lunes, 28 de junio de 2010

El amanecer de Juana


Aun quedan voces cómplices en la cocina, pero la noche ya es en mi cama, con Felipe en mi lugar y Juana en él de Mariana. Tan noche es que han pasado las doce y el 25 de junio le ha dado paso al 26, segundo aniversario de la única vez que estuve en la cabecera de una embarazada, imposibilitado por una sábana erguida como telón de presenciar el parto. No la vi entonces asomarse entre las largas piernas que una tarde me cambiaron la respiración, pero sí detrás del telón, como un títere húmedo y arrugado al que con la mayor prisa de que tengo memoria le conté los 20 dedos, le celebré los ojos y la respiración y le advertí una oreja un poco menos desplegada que la otra.
Ya desde antes de ella mi cama a veces no era tan mi cama. Pero nunca consiguió Felipe la casi implacable habitualidad de despertarse cada madrugada para reclamar el traslado de la cuna a la cama grande. No importa lo poco que hayamos dormido. Ese traslado siempre navega sobre su placentera tibieza y conduce a un espacio de la cama demasiado breve para una nena tan inquieta. Pero hay otro traslado mejor. Es en las noches en que me quedo con ella en el sillón frente a la tele a esperar que se duerma. Suelo permanecer recostado con las piernas estiradas y la espalda en mala posición, con ella a mi lado aferrada a mis manos y jugueteando con mis dedos, tan entretenida que siempre soy el que primero se duerme. Cuando despierto, en la TV hay un pastor o una chica histriónica que conduce un juego trivial y Juanita está dormida a mi lado. Me pongo de pie, me convenzo del equilibrio recuperado y la alzo en brazos para llevarla a su cuna. Sé que sucederá en la escalera que la luz pálida de esa noche se asomará por la ventana desde el cielo agónico hasta sus mejillas para ofrendarme una luna en brazos, una ostia silenciosa que se desvanece en mis ojos sin dios cuando llego al pasillo y giro hacia su cuarto para dejarla en su cuna.
Ya no hay más murmullos, todos los adultos excepto yo se han acostado. En unos pocos minutos, Mariana se descubrirá dormida frente a la TV del cuarto encendida, se quitará una almohada y antes de acurrucarse me obsequiará un “alfre”, para recordarme lo poco que descanso. Al amanecer, como cada día, Juana será la última en despertar de los cuatro. La miraré a los ojos, le contaré los dedos, revisaré si ya se esfumó la diferencia entre sus orejas y estimaré su apgar en diez antes y después del instante en que la tome en brazos, la deje acurrucarse en mi hombro, le acaricie la espalda pequeña y le recuerde con un susurro al oído que hemos despertado a un gran día, el de su segundo cumpleaños.

