EL ENCUENTRO
-¡Por
favor, vení!- gritó ella desde nuestra habitación.
Subí
las escaleras de prisa, preocupado, pensando que quizá había sucedido algo
malo.
-¡Está
debajo de la escalera, fíjate, yo no sé qué es!
-¿Qué
cosa?
-¡Cuando
entré, salió corriendo!
-¿Quién?
-¡Es
así!- dijo mostrándome el índice y el pulgar en forma de C.
-Pero,
¿qué es?
-¡No
sé! Una laucha, un alacrán, un escorpión, una lagartija. No sé qué es. Se metió
debajo de la escalera, detrás de los canastos de juguetes. Moví con el secador
y tiré Raid, pero no salió.
Tomé
el secador y le pedí que me trajera un cepillo. Uno a uno fui sacando los
juegos y los canastos para despejar el lugar. Lo hacía con cautela extrema,
como si el riesgo de una picadura letal fuera inminente. Cuando quité el tercer
canasto la vi. Hizo una carrera corta y se ocultó detrás de la cocinita de
plástico con la que Juana nunca volvió a jugar.
-Es
una lagartija.
-¿Y
cómo llegó hasta ahí?
-Caminando,
desde el jardín. En el Caribe andan por las casas y los jardines y nadie se
preocupa. Son inofensivas.
-¡No,
pero sacala, no puede estar acá! No es una mascota.
-Para
algunos, puede ser una buena mascota.
-En
otros países, acá no. Eso crece, no podemos tener un lagarto gigante en el
jardín.
Mi
primera táctica fue abrirle la puerta del garaje y empujarla a salir. Pero ella
me pedía que la atrapara y la llevara lejos. Así que tomé un tupper grande de
plástico y retiré el último canasto que quedaba junto a la pared. Allí estaba,
junto a un disco playero de Ben 10. Le acerqué el secador para que se moviera
otro poco y corrió junto al zócalo hasta quedarse inmóvil al pie de la
escalera. Me acerqué un paso, me incliné hacia delante y la atrapé cubriéndola
con el tupper. Luego traje una bandeja de madera terciada de la cocina y la
deslicé por debajo.
-Ya
está. ¿La suelto en el jardín?
-¿Y
si vuelve? No, soltala en la calle.
Tomé
las llaves, abrí las puertas y salí a la calle como un mozo que lleva una
bandeja con una campana de sándwiches encima. Ya le había tomado unas fotos
bajo la escalera, pero llevé la cámara para tomarle algunas más al soltarla.
Caminé hacia la esquina, hasta la vereda ancha y bien iluminada de la casa de
fuegos artificiales. Apoyé la bandeja, retiré el tupper y comencé a disparar.
Se
quedó quieta, sin saber qué hacer, con temor a que cualquier movimiento pudiera
empeorar las cosas. Pero cuando sacudí la madera, se alejó con una carrera
veloz hasta perderse en la oscuridad.
Di
media vuelta y volví a casa, lamentando que los niños estuvieran dormidos y no
hubieran podido verla. Pero al menos podría mostrarles las fotos.
Me
senté a la PC y puse “pequeña lagartija” en el buscador. Tomé la cámara de
fotos y amplifiqué su imagen. Allí estaban sus patas con ventosas y los mismos
ojos que me miraron como si buscaran dentro de mí cuando quité el tupper y me
agaché para fotografiarla.
En
la búsqueda por imágenes de google, la de la segunda foto era igual a ella.
Entre en el sitio y celebré que alguien hubiera subido en Wilkipedia esa
información.
“Gekkonidae”,
era la palabra que definía a esos pequeños lagartos.
“Los
gecónidos, guecos, gecos, gembas, tuqueques, tutecas, lagartijas, salamanquesas
y cuijas (Gekkonidae) son una familia de saurópsidos (reptiles) escamosos, que
incluye especies de tamaño pequeño a mediano que se encuentran en climas
templados y tropicales de todo el mundo”.
