Mara quedó acurrucada en un rincón de la casita del árbol
y sólo salió cuando los resplandores de la ambulancia y los patrulleros se
apagaron en la distancia.
Se llevaron a Leandro por la misma diagonal de arena
por la que ella había llegado con él diez días antes. La había invitado a compartir
su vida junto al mar y en un suspiro se quedaba sola en una casa de en un país
que no conocía.
La ambulancia y los patrulleros habían llegado a la casa con la sirena encendida. Se detuvieron
frente a la puerta y bajaron como si fueran una unidad especial de rescate.
Parecían astronautas con sus trajes y sus escafandras. Ella espiaba por una
hendija sin poder distinguir con claridad ningún rostro.
Tres personas con trajes especiales bajaron con
mochilas rociadoras y comenzaron a desinfectar la galería y la entrada de la
casa antes de atravesar la puerta. Los camilleros y una médica esperaban en la
puerta junto a los policías.
-Está acostado en su cama- dijo uno de los hombres.
Pueden pasar. No se lo ve bien.
Siguieron fumigando dentro y fuera de la casa. Temió
que se acercaran a la casita y se acurrucó en un rincón. Segundos después,
rociaban su escondite por fuera y por dentro sin verla. Aguantó la respiración
para no toser.
Se alejaron y luego vio como sacaban a Leandro en
camilla.
-¿Por qué? - gritó desesperado. El reproche era para
ella. Sabía que no tenía sentido salir de su escondite, pero se sentía una
traidora.
- - -
-¿Me amas?
-Nadie se enamora dos veces.
-Maldito perro.
Él la miraba y sonreía.
-Te burlas de mí.
Entonces se ponía serio y se quedaba en silencio.
-Qué.
-Nada.
-Azaroso, habla.
-Nada.
-Habla o te golpeo -dijo mostrándole su puño.
Leandro tomó su mano, la puso bajo su mentón y le
habló sin quitarle la vista de los ojos.
-No insistas, no lo arruines. Nunca podré amar a
nadie más.
No pudo dormir esa noche. Se quedó con los ojos
abiertos en la oscuridad, pensando que ese hombre le había dicho una verdad
inexpugnable.
Aquel amor era invencible. Había estado cuando
correspondía. Era imposible competir contra alguien que ya no estaba.
Al día siguiente se largó del hotel sin avisarle y se
tomó dos guaguas para volver a su casa.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó su madre.
-Nada- respondió y no dijo más.
A la noche salió al balcón a hablar con su tía. Le
llevaba tres años y crecieron como hermanas. Era su protectora y su confidente.
Todo lo que no podía compartir con su madre, podía hablarlo con ella.
Su tía la escuchó, la consoló, soltó una maldición y
le pidió que tuviera paciencia.
-Quizá lo dijo para ponerte a prueba.
-No. Si lo hubieras visto sabrías que no mentía.
Entonces su madre irrumpió en el balcón hecha una
furia.
-¿Qué tienes tú en la cabeza? ¿Desde cuándo es tan
importante una palabra? ¿Te trata bien? Te cuida? ¿Te respeta? Te zinga bien?
¿Te quiere a su lado?
-Sí.
-Y entonces, ¿qué coño importa si dice o no dice que
te ama? ¿Acaso crees que encontrarás alguien así en estas calles? ¿Quieres uno
como tu padre acaso? Lárgate de aquí y vuelve con ese hombre.
Cuando regresó, él la recibió con una sonrisa
hospitalaria, sin mencionar siquiera la discusión. Ella tampoco volvió sobre el
tema. Era como si nunca hubiera sucedido.
-Ya me mostrarás tú cómo es Argentina- dijo y tiró
sus dos bolsos en el sillón.
- - -
Habían llegado a la casa del bosque por la noche.
Bajaron los bolsos, comieron unas empanadas que habían comprado en la ruta y se
fueron a la cama.
-Estoy cansado -dijo.
Ella lo desnudó y le hizo el amor bien despacito,
como si fuera un ángel que apenas pesaba sobre su pelvis.
-Tiene sueño, papi.
Sonrió y entrecerró los ojos. Le pasó la mano tras el
cuello, acomodó su cabeza en su hombro y soltó en ella las energías que le
quedaban. Hacía calor y se durmieron sin cobija. Al día siguiente, la despertó
bien temprano y la llevó a conocer su mar. Se metieron corriendo al agua y pasaron
la segunda rompiente para quedarse jugando en el lomo de las olas.
Luego caminaron hasta un barco que recién regresaba
de su excursión de pesca.
