Amanezco en una casa vacía y no logro recordar quién
soy. Me visto con las bermudas y la remera tiradas junto a la cama, me calzo
las zapatillas y camino apurado al baño para orinar. Sé dónde está el baño, por
qué escalera bajar para sentarme un rato en la cocina, reconozco las plantas
del jardín, la chimenea dominada por las calandrias vigías de las casa vecina y
los árboles que sobreviven al avance del cemento en el pulmón de manzana.
Conozco las llaves de cada puerta y salgo a la calle para mirar la ciudad desde
mi vereda. Casi no pasan autos por la Avenida. Sé que es lunes de Navidad. Me
vuelvo y veo la bicicleta en el jardín delantero de la casa. La monto y
comienzo a pedalear.
Pienso en un hombre joven que cruza el océano en barco
y al llegar a tierra, siente que todos sus recuerdos se han esfumado y que debe
iniciar una nueva vida. Así de sencillo. Nada trae en su alforja. No tiene una
historia para contar. Sin embargo, sabe como caminar, habla un idioma y detesta
las verduras en la sopa. Algunas cosas no se olvidan nunca. Como andar en
bicicleta.
Cintas delgadas enredadas en el pasto de una vereda
descuidada se mecen con el viento. Busco pero no encuentro las carcazas de
plástico. Son cintas de cassettes. Llegando a la esquina, encuentro otra atada
a una pequeña rama. Fue el niño. El me contó que antes la música se escuchaba
en esas cintas, me describió las cassettes y me habló de unas más anchas en
las que se filmaban películas. Lo había aprendido un poco en la escuela
y otro poco en Internet. Mientras me enseñaba como una reliquia del pasado
lejano algo que había pertenecido a mi presente, ataba una de las cintas a la
rama y corría agitándola bajo el sol.
Natal. Esa es otra forma de decir Navidad. Aprendí esa
palabra en tiempos de cassettes. Pedaleo y recuerdo a la muchacha que me la
dijo sonriendo. Su nombre era Viviane. Fue en otro país al que llegué luego de
un viaje de más de un día en ómnibus. Aquella vez no sentí que perdía la
memoria ni que me despojaba de mi pasado. Descubrí nuevos olores, estuve con
personas que respiraban distinto la música y el mar y me abarroté con torpeza
de muchas otras palabras y gestos de ese nuevo idioma. Pero fue la muchacha de
la Rua Santa Catarina quien me hizo sentir que mi vida ya no sería la misma. “Ainda somos
os mesmos e vivemos”. Palabras que enciende una cinta de cassette volando
al viento un lunes de Natal.
Dando la vuelta a la manzana, doblo en una calle
tranquila. Sobre el asfalto y la vereda, a la sombra de los árboles, medio
centenar de palomas comparten su ronda. ¿Advierten que es un día distinto? Alzo
la rama en alto con una mano mientras guío con la otra y paso en medio de las
aves que levantan vuelo. Soy un cometa a pedal con una estela de plástico
magnetizado que se mece entre aleteos apurados. Giro en la esquina y vuelvo a
girar en la que sigue hasta volver a la cuadra en la que inicié la marcha. Me
detengo frente a la casa en que amanecí y me quedo mirando hacia el cielo el
nido que una pareja de horneros edificó en la punta de un palo de luz. El
chingolo que canta posado en uno de los cables se marcha cuando ve llegar al
hornero, que se asoma a la entrada del nido, hurga en su interior, se para
sobre el techo, se queda unos pocos segundos en silencio y luego extiende la
cola, agita levemente las alas y estira el cuello hacia el cielo soltando el
trino repentino de su ki ki ki metálico. Su pareja lo acompaña con notas
punzantes desde dentro del nido. Miro boquiabierto hacia la punta del palo cuando
el niño pasa raudo a mi lado en su bicicleta, me quita el palo de la mano y
pedalea hasta la esquina mientras agita su serpentina.
-¿Dónde la encontraste?- me pregunta luego de parar su
bicicleta frente a la mía.
-Allá, entre el pasto.
-¿Vamos en bici hasta el Parque, papi?
-Vamos.
-Esperá que traigo la pelota de básquet.
-Dale.
“Papi”, pienso y sonrío mientras espero. Sale de la
casa, pone la pelota en el canasto de mi bicicleta e inicia la marcha. Lo sigo.
Será mejor dejarme llevar por mi nueva vida.