miércoles, 23 de junio de 2010

El Chino y sus 53



Salió con elegancia entre dos chiquilines de doce años y mirando hacia la izquierda la tocó de rastrón hacia la derecha para iniciar una jugada llamada a terminar en gol. Una vez más Martín se le acercó. No fue para felicitarlo.
-Papá, levantate el pantalón- volvió a pedirle. Le daba vergüenza que por detrás de aquel short azul se asomara el triángulo de sombra que revela la presencia del culo.
La canchita estaba junto a la vía, detrás de los monoblocks de la estación Escalada, donde Martín, su mamá y su papá recibieron a un bebé flaco, rubión y de pito largo al que llamarían Juan Francisco.
Antes de eso, daba la sensación que ese embarazo de Silvia era su condición natural, que le duraría toda la vida, tal vez porque éramos más jóvenes y respirábamos distinto el paso del tiempo o porque la habíamos conocido embarazada en un momento en que empezábamos a compartir barrio, militancia y unas cuantas ilusiones e incertidumbres. En aquella Escalada vivía Carlitos, que todavía no tenía Delia ni Ezequiel ni Agustina, aun era visitador médico, manejaba un dodge 1500 y compartía con el Chino esas mismas cosas más algunas zancadillas, Gancias, tardes de Moconá y una visión más realista de la política que la que yo traía de mi familia y mi militancia universitaria.
Mi memoria no me ayuda. No termino de ordenar en el tiempo momentos que se asoman a mis dedos. Un encuentro en la puerta del local de Riobamba, en que me invitó a militar en Lomas y yo lo miré con recelo pues no me habían hablado bien de él. Una visita a su departamento en que me escapé de una de sus discusiones familiares yendo a buscar la carpeta que en el ataque de bronca acababa de tirar por la ventana del departamento. Un festival en el cine San José, en que a pesar del odio que le profesaba el grupo que yo integraba se acercó para tender algún puente inaugurando en mi vida el dato de su persistencia. Aquel discurso frente al local de Calandria en el que vaya a saber por qué se sintió en necesidad de tirar una consigna que a muchos nos ponía los pelos de punta (no la transcribo porque sigue sin gustarme).
Y por supuesto, la vez que caí en cuenta que era bastante más que un voluntarioso hábil para la rosca, en una arenga que improvisó para los militantes juveniles de la Provincia que subidos a un micro nos dirigíamos a un congreso nacional.
Una mujer bajando del ascensor y otra yéndose por la escalera, una tarde en la casa de Clarita, su paciencia casi infinita con el uruguayo, una rabieta con don Julio, una pelea entre nosotros dos, los tiempos en que nos pasamos de mambo y parecíamos al borde de constituir una orga semiclandestina, la Pesca, el fútbol en la galería de la casa de Brandsen, un asado en lo de Ramón, el básquet con la puerta del placard del departamento de 25 de mayo como aro, orines apurados en el patio de mi casa de Portela, las notas para La Unión en los tiempos de Semán, la afinidad con Bruno deviniendo devoción a cada paso, el esfuerzo conmovedor de Chachi para cumplirle con un discurso en un acto en Laprida, la llegada de Marcelito, su obsesión aun vigente por la organización del Frente Secundario, las clases de formación con Gil Girón, los insumos de Pablo, organización cruzándolo todo desde las palabras deslumbrantes de Lalo, las reuniones hasta las tres de la madrugada, la vuelta en el último tren con una bolsa pesada de voluntaristas compras comunitarias, un puchero