Allí
estaba ella. ¿O quizá era él?
Me
puse a averiguar cómo distinguir su sexo. La base de la cola de los machos es
más gruesa que la de las hembras. Con ese dato busqué fotos y llegué a la
conclusión que la lagartija que había soltado en la esquina era un pequeño
lagarto.
Amplié
la imagen de una de sus manos, vi los cinco dedos ensanchados y redondos en sus
extremos, como si tuvieran una almohadilla. Seguí investigando y aprendí acerca
de las “fuerzas de Van der Waals”.
El
tal Van der Waals pensó en los gecos bastante más que yo y se dedicó a
observarlos e investigar cómo hacían para treparse por distintas superficies.
No tienen ventosas, tampoco necesitan que la pared sea irregular. El científico
que ganaría el Nobel descubrió que existen fuerzas de atracción a nivel de
átomos y moléculas que tienen su origen en las cargas eléctricas de los átomos,
esto es, electrones con carga negativa dando vueltas alrededor de un núcleo
positivo. Son fuerzas mucho más débiles que las que mantienen a la materia
unida, pero esos pequeños lagartos han desarrollado en la palma de sus patas
unas estructuras microscópicas en forma de pelillos o fibras, que al ponerse en
contacto con cualquier superficie interaccionan con las moléculas de las mismas
mediante esas fuerzas, y aunque son muy débiles, como hay miles de estas
estructuras, la suma de todas ellas proporciona una gran adhesión por
atracción. Como era de la Universidad de Salamanca y los pequeños lagartos
tienen parentesco con las salamandras, también los llamaron salamanquesas.
Les
gusta vivir en las casas y prefieren la oscuridad a la luz. Se alimentan de
cucarachas, grillos y otros insectos. Recordé que al mover los canastos para
dar con él había una cucaracha muerta bajo la escalera. Me pregunté si había
sido una casualidad o si regresamos a casa para arruinarle el banquete.
Suspiré
algo arrepentido de haberlo dejado ir tan rápido y miré por la ventana hacia el
lado en que lo solté. Era una noche calurosa y las hojas de los liquid ámbar
estaban inmóviles. Por momentos se oían las voces de cuatro muchachos que
conversaban sentados en la vereda. Mariana también se había dormido. Conecté el
cable de descarga de la cámara a la computadora y bajé las fotos de mi efímero
amigo. Allí quedaron sus ojos escrutadores en el centro del monitor.
Me
dio hambre y bajé a buscar algo en la cocina. Comí una pera inclinado sobre la
pileta para no salpicarme con el jugo. Me sequé con un repasador y volví a
subir.
Hice
pis en el baño de los chicos y me dejé caer en el sillón de la PC deslizándome
hacia atrás. Luego lo acerqué a la máquina apretando los talones contra el
piso.
Mis
ojos se detuvieron en los de la imagen del pequeño lagarto. Era como si
estuviéramos en la vereda, mirándonos frente a frente. Así hasta que oí un
rasguido suave sobre el escritorio y el pequeño lagarto apareció desde detrás
del monitor. Parado sobre el estuche de la cámara, miró primero su foto y luego
giró la cabeza hacia mí.
-Gecko-
exclamé. Me respondió con un chillido agudo.
Al
oírme, comprendí que a partir de ese instante, ése sería su nombre.
GECKO HABLA
Gecko
habla.
La
otra tarde sentí que me hablaba, y después me reí solo.
“Lo
único que falta”, pensé.
Pero
al día siguiente, Felipe se me acercó con actitud confidente.
-Papi…
-¿Qué?
-Te
diste cuenta…
-De
qué…- Alzó las cejas al tiempo que giraba la cabeza hacia el jardín. –¿Qué,
Feli?
-Dale,
Alfre, ¿no te diste cuenta?
-¡No!
-Gecko…
-Qué
le pasa…
-Habla
- me susurró haciendo bocina con las manos en mi oído izquierdo.
