Dos jóvenes irrumpen en moto en una calle de Medellín y acribillan a balazos a un hombre. Un minuto después llega corriendo el hijo de la víctima. Se derrumba junto al cadáver, lo pone boca arriba y llora sin consuelo.
Dos jóvenes irrumpen en moto en una calle de Medellín y acribillan a balazos a un hombre. Un minuto después llega corriendo el hijo de la víctima. Se derrumba junto al cadáver, lo pone boca arriba y llora sin consuelo.
Era una casucha de madera y chapas, un botecito dado vuelta en el medio del campo, con una palmera de mástil, un ombú con vacas dormidas a sus pies y comadrejjas en las cuevas.
El campo tenía un molino, pero eramos dos niños que nada sabíamos del Quijote. El gigante era nuestro padre y bastaban una cañita y una lata oxidada llena de lombrices para pasarnos una tarde pescando en el arroyo .
Cuando empezaba a caer la noche, contabamos los murcielagos que salían de la palmera mientras Oscar encendia los soldenoches y Buby inventaba la cena en una cocina destartalada.
Fue una noche de agosto en que el cielo estallaba y la casa intentaba no naufragar en el temporal que oimos su nombre por primera vez: la tormenta de Santa Rosa.
Las paredes temblaban a nuestras espaldas. Preferimos no acostarnos y quedarnos sentados con los ojos gigantes y los oidos atentos a la furia del temporal.
Hoy sé que Santa Rosa no existe ni hay modo de saber cuando nos sorprenderá en la noche una tormenta terrible.
Respiro la tensa calma del calor del fin de otoño y presiento que en cualquier instante puede suceder.
Cada vez que el cielo estalla,
aquella casilla a la deriva vibra en mi alma, como un suspiro de incertidumbre que me recuerda niño y viene a poner a prueba mi certeza del amanecer.