con Claudio y Lili Caruso, Silvia y su pizza con lechuga, el garrón de las fotocopias, nuestro espía Rodolfo Boggini en el PI de Tito, salidas a pintar en el Fiat 600 de Raúl, una tarde de mate y facturas en mi casucha de Escalada, la llegada de la negra Mónica y los universitarios, los partidos y las charlas y las peleas y los abrazos con el gordo Sergio, Pichi, el negro Armando y el gordo Héctor, tardes oscurecidas en casitas con piso de tierra en la O´Higgins de los Montecuco o en el rancho del gordo García, charlas y frío y menta y ojos brillosos y más fútbol con los pibes de Santa Marta o Norma y Pedro en las tardes de calor con las bolsitas de nylon colgadas llenas de agua para no conseguir espantar las moscas, las ollas, los locros, las tortafritas, las filas de madres y ancianos, Cani ojos, cigarrillos y miedo, las zapatillas de Bruno en la caminata hasta Racing, el parripollo fallido, el delirio del préstamo para pagar el préstamo para pagar el préstamo. No lo diga, Pisani, no lo diga. Así de mezclados tengo en la cabeza mis recuerdos.
Pero, si paro de recitar nombres y lugares y sucesos, ¿podré explicar quién es este arquerazo que no ve, este arengador empecinado?
¿Ha sido acaso por pereza, por resignación, por timidez, por temor o por alguna otra miseria que me he pasado 26 años militando junto a él?
Por la tarde hablé de su persistencia abrumadora y de su inteligencia de largo aliento. Fue su primer cumpleaños ya divorciado, con Nancy e Ignacio a su lado, con Juanfri y Martín, aquellos nenes tan nenes de entonces, ingresando al Taso a paso de hombre frente a la mirada atenta de Valdo.
Seguirá escuchando a Litto Nebbia y yo a Charly. Seguirá prefiriendo los libros de política y yo las novelas. Seguirá leyendo todos los diarios y yo casi ninguno. Volverá a ver Patton tantas o más veces que yo Sin City. Repasará una y otra vez los gestos de poder que viven en El Padrino. Nos seguirá uniendo la devoción por Perdidos en la noche.
Por un momento pensé que tanta evocación me dejaría sin rumbo. Que como una lámpara en corto seguirían encendiendo y apagándose frente a mí fugaces momentos del pasado. La muerte de Bruno, Torcuato y las bolas de fraile, Horowicz y una discusión hasta la madrugada, las esperas en la casa de Santa Cruz, el encuentro de Néstor y el Zaffa, Emilio (¡Emilio!), el Evita con sus pibes (y pibas, l@s de antes y l@s de ahora), su aguante y sus trapos, el brindis frustrado en Retiro, el champagne, las manzanas cortadas en pedacitos y el asado frío después del helado.
Pero no. Luego de las palabras a borbotones consigo ver todo más claro. Es bien sencilla la explicación de por qué compartí con él todos estos años.
Oscarcito ya no está. Pero a veces me gusta decir que soy él, mi viejo. Sé que no es verdad, pero me hace bien proponérmelo por un rato.
De Oscar aprendí que estoy aquí para intentar hacer lo correcto. Sigo militando junto al Chino porque creo que está bien, que es lo que debo hacer. No habría historia persona momento razón afecto que mantuviera eso si creyera que es el rumbo equivocado. Lo que hemos hecho es valioso, está al servicio de una buena causa y podemos hacer que mejore y crezca.
Pero más acá de la corrección, unas horas después de que ha cumplido 53 años, quiero decirle dos cosas. Una, que lo veo quererse mejor. Dos, que lo siento mi amigo y lo quiero.
Seguiremos transitando este buen camino . Y tal vez hasta encontremos mar para los ojos de Ratzo.