Leandro sacó dinero de una de sus zapatillas y eligió
una corvina para asarla.
-Compra dos o tres de esos pequeños que te los
preparo con arroz y frijoles- pidió ella.
Volvieron por la orilla dibujando huellas de espuma.
- Es lindo tu mar.
-Aquí es más frío y ventoso que en la isla.
- Me gusta… ¡Casi como tú! ¿Quién limpiará esos peces?
-Tu qué crees...
-Que después podríamos darnos una rica ducha.
Esa noche empezó la fiebre. Se miraron sin decir
palabras del virus, pero sintieron el mismo miedo.
Cuando ella despertó recién amanecía y el tosía en el
baño.
-¿Como tú ta?
- No tenés que dormir más conmigo. Ni acercarte.
-¿Por qué?
-Sabemos por qué...
-¿Llamamos al médico?
- No.
-¡Sí!
-Si es sólo tos y un poco de fiebre, no es necesario.
Y si es el virus, no pueden hacer nada. No hay tratamiento ni vacuna.
-Ah, pero tú sabes más que ellos...
-Esto es nuevo y todos sabemos más o menos lo mismo.
No insistió. Él se sentó en la cama con su teléfono y
le pidió que limpiara los pisos y sanitarios con agua y lavandina y que rociara
todos los objetos con alcohol.
Tenían dos recipientes de alcohol en gel.
-Uno para cada uno- sonrió ella y se lo arrojó desde
la puerta de la habitación.
Leandro estableció allí su cuartel general y sólo
salía para ir al baño. Como la habitación estaba en una esquina de la casa,
tenía dos ventanas. Una daba a la calle de arena. La otra al bosque. Era todo
el mundo que quería ver. La fiebre bajó un poco, pero la tos seguía. A veces
maldecía por el dolor de cabeza. Pero no descansaba. Al tercer día de encierro,
estaba seguro que tenía el virus y tenía muy en claro su plan. Se lo pasaba
leyendo acerca de nuevas investigaciones y detectando como recibir a domicilio
desde un sachet de leche hasta un nebulizador.
Ella tenía prohibido salir.
-Por más que no tengas síntomas, puedes tener el
virus y es peligroso que te cruces con gente. Además, no debes llamar la
atención. Nadie debe saber que estás aquí.
-No llamaría la atención sólo por hacer unas compras.
-¿Qué tú no llamas la atención? No me pareció así la
primera vez que te vi.
No podía olvidar aquella tarde. Él la vio y ella le
sostuvo un instante la mirada y luego bajó la vista.
Ella creía que ese instante fue amor. Pero él estaba
tan convencido que nunca volvería a enamorarse que Mara no quiso recordárselo.
Salió malhumorada por la puerta de la cocina y al
alzar la vista se encontró frente a frente con una liebre que la miraba desde
el jardín. Estaba junto al cerco, a seis pasos de ella, inmóvil con sus orejas
erguidas.
-¿Qué haces aquí?-
Se rió de su propia pregunta. "Parece más para
mí que para la liebre". Metió la mano en el bolsillo con sigilo, tomó el
teléfono e intentó una foto. Cuando buscó ver la imagen, sólo estaban en el
cuadro las patas traseras de la liebre.
El cuarto día recibieron un pedido de alimentos.
-Ya está pago. No tengas contacto con quienes hagan
la entrega. Ya pedí que lo dejen en la entrada y ya.
Así fue. Una camioneta se detuvo frente a la casa, el
conductor descargó varios bultos que acomodó junto al portón de madera, echó un
vistazo a su teléfono y se marchó.
Así las cosas. En los tiempos de pedir a domicilio
por comodidad, de pronto había que hacerlo por obligación y hasta saludarse era
un riesgo.
Él estaba dormido, pero ella igual cumplió con rigor
la ceremonia y roció con alcohol toda la mercadería. Se lavó las manos y se
quedó sentada en un sillón de la cocina, ajena a sus ojos y a sus pensamientos,
que pasaban demasiado veloces como para que pudiera detenerlos o recordarlos.
La tarde comenzaba a esfumarse y estuvo una larga hora en la oscuridad, quieta
y en silencio.
Las ganas de orinar la trajeron de vuelta a su
cuerpo, le hicieron recordar sus piernas adormecidas, moverlas para deshacer
los pinchazos, ponerse de pie y caminar hacia el baño con sus pasos apenas
insinuados en el resplandor tímido de una hebra de luna.
Luego se asomó a la habitación.
-Leandro- dijo con timidez. Al ver que no respondía
decidió no insistir.