-¿Cómo
que habla?
-Habla,
como las personas.
-No,
te pareció, pero no habla.
-Vení,
mirá
-Dejalo
tranquilo, es de día, está durmiendo.
-No,
alcánzame el Ipad de arriba del hogar.
-Tomá.
Encendió
el aparato y abrió un archivo de video.
-Esperá
que pongo el volumen al máximo. Mirá.
En
la imagen, Gecko estaba en primer plano.
“¿Querés
un grillo?”, se oyó preguntar a Felipe. Su mano apareció en el cuadro acercando
un grillo muerto a la boca de Gecko.
“Sí”
pareció decir el lagarto con un chirrido, antes de comerse el grillo.
“¿Te
gustó?
“Sí”,
respondió con otro gemido agudo.
Hasta
allí no parecía más que una gracia, una casualidad fonética, no más destacada
que la de un perro dando la patita. Hasta que la boca de Gecko se movió y se le
oyó decir con claridad:
“¿No
tenés otro?”
“No,
pero te puedo traer una cucaracha muerta que vi afuera”, respondió Felipe.
“Dale”
dijo Gecko y la filmación se interrumpió.
Felipe
apagó el Ipad y se quedó mirándome con una sonrisa.
-¡Es
increíble! – le dije. -¿Seguro que no es ningún truco? Yo leí que los geckos
son los únicos lagartos que tienen lenguaje, pero nunca nadie escuchó algo así.
-No,
papi. Te dije que habla.
-No
sé cómo lo hace, pero una noticia así sería una revolución en nuestras vidas.
-Papá,
¿nosotros también podríamos ganar el premio Nobel?
-¿Qué?
-Como
ese señor que me contaste, Van…
-Van
der Wall
-Si,
el que descubrió que tienen imán en las patitas. Si por eso le dieron un
premio, a nosotros, que descubrimos que habla….
-Yo
no lo puedo creer
-Papi,
y que premio te dan en el Nobel.
-Una
medalla, una estatuilla y mucha plata.
-Pero,
¿sería para nosotros o para Gekko?
-Esos
premios son para las personas.
-Pero
Gekko habla. Es como una persona.
-Pero
es un lagarto.
-Bueno,
pero la medalla, ¿se la podemos dar a él?
Me
quedé en silencio, imaginándonos de smoking, con Gecko subido en un atril,
recibiendo la premiación. La escena que me inventé parecía más propia del Oscar
que del Nobel, como si le dieran una mención especial a la rana René o algo
así. Es más, el que nos entregaba el premio era muy parecido a Billy Cristal.
-Papi
-¿Qué?
-Nada,
te quedaste callado.
-Estaba
pensando…
-¿En
qué?
-¿Le
dijiste a alguien que Gecko habla?
-A
vos.
-¿A
nadie más?
-No.
-Por
ahora, no se lo vamos a decir a nadie.
-¿Por
qué?
-Porque
todo el mundo va a querer verlo.
-Y
oírlo.
-Sí,
y lo van a querer estudiar y un montón de cosas más. No nos dejarían vivir
tranquilos. Es mejor que nadie sepa.
-Igual,
él sólo habla delante de mí.
-¿Qué?
-Claro,
por eso ustedes nunca lo oyeron. Confía en mí nada más. Por eso lo filmé. Si te
lo contaba no me lo hubieras creído.
-Sí,
es probable. Pero estoy preocupado, tenemos que pensar bien esta situación, o
vamos a terminar como los Tanner.
-¿Quiénes
son los Tanner?
No
le alcanzó mi explicación. Esa noche, Gecko y él, sentados en el sillón, vieron
capítulos de Alf hasta dormirse.
Alcé
a Felipe como cada noche y lo llevé hasta su habitación. Juanita y Mariana
miraban TV en nuestra cama. Bajé a apagar todas las luces y llevé a Gecko a su
terrario.
-Buenas
noches- le dije.
Pero
no me respondió.
Continuará