Hace frío y camino de buen humor dispuesto a
cruzar el Pont Neuf desde la isla hacia el punto de vista de Renoir. Paso junto
a Enrique IV, que sigue allí inmóvil sobre su caballo, timonel de la popa de la
isla, indiferente al frío y al calor. ¿Hay estatuas de caminantes? He visto
estatuas ecuestres, bustos, hombres y mujeres sentados, de pie o acostados,
mujeres amamantando, obreros tirando de una piedra, jinetes de hojalata, gordas
impasibles, fotógrafo con su cámara en alto, evitas con sus ramitos de flores.
Pero no recuerdo estatuas de caminantes. Es probable que haya unas cuantas. Lo
cierto es que si por alguna razón a alguien se le ocurriera hacer una estatua
mía, me gustaría que fuera caminando. No estaría mal que me dejaran en esta
cubierta, frente a Enrique IV, los dos aquí para siempre, él a caballo, yo de a
pie. He tenido suerte en este viaje, pues me han dicho que en unos días lo
cerrarán para repararlo. Miro hacia atrás jugando a identificar semejanzas y
diferencias en las hileras de ventanales, en las cúpulas, en el sol sobre los
muros que hoy se me ocurren más grisáceos que amarillentos. Sobre el puente
caminan personas de todas las razas, todas las voces, todos los idiomas, pero a
pesar del tiempo y las restauraciones, sus viejas piedras me hacen caminar
varios siglos antes, como si el puente tuviera un alma que atrapa nuestros
pasos y que Renoir consiguió capturar en su tela.
Una pareja me pide en mal inglés que les tome
una foto. Son uruguayos.
“Que se vea el Sena detrás nuestro”, me pide
la muchacha. Les tomo varias fotos, una con sus caras en primer plano.
“Aquí es preferible intentar con el español
que con el inglés”, les digo al despedirme y sigo caminando.
Me topo con una muchacha que me choca como si
no me viera. Lleva jeans gastados, una camisa amarilla y un pequeño parche
blanco en un ojo. Le pido disculpas, me
gruñe y luego se ríe. Se aleja y un
muchacho la detiene. Le habla cómplice al oído y luego vuelven hacia mí. Él me
pide dinero. Meto la mano en el bolsillo y encuentro cincuenta francos. Me
parece mucho, pero se los doy. Con ellos se va mi billete del Principito. Un
viejo, sentado en un rincón, los mira y se ríe. Una semana, un mes, un lustro.
Vaya a saber cuánto tiempo consigan vivir aquí. Sin embargo, como Enrique IV,
parece que habitaran el puente desde siempre. .Me alejo de ellos y sigo
caminando. Al llegar a la mitad del puente, miro hacia el río. El sol y la
corriente le dibujan una estela plateada a la punta de la isla, como si fuera
un barco y realmente navegara. Pero sólo se mueve en el viaje interminable de
su rey jinete.
Retomo la marcha. Un padre y su hijo caminan
hacia mí apurados.
-Dale, papi, que llegamos tarde- dice el
pibe. Pero al alzar la vista y mirar hacia la ciudad, se queda inmóvil y con
cara de asombro.
-Dale, Diego, ¿qué pasa?
-Nada, papi, la ciudad… Parece París.
“Es París”, pienso y me río solo.
Delante de mí, sobre la carretera del puente,
hay un tumulto de gente. Es una manifestación. Están cortando el paso de
vehículos. Banderas rojas, banderas negras. Jóvenes con mochilas, madres con
sus hijos. Por las veredas, cientos de personas que no participan de la
manifestación atraviesan apuradas el puente.
Desciendo por un largo terraplén y cuando
llego al final, me vuelvo para mirar. Los dos grandes arcos, las paredes
pintadas del blanco, las molduras y las cúpulas de amarillo. Es el puente
Uriburu y estoy en Valentín Alsina.
Busco
en el bolsillo y encuentro unas monedas argentinas. Me subo a un colectivo y
saco boleto hasta Lanús. Reviso en mis bolsillos a ver si tengo llaves de casa.
Pero la única llave que tengo es de mi hotel de la Gare du Nord.
Toco timbre y me bajo corriendo del
colectivo. Corro hacia el puente, subo entre la gente, a toda prisa. Me paro en
la mitad, en el mismo lugar donde me crucé con el niño y su padre. Cierro los
ojos e imagino al fondo y a un costado la estatua de Enrique IV. Cuando abra
los ojos y comience a descender descubriré si retorno a París o a Pompeya.