Pedaleo feliz bajo la galería de árboles de una calle empedrada.
No sucedió nada sobrenatural o extraoordinario, pero advertí una oportunidad y logré hacer de éste uno de mis mejores días.
No le daré demasiadas vueltas: se trató de hacer algo por alguien.
No hablo de acompañar a una anciana a cruzar la avenida o de cualquier otra ayuda de esa talla. Hablo de hacer algo que abre la puerta a un cambio decisivo en la vida de una persona.
Empezó casi de casualidad, cuando una red social me recordó su cumpleaños. Sabía que las dificultades de estos malos años estaban haciendo mella en su ánimo y su salud, pero me habían resultado improbables las ideas que había pensado para ayudarla.
Sin embargo, la realidad no es estática y mientras terminaba de dejar un saludo en su muro, me di cuenta que era el momento de hacer algo que semanas o meses antes no hubiera prosperado.
Era pedir algo a alguien que podía resolverlo y hoy era el momento más adecuado. Expliqué la situación e hice el pedido. Para mí era solicitar algo desde la confianza. Para él, impulsar una decisión sencilla que no lo complicaba.
"Si, dale, está bien", fue su respuesta.
Sólo quedaba poner al tanto a la persona amiga.
-¿Te parece bien?
-¡ Claro!
- Bueno, le damos para adelante. Ey, te dejé en tu muro un saludo de cumpleaños.
Alguna vez escuché a un curita decir que para que dar sirva, no tiene que resultar fácil, que el desprendimiento tiene que doler. Es probable que sea cierto. Pero a veces vemos la oportunidad y con sólo dos vueltas de llave logramos destrabar una puerta que al abrirse desarma el encierro de alguien. Pocas cosas más dolorosas que el derrumbe de una persona atrapada en una pena.
Por eso salí a la calle. Por eso estoy pedaleando. Por eso dejé para mañana algunas cosas que debía hacer hoy.
Con esta alegría, me pareció mucho mejor salir a mirar de cerca el mundo, detectar en las horquetas y en los postes los nidos de hornero, ver que aún no florecieron los crespones, imaginarme la vida de la mujer que pasa con su niño de la mano.
Llego a la plaza y ato la bici a un poste de alumbrado. Me siento a una mesita de cemento y sacó mis galletas y mi bebida de la mochila.
Ni siquiera saco el teléfono: la tarde es apenas calurosa y he venido a hacer nada.
En otra mesita no muy cercana, una pareja conversa y tortolea. A mi costado, dos nenes de secundaria fuman un porro.
Contra una pared graffiteada, tres pibes y dos pibas charlan sentados en ronda mientras uno de ellos juguetea rasguidos en su guitarra.
Me engancho en las risas y las conversaciones. Un chingolo le roba con facilidad el pedazo de galleta que recién arrojé a una paloma. En alguno de los árboles canta sin parar un cabecita negra.
Hormigas en hilera pasan junto a mi zapatilla izquierda y me hacen recordar que en esta ciudad vivió Cortázar y es probable que hayan transitado también por aquí sus pasos. Me río al evocar una frase que alguna vez me aprendí de memoria nada más que para algunas discusiones interminables:
"Yo no me vine a Paris para santificar nada, sino porque me ahogaba dentro de un peronismo que era incapaz de comprender entonces, cuando un altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Bela Bartok”.
Sí. Los altoparlantes que colocaban aquellos muchachos peronistas sonaban desde una plaza. "Mate sí whisky no", era una de las consignas que voceaban. Era en 1945 en una plaza del barrio porteño de Agronomía.
“Braden o Perón”, propalarían esos altavoces un año después. "Alguna vez creí oír "Bartok o Perón", diría con humor Cortázar.
Un pibe con el secador de limpiavidrios asomado en su mochila llega a la plaza. Trae un fasito armado en una mano y da vueltas buscando algo por el suelo. Me pregunta la hora y se la digo. Luego se acerca a la pareja y les pide fuego. Tiro otro pedazo de galleta y baja una calandria.
Braden no.
Bartok y Perón, un sólo corazón.
Sí, hoy estoy feliz.
Creo que iré a columpiarme cuando aquel hombre de barba se baje de la hamaca.