"El destino te ha traído, pero yo vivo aquí a través del tiempo y el espacio para siempre”. Con esa frase burlona, Mittens me despedía luego de derrotarme. Llevaba semanas encerrado en mi casa jugando ajedrez en la computadora, pero eso no pareció despertar la piedad del gatito invencible de inteligencia artificial.
No tenía horarios para comer ni dormir. Tampoco me bañaba. Una partida seguía a la otra sin parar.
Había comenzado a jugar contra un viejo programa fuera de línea, partida a partida, nivel tras nivel, desde las más sencillas hasta las más arduas. A medida que ascendía, comenzaba a perder más de lo que ganaba. "Es el camino para aprender", pensaba, aunque no siempre entendía del todo por qué perdía o ganaba.
Una madrugada decidí jugar en línea. Anduve un tiempo entre las carreras de reyes y peones del ajedrez rápido y los ocasionales mensajes de mis rivales, pero no duré mucho ahí y volví a mi programa, hasta que me topé con los bots de inteligencia artificial. Los enfrenté y fui derrotado por Don Gato Mittens y por cada uno de los integrantes de su pandilla.
Dicen que la actitud desafiante de Mittens y sus frases provocadoras son decisivas para destruir al oponente. Yo perdí porque los algoritmos que mueven a esos gatos juegan mejor que yo.
Sin embargo, la frase que me dedicó Mittens en nuestra última partida me dejó pensando. La vida es demasiado efímera como para dejar que se desvanezca en esta adicción.
Desenchufé el ordenador y apagué el teléfono. Fui al baño, abrí la ducha, miré como el vapor esfumaba mi cara del espejo, me metí bajo la lluvia y aproveché para afeitarme. Me vestí para salir, pero la casa está hecha un desastre. Hice la cama, pasé un trapo por los pisos y saqué la basura.
-Hola, ¿cómo estás? - preguntó mi vecina.
-Bien- dije fingiendo ignorar que su pregunta era más que un saludo. Ella quería saber cómo sobrellevaba la ausencia, el dolor, la soledad, pero yo no quería hablar de eso.
-Bueno, cualquier cosa, ya sabés...
Le agradecí y me metí en casa.
Saqué unas milanesas del freezer, las puse en el horno y me senté a esperar.
Cuando estuvieron listas, las comí de a una y sin cubiertos, como si fueran tostadas. Milanesas y gaseosa de dieta.
Un benteveo se posó en la reja de la ventana. Miró hacia adentro, como si buscara a alguien. Luego picoteó el vidrio: peleaba contra su reflejo. Él sí sabía entretenerse solo.
-El dedo en el celular no es muy distinto al pico en el vidrio- dije. El pájaro hizo una pausa, como si fuera a responderme algo. Luego se marchó. Me quedé mirando la ventana vacía y me recordé niño, jugando solo al ajedrez. Ponía el tablero en una mesa pequeña e iba cambiando de lado cada vez que me tocaba mover. A veces elegía ser las blancas, a veces las negras. Es decir, del otro lado, yo era un otro, el rival a vencer. Sin embargo, no siempre lo lograba. A veces, al ser el otro, era más conservador para mover. Y siendo yo, en mi avidez de ganar, podía cometer errores irreparables. Pero el principal problema de esas partidas era que a veces se hacían muy largas.
Aunque dejé de jugar ajedrez durante décadas, aún conservaba aquel viejo tablero. Las piezas estaban guardadas en una caja con tapa corrediza, eran de madera y me lo habían regalado para Reyes a los siete años.
Fui hasta lan habitación y me subí a un banco para revisar en lo alto del placard. Traté de buscar esquivando los recuerdos dolorosos que pudieran despertar las cosas allí guardadas, conteniendo la respiración para no oler los vapores del pasado. Dí rápido con el juego, porque reconocí la bolsa verde de tela donde lo había guardado.
