En una tarde de
sol, vaya a saber si de febrero o de
junio, me fui a sentar al inodoro con más aburrimiento que ganas de cagar.
Antes de entrar al baño, manoteé una novela que varias veces había intentado
comenzar a leer. No importan los detalles –o sí importan-, pero me quedé
dormido cuando la octava carambola estaba en viaje sobre el paño verde –la
mirada yendo del punto de la bola en el que el extremo del taco tiene que
golpear al punto de la bola colorada contra el que va a chocar la bola y al
lugar en el que está la bola del punto, o sea, la contraria-. Me desperté, estiré
el cogote para verme en el espejo del botiquín, volví a caer sentado sobre el
inodoro, como si el esfuerzo para verme se hubiera llevado los últimos cinco
centavos de mis energías. La tabla ya me dolía.
Me paré al tiempo que me levantaba los pantalones, pero allí estaba el
libro, trepando entre mis calzoncillos. Lo quité de mi entrepierna y lo apoyé
contra la pared de azulejos, detrás de las canillas del bidet. Hice correr el
agua fría del lavatorio, me lavé las manos y la cara con dos chorros de jabón
líquido, cerré la canilla, me sequé con la toalla tendida sobre la cortina de
la ducha y volví a mirarme en el espejo. Apreté el botón, le dí un cuarto de
vuelta más a la canilla del lavatorio para que no goteara y salí del baño.
Volví a la sala, me acerqué al ventanal, corrí una de las cortinas. La tarde se
había ensombrecido y llovía. ¿Tormenta de verano en junio o llovizna polar en
febrero? El sol ya no estaba y no dependía de mí. Me senté a la PC , me metí en Internet, miré
el pronóstico del tiempo. Esa lluvia no se correspondía con esa tarde, su lugar
era medio día antes o un día y medio después. ¿Qué hacía tan fuera de hora?
Para qué preocuparme, si no lo podía resolver. No era yo quien manejaba la
sección Estado del Tiempo. Me aparté de la computadora y me tiré en el sillón.
Al acomodarme para ver la tele, sentí la molestia. Sí que son importantes los
detalles. Me había olvidado de limpiarme el culo. Volví al baño, me senté en el
bidet, me saqué los zapatos, los pantalones y el calzoncillo y los dejé tirados
en un rincón. Al intentar abrir la canilla a mis espaldas, me encontré con la
novela. Miré la tapa azul. El nombre del autor y el título de la novela en
letras blancas, un garabato que pretendía replicar la firma del novelista y el
nombre de la colección en letras doradas. Esa noche fui en busca del final de
la octava carambola y me leí la novela de un tirón, como si se tratara de David Copperfield, El
Viejo y el Mar o La Carretera.
nos mudamos
Hace 2 años