Extranjero


A veces soy un extranjero en mis ojos
como si olvidara lo que aprendí de Antonio,
que no importan esta foto aquel espejo
vuelven a ser mi patria cuando me dedico a mirar
soy un forastero tonto en el vano intento de verlos.

Así de ojos mis ojos en tu mar navegan
capitán grumete cáscara de nuez y viento.
Sé que mi nave es nave por tus olas que la mecen
se libra a tus mareas y no sueña con ningún puerto.

miércoles, 16 de junio de 2010

Ella me miró


Historia que se inspiró en un accidente que me tocó ver en Curitiba.

Ella me miró. Tal vez eso no es decir mucho aquí, donde los ojos no viven tan esquivos como en otros parajes. Ella me miró y me sorprendió, pues yo estaba dedicado a descubrir como funcionan las paradas de ómnibus cilíndricas de Curitiba. Cuando quité la vista del molinete fueron sus ojos, ajenos al gris de la mañana, dispuestos a encender de punta a punta la plaza. No pude hablarle al cabo de la mirada. Me quedé junto a la parada, viendo como se alejaba hacia el verde. Cuando me decidí a seguirla, el semáforo cambió y no pude avanzar. Cuando ya casi desistía de ir tras ella, ví que entró en un negocio pequeño en la calle lateral de la plaza. Crucé corriendo y aminoré la marcha al acercarme al local. Me paré en la vidriera, miré hacia adentro. Estaba sentada en uno de los tres box de atención. Era una casa de préstamo de dinero. Me alejé unos metros, luego crucé a la plaza y me quedé frente a un puesto de diarios, sin perder de vista el local. Préstamos pequeños y caros para gente en problemas. Por qué iba a pedir dinero? Empecé a imaginar su vida. Le inventé una niña, las supuse solas en el mundo, madre e hija, distante el padre, unidas en la decepción. De qué trabaja? Donde se sientan sus jeans gastados cada mañana, qué compra qué vende qué vigila qué repara qué atiende qué soporta qué repite hora tras hora para ganarse el pan? La saqué de la caja de un supermercado y la senté detrás del mostrador de un banco, le puse un trajecito y la llevé a una perfumería, le puse uniforme y la hice policía, la despedí de todos esos trabajos y la empleé como recepcionista del museo de arte moderno en cuyo hall recién había estado. Todos trabajos en lo que ganaba apenas para subsistir on su hija. Trabajos que terminaban en la fatal visita al box de crédito fácil y caro.
Qué le digo cuándo salga. ´Como entrar en la vida de una mujer que está pidiendo un crédito y está sola en el mundo con su hija? Qué puede ofrecerle un hombre qué solo estará en su ciudad tres días más y después se largará como si nada? En fin. Tampoco estaba obligado a arreglar su vida Intentaría hablarle de lo que me pasó, del molinete haciendo clack y diusparándome la instantánea de sus ojos, de mi voz que se escondió, del semáforo alejándome de sus pasos. Empezaría diciendo algo acerca de sus ojos. Allí había comenzado todo. Ella sonreiiría y yo trataría de no quedarme otra vez sin habla. No sabía su nombre, ella notaría mi mal portugués, le contaría quien soy, que hago en su ciudad, le propondría tomar una gaseosa o un café. No parecía difícil. Sin embargo, cuando la ví salir, fue imposible. Ya no era vendedora ni empleada ni recepcionista, eran sus piernas largas que vaya a saber de qué cuadro del museo escaparon para pasear por la ciudad tumultuosa como si solo cminara en un pasillo silencioso del museo, un suspiro de inspiración que no pudo aguantar más prendido a la tela y se echó a andar echo piernas largas en la mañana que se atragantaba la lluvia. Igual caminé tras ella, la ví cruzar hacia la avenida peatonal, aguardar otra vez el semáforo, trasponer la calzada breve,cruzar hacia la esquina. Al fin me decidí. No importaba la gente. Al fin y al cabo, nada más anónimo que una multitud. Nadie repararía en mí cuando me psuiera a su par y quebrara el silencio. Apuré mis pasos, me puse a dos metros de ella cuando llegamos a la esquina de la tienda Pernambucana, aceleré aun más y me disponía a hablarle cuando un ómnibus explotó contra la pared de la tienda arrancándola de mi sombra y clavándome sin voz frente al micro estrellado entre los gritos de la gente.
Me voy, no quiero verla así, pensé mientras hacía lo contrario. Me agaché, la busqué bajo las ruedas, pero no la encontraba. Me puse de pie otra vez, ví al chofer saliendo de su desvanecimiento, la desesperación de los que se bajaban, la ansiedad de los que subían a ayudar, la angustia de un muchacho que rompía las ventanas a golpes de puño mientras gritaba algo acerca de liberar la presión y las personas se alejaban para que no les cayeran encima los vidrios. Temí que el ómnibus la hubiera devorado,pero cuado fui del otro lado por dentro de la tienda la vi. Estaba acostaba de espaldas y una vendedora la asistía. Me arrodillé junto a ella. Sangraba del cuero cabelludo y miraba hacia arriba con la boca entreabierta.
Ella pestañeõ y me miró.
;Por qué voce nao se decidio a falarme? (buscar después bien la expresión en portugués).
Tranquila, todo va a estar bien, le dije. Por un instante sus ojos volvieron a ser sus ojos.
Sonaban sirenas entre los gritos. Llegaron los primeros vehículos de asistencia. Un paramédico se arrodilló a su lado y le colocó un cuello ortopédico.
Estoy con ella, le dije.
Imaginé muchas cosas mientras la seguía. Pero nunca se me hubiera ocurrido que nos íbamos a ir juntos de ese lugar en un helicóptero.