Cuando era niño, el ajedrez integraba el selecto grupo de los juguetes bajo llave, aquellos que merecían un cuidado especial para que no se perdieran o rompieran. Para jugar, había que pedirle permiso a mi padre.Él me enseñó ajedrez y jugó conmigo mis primeras partidas. Sacar el tablero de la bolsa, abrirlo sobre la mesa, deslizar la tapa de la caja e ir acomodando una a una las piezas, fue una ceremonía que me reencontró con una felicidad olvidada. Era bien distinto que jugar en un ordenador.
Después me paré del lado de las blancas e inicié la partida con e4.
Fui del otro lado y dudé más de la cuenta para responder: la jugada: me había tomado desprevenido. En mis tardes de infancia, mi apertura de jugador solitario solía ser P4R, para decirlo con la terminología de aquellos tiempos, los años de Fischer y Spasky.
¿Habrá sido un error abrir con el peor de la dama? Las blancas parecían plantear una partida más abierta y agresiva, un terreno que no era mi fuerte. Prefería sorprender a atacar. ¿Me ofrecerá en la próxima movida el sacrificio del peón del alfil para ganar el centro del tablero?
Me anticipé a su gentileza y moví c5. Defensa Siciliana. Quien ofrecía su peón en sacrificio era yo.
Volví del lado de las blancas. Con los años descubrí que este inicio es célebre y esta partida se jugó en plazas, salones, bares, habitaciones y clubes de ajedrez miles de veces. Cuando estás frente al tablero y las negras te responden con esa movida te quedás pensando como si te sucediera por primera vez.
"C3AR", me dije con el viejo método de anotación. Mi caballó saltó por encima de los peones y luego de apoyarlo sobre su nueva casilla volví a ponerme de pie. Antes de sentarme del lado de las negras fui a la cocina a buscar gaseosa.
-Tendría que servirme dos vasos- dije riéndome. Fue lo que hice. Llené ambos casi hasta el borde y los puse a cada lado del tablero.
Las jugadas siguientes se fueron sucediendo con más fluidez. Las blancas consiguieron su peón de ventaja y las negras no parecieron demasiado contrariadas por perderlo.
En 11, con mi vaso de gaseosa por la mitad, moví Ae2 con las blancas. La idea era entregar mi peón de ventaja para acelerar el desarrollo de mi juego.
Crucé al otro lado de la mesa, recordé el inicio de la partida y me dije que debía sorprenderlo otra vez.
Puede que uno desarrolle una personalidad diferente sentado a las negras y una de sus herramientas sea el desdén.
11... Ac5, fue mi movida, rechazando recuperar el peón central y procurando que su juego se empantanara como invasor en la nieve rusa.
"¿Qué fue eso?", me pregunté al volver del lado de las blancas. "Así que no quiere mi peón de más. Pues no importa. Tengo un despliegue sólido con pieza extra y tarde o temprano encontraré el camino a la victoria".
Sin embargo, las movidas se fueron sucediendo y no lograba dar con una jugada útil para hacer valer esa ventaja. Las negras se protegían bien, sus caballos iban y venían y mis piezas parecían congelarse tras los peones.
¿Cómo hacer para dejar de hundirme? Del lado de las blancas sufría y me desesperaba, del lado de las negras fluía y me fortalecía en cada movida. Jugando solo yo era esas dos personas.Traía de mi niñez la destreza de ser una y la otra desde la básica disciplina de cambiar de lado movida a movida y ser en el juego desde el lado en que me tocaba mirarlo cada vez.
Sentado a las blancas con el vaso ya vacío, ofrecí tablas convencido que no podría vencer.
Me puse de pie, fui del otro lado, miré por unos segundos el juego y sonreí.
-Es demasiado tarde -dije mirando hacia la otra silla- Estás perdido.
Volví del lado de las blancas, miré el tablero sin que se me ocurriera una jugada salvadora y dejé caer el rey.
Llevé los vasos a la cocina y me puse a lavar los platos. La ventana me devolvió la mirada. Ya había oscurecido. Allí estaba mi reflejo pero no tenía razones para darle picotazos. El ajedrez de mi infancia me reencontró con tiempos en que supe ser feliz. Por primera vez en mucho tiempo sentí deseos de seguir.
Después de lavar los platos me vino un cansancio tibio. Me tiré en el sillón y me dormí.