"Necesita dormir" -pensó-. Era un rato de
calma entre la fiebre, la tos y el miedo. Tomó una manta, se acostó en un
sillón tan largo como ella y se durmió.
- - -
Los carros pasaban veloces y su hermana, acostada
boca arriba sobre el asfalto de la Kennedy, gritaba su nombre.
“Es un sueño. Tengo que despertarme", Quiso
mover la mano, abrir la boca. Pero no podía. Una guagua pasó sobre la muchacha.
Respiró profundo como si hubiera estado asfixiándose y abrió los ojos.
-¡Mara! ¡Por favor!
Leandro gritaba desesperado desde la habitación.
Se paró en la puerta asustada.
-Preparame la nebu.
Me quedé sin solución.
Se puso el barbijo y los guantes. Buscó otro frasco
de solución fisiológica en el botiquín y llenó la cazuela por la mitad. Enroscó
la tapa, colocó la máscara y conectó la manguera. Él se colocó la máscara,
cerró los ojos e intentó calmarse. Un acceso de tos sobrevino y se quitó el
nebulizador para escupir sangre en el balde. Siguió tosiendo hasta quedarse sin
fuerzas. Luego se sentó al borde de la cama y volvió a colocarse la máscara.
Se quejaba a gritos del dolor, maldecía, lloraba,
escupía con sangre y en las últimas horas la dificultad para respirar se volvió
desesperante.
-Leandro, no puedes seguir aquí, tenemos que llamar
al médico.
-Una vez que te internan, empezás a estar más muerto
que vivo. ¿Supiste de alguien de más de 50 que saliera del respirador? Para mí
que la gran mayoría se termina muriendo.
Le explicaba que no era así, pero estaba empecinado
en arreglarse sólo. Había decidido ser su propio médico. Tenía un nebulizador y
había seguido todas las noticias de tratamientos para el virus. Las encontraba
en el teléfono y las leía y guardaba en su computadora. Se concentraba en los
tratamientos.
-¿Saldrá la vacuna?- preguntaba ella esperanzada.
-Yo ya llego tarde a la vacuna- respondía él con
amargura y seguía investigando. Era amigo de un médico cubano y no paraba de
hacerle preguntas por whatsapp.
-¿Qué, también trajiste un médico de Cuba? -bromeaba
ella.
-No, éste vino solito. Y no es gusano.
A Leandro le llevó una hora de discusión que Elio
entendiera que nunca llamaría a la emergencia. En el teléfono quedaron los
audios con los consejos de su amigo.
A las nebulizaciones y el paracetamol, les sumó
Heparina, ácido fólico, ácido ascórbico... También tPA, que reservaba para
cuando llegaran los momentos críticos, mientras seguía investigando la dosis
conveniente.
Fue cuando entró en crisis, luego de toser sangre,
que pidió a Mara que le inyectara el anticoagulante.
-En la panza- le dijo.
Ella lo inyectó sin vacilar, le frotó la piel con
algodón y alcohol y luego cumplió la orden de salir de la habitación a lavarse
las manos y cambiarse de ropa. Prefirió no tomar un baño, por temor a que él
empeorara muy rápido.
Fueron tres días de tos espantosa.
Luego de seguir escuchando sus quejidos desesperados
no soportó más y llamó al número de emergencias desde su teléfono.
-Hay un hombre sólo encerrado en su casa en la costa
con síntomas de coronavirus. Está muy grave, pero se niega a ir al médico.
Luego de la denuncia, guardó sus pertenencias en el
galponcito de las herramientas y se escondió en la casita del árbol que estaba
en el terreno lindero. No quería que se la llevaran internada. Mulata y
extranjera, no quiso averiguar que harían con ella. Llevaba siete días
cuidándolo. Él vigilaba con obsesión que ella no hiciera nada que pudiera
contagiarla. Ya llevaban diez días juntos en la casa. Lo mejor que podía hacer
era esperar escondida que se lo llevaran.
- - -
Volvió a la casa y cerró su habitación. Pasé un trapo
con lavandina en el suelo y roció la puerta con alcohol. Pasó alcohol en gel
por la manija de la puerta y luego siguió con una limpieza a fondo en el baño.
Luego el resto de la casa, como si no hubiera otra cosa para hacer en la vida
que limpiar. Cuando ya no quedaba rincón si trapear ni mueble sin rociar, llenó
un lavarropas y se quedó sentada en el lavadero junto al artefacto. Afuera
había sol y el lugar se mantenía cálido con su techo de placas transparentes y
bajas. Alzó la vista y vio los pasos apurados de una calandria entre las hebras
de pinocha.
