Silvia.
-No
es buena idea que se vayan juntos- le dijo. Y tenía razón. Aunque Carman estaba
más calmado, la discusión acerca de lo sucedido volvió. En el taxi, la esposa
de Carman también quiso hacer oír sus opiniones.
-Vos
decís eso porque sos muy joven- le dijo en algún momento a Paula en tono
contemporizador.
-Ni
soy tan joven ni la edad tiene nada que ver, yo digo lo que pienso- respondió
Paula, y Mario agradeció que el taxi ya estuviera frente a su casa. Se bajaron,
se saludaron con frialdad y el taxista se llevó la bronca de Carman para otra
parte.
* *
*
-¿Querés
que ponga unos tanguitos?- bromeó Alfredo tirado en el sillón de su casa a poco
de llegar.
-¡No
jodas!-
Mariana fue hasta la cocina y volvió con una
taza de café temblándole en las manos. Había empezado a reírse sola y no podía
parar.
-¿Qué?
-¡La
cara de Carlino cuando Paula le dijo “Yo recitaría una”!
-¡Voy
a recitar dos!, contestó todo enojado.
La
noche en el bar el Chino empezaba a buscar su lugar más apropiado entre los
recuerdos.
* *
*
No había sido la noche soñada. En algún
momento lo ganó el fastidio, envuelto en rasguidos de charango. Ni el
empecinamiento de Carlino ni la hostilidad de Lauría ni la comida ni la lucha
del cantor con la hoja arrugada en la que alguien le había anotado con letra
ilegible los versos de su tango lo contrariaron. No se fastidiaba porque no
había cesado de estudiar las paredes las miradas los rincones los rencores los
gestos las gentes. Ese era su trabajo sin horarios. De vuelta en su casa, parado
frente al ventanal, miraba pasar los autos por Libertador. Enfrente, en el
parque, una mujer trotaba al borde de la oscuridad. Tamara y los chicos ya se
habían acostado. ¿Dónde había quedado su tango? Repasó los primeros versos
intentando recuperar la melodía. Luego probó con el final. Pero era inútil.
Recordó la cantina, los gestos del cantor, la hoja de papel atormentando su
mirada, el silencio tenso, las miradas nerviosas, el aplauso final como un
suspiro de alivio. Todo menos la música. Nadie había grabado ni filmado. Canción
de un solo vuelo. Los versos se habían quedado desnudos. Casi tan rápido como
el siglo al que quiso despedir, el tanguito de Torcuato se había esfumado sin
más.
FIN
YA LLEGÓ EL DOS MIL
Siglo veinte, ya no
sos,
vos perdiste la
ocasión
de alcanzar
reputación.
Ya llegó el año dos
mil
y todo es igual,
nada es mejor...
Lo mismo da
ser radicha que
peronio
conserveta o
socialista...
¡Qué diría don
Alberto Barceló!
Todos estamos
revolcaos
en la misma farsa
global.
Si hasta una grela se
quiso anotar
pal sillón de la
Rosada.
¡Cómo la junará la
alegre muchachada
que la vio vestida de percal
en aquel barrio del
malvón y del parral...!
Todo viene
confundido,
ya no se sabe quién
es peor,
entre la Vieja y el
Chupete,
Palito o el
Cabezón...
Si esto es un
disparate
de trastos en
liquidación,
y a la Biblia la han
tirao
hace tiempo con el
calefón.
La guita se piantó
de este mundo del
revés
y hasta los jailaifes
se quejan del estrés.
Los bacanes nos han
igualao,
a la moral se la han
olvidao
en la milonga del
Pálace Hotel.
¡Las cosas que hay
que aguantar!
Pendejas de meta y
pon,
gaviones de gran
chiqué,
otarios que parlan
inglés,
laburantes con coche
espor...
Y la buena muchachita
que la yuga por su
nenín
llorando en el fondín
donde antes cantaba
el tano.
¡Vamos, que siga el
bailongo,
que alguien va a
mandar parar!
Ahí te quiero ver,
siglo veinte
qué nuevo truco
inventás,
vos que tenés el
berretín
de ser el tiro del
final.
Hacéme el favor,
atorrante,
rajá, tomate el
espiante,
ni
me quiero acordar de vos.