Era extraño. En la casa tenía miedo pero en ese lugar
sentía una gran calma, como si el lavarropas pudiera seguir meciendo su carga
por horas con ella a su lado sin que nada ni nadie pudiera perturbarla.
Cenó temprano. Cuándo le vino el sueño, tomó una
colchoneta y una manta y decidió dormir en la casita del árbol. No quería que
la sorprendieran.
La despertaron temprano los pájaros. Fue hasta la
cocina y desayunó. Revisó su teléfono. Ningún mensaje. Estaba sola, no sabía
qué sucedía con él y el resto del mundo parecía no existir.
Estaba sola, sin poder moverse de allí y a la vez
temerosa de que vinieran a buscarla. Al mediodía sacó la ollita de la heladera
y calentó los pescaditos con arroz y lentejas que había preparado. Al menos no
había perdido el apetito.
Por la tarde se animó a sentarse en la galería,
mirando hacia la calle desierta. Un niño pasó andando a caballo. La miró y alzó
su mano. Le devolvió el saludo.
Tampoco durmió en la casa esa noche. No podía hacer
gran cosa, excepto dormir, mirar los pájaros y los perros y dejar que el tiempo
pase. No se bañaba y llevaba siempre la misma ropa. Seguía sin novedades de
Leandro y sólo podía esperar.
Al tercer día se animó a entrar en la habitación.
Guantes, barbijo, rociado de alcohol y un balde de agua con lavandina fueron
sus armas. Abrió las ventanas de par en par, retiró sábanas y prendas de vestir
y roció hasta el último objeto. Paró el colchón contra la pared, luego se quitó
el pequeño vestido y se dio una ducha.
Sintió deseos de ir al mar. Pero no debía, no sería
bueno que la vieran. Revisó en la biblioteca, tomó un libro, se sentó junto al
pino bajo el sol y comenzó a leer.
"Uno piensa que los días de un árbol son todos
iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un
día del mundo".
-Un día del mundo- Siguió adelante con la lectura,
pero luego de unas pocas líneas se durmió recostada contra el tronco y soñó.
- - -
Despertó cuando el sol se iba. Se desperezó y antes
de ponerse de pie, reencontró unos ojos. Entre el cerco y la parrilla, asomada
detrás del jazmín, la liebre la miraba, como si estuviera tratando de decidir
si podía confiar en ella.
-Cómo tú ta...
La liebre movió la trompa y alzó las manos. Luego
bajó las orejas y caminó hacia el cerco. Un lebrato apareció detrás del jazmín
siguiéndola. Mara esperó a que se perdieran de vista para ponerse de pie. Esta
vez no intentó una foto. Entró a la casa y se sentó en la cocina. Se dejó ganar
por la oscuridad y el silencio, pero luego de un rato comenzaron a pesarle
demasiado. Encendió la luz y la TV y comenzó a preparar algo de comer.
Cenó con las noticias de fondo y la mano izquierda
libre para mirar el celular. Revisó los sitios locales y no reportaban ninguna
muerte: un alivio efímero para su incertidumbre.
Luego miró una película. Una joven hipoacúsica y
solitaria conseguía un trabajo como enfermera en una plataforma petrolífera en
alta mar, para cuidar a un trabajador accidentado que había perdido
temporalmente la visión.
"Y yo aquí en mi plataforma", pensó entre
lágrimas. El final de la película le gustó, pero al instante estalló de
angustia. "¿Acaso vendrá él alguna vez a buscarme?"
Maldijo su suerte, apagó la TV y salió de la casa. Se
paró en la calle desierta y miró hacia el este. Comenzó a caminar y no se detuvo
hasta llegar a la costa. No sé cruzó con nadie ni temió a la oscuridad. Trepó
al médano y la detuvo el asombro al ver el verde fluorescente de las olas al
romper. Bajó hasta la arena húmeda. El agua le mojó los pies y sin pensarlo
caminó hacia el sur encendida de mar.
Al volver decidió dormir en la casa. Cerró las
puertas y apagó las luces. Entró en la habitación, bajó el colchón y cerró la
cortina de la ventana. Luego puso sábanas limpias y se sentó en la cama.
Abrió el cajón de la mesa de luz y encontró la
billetera de Leandro con sus tarjetas. Él había pensado en todo y cuando empezó
a sentirse muy mal le envió todas sus contraseñas en un mensaje.
"Ya no me necesitas", bromeó mientras
tosía.
Ahora ella tenía todo. Su cama, su casa, sus
tarjetas, su ropa. Pero no sabía si volvería y lo necesitaba más que nunca.