Salió con elegancia entre dos chiquilines de doce años y mirando hacia la izquierda la tocó de rastrón hacia la derecha para iniciar una jugada llamada a terminar en gol. Una vez más Martín se le acercó. No fue para felicitarlo.
-Papá, levantate el pantalón- volvió a pedirle. Le daba vergüenza que por detrás de aquel short azul se asomara el triángulo de sombra que revela la presencia del culo.
La canchita estaba junto a la vía, detrás de los monoblocks de la estación Escalada, donde Martín, su mamá y su papá recibieron a un bebé flaco, rubión y de pito largo al que llamarían Juan Francisco.
Antes de eso, daba la sensación que ese embarazo de Silvia era su condición natural, que le duraría toda la vida, tal vez porque éramos más jóvenes y respirábamos distinto el paso del tiempo o porque la habíamos conocido embarazada en un momento en que empezábamos a compartir barrio, militancia y unas cuantas ilusiones e incertidumbres. En aquella Escalada vivía Carlitos, que todavía no tenía Delia ni Ezequiel ni Agustina, aun era visitador médico, manejaba un dodge 1500 y compartía con el Chino esas mismas cosas más algunas zancadillas, Gancias, tardes de Moconá y una visión más realista de la política que la que yo traía de mi familia y mi militancia universitaria.
Mi memoria no me ayuda. No termino de ordenar en el tiempo momentos que se asoman a mis dedos. Un encuentro en la puerta del local de Riobamba, en que me invitó a militar en Lomas y yo lo miré con recelo pues no me habían hablado bien de él. Una visita a su departamento en que me escapé de una de sus discusiones familiares yendo a buscar la carpeta que en el ataque de bronca acababa de tirar por la ventana del departamento. Un festival en el cine San José, en que a pesar del odio que le profesaba el grupo que yo integraba se acercó para tender algún puente inaugurando en mi vida el dato de su persistencia. Aquel discurso frente al local de Calandria en el que vaya a saber por qué se sintió en necesidad de tirar una consigna que a muchos nos ponía los pelos de punta (no la transcribo porque sigue sin gustarme).
Y por supuesto, la vez que caí en cuenta que era bastante más que un voluntarioso hábil para la rosca, en una arenga que improvisó para los militantes juveniles de la Provincia que subidos a un micro nos dirigíamos a un congreso nacional.
Una mujer bajando del ascensor y otra yéndose por la escalera, una tarde en la casa de Clarita, su paciencia casi infinita con el uruguayo, una rabieta con don Julio, una pelea entre nosotros dos, los tiempos en que nos pasamos de mambo y parecíamos al borde de constituir una orga semiclandestina, la Pesca, el fútbol en la galería de la casa de Brandsen, un asado en lo de Ramón, el básquet con la puerta del placard del departamento de 25 de mayo como aro, orines apurados en el patio de mi casa de Portela, las notas para La Unión en los tiempos de Semán, la afinidad con Bruno deviniendo devoción a cada paso, el esfuerzo conmovedor de Chachi para cumplirle con un discurso en un acto en Laprida, la llegada de Marcelito, su obsesión aun vigente por la organización del Frente Secundario, las clases de formación con Gil Girón, los insumos de Pablo, organización cruzándolo todo desde las palabras deslumbrantes de Lalo, las reuniones hasta las tres de la madrugada, la vuelta en el último tren con una bolsa pesada de voluntaristas compras comunitarias, un puchero con Claudio y Lili Caruso, Silvia y su pizza con lechuga, el garrón de las fotocopias, nuestro espía Rodolfo Boggini en el PI de Tito, salidas a pintar en el Fiat 600 de Raúl, una tarde de mate y facturas en mi casucha de Escalada, la llegada de la negra Mónica y los universitarios, los partidos y las charlas y las peleas y los abrazos con el gordo Sergio, Pichi, el negro Armando y el gordo Héctor, tardes oscurecidas en casitas con piso de tierra en la O´Higgins de los Montecuco o en el rancho del gordo García, charlas y frío y menta y ojos brillosos y más fútbol con los pibes de Santa Marta o Norma y Pedro en las tardes de calor con las bolsitas de nylon colgadas llenas de agua para no conseguir espantar las moscas, las ollas, los locros, las tortafritas, las filas de madres y ancianos, Cani ojos, cigarrillos y miedo, las zapatillas de Bruno en la caminata hasta Racing, el parripollo fallido, el delirio del préstamo para pagar el préstamo para pagar el préstamo. No lo diga, Pisani, no lo diga. Así de mezclados tengo en la cabeza mis recuerdos.
Pero, si paro de recitar nombres y lugares y sucesos, ¿podré explicar quién es este arquerazo que no ve, este arengador empecinado?
¿Ha sido acaso por pereza, por resignación, por timidez, por temor o por alguna otra miseria que me he pasado 26 años militando junto a él?
Por la tarde hablé de su persistencia abrumadora y de su inteligencia de largo aliento. Fue su primer cumpleaños ya divorciado, con Nancy e Ignacio a su lado, con Juanfri y Martín, aquellos nenes tan nenes de entonces, ingresando al Taso a paso de hombre frente a la mirada atenta de Valdo.
Seguirá escuchando a Litto Nebbia y yo a Charly. Seguirá prefiriendo los libros de política y yo las novelas. Seguirá leyendo todos los diarios y yo casi ninguno. Volverá a ver Patton tantas o más veces que yo Sin City. Repasará una y otra vez los gestos de poder que viven en El Padrino. Nos seguirá uniendo la devoción por Perdidos en la noche.
Por un momento pensé que tanta evocación me dejaría sin rumbo. Que como una lámpara en corto seguirían encendiendo y apagándose frente a mí fugaces momentos del pasado. La muerte de Bruno, Torcuato y las bolas de fraile, Horowicz y una discusión hasta la madrugada, las esperas en la casa de Santa Cruz, el encuentro de Néstor y el Zaffa, Emilio (¡Emilio!), el Evita con sus pibes (y pibas, l@s de antes y l@s de ahora), su aguante y sus trapos, el brindis frustrado en Retiro, el champagne, las manzanas cortadas en pedacitos y el asado frío después del helado.
Pero no. Luego de las palabras a borbotones consigo ver todo más claro. Es bien sencilla la explicación de por qué compartí con él todos estos años.
Oscarcito ya no está. Pero a veces me gusta decir que soy él, mi viejo. Sé que no es verdad, pero me hace bien proponérmelo por un rato.
De Oscar aprendí que estoy aquí para intentar hacer lo correcto. Sigo militando junto al Chino porque creo que está bien, que es lo que debo hacer. No habría historia persona momento razón afecto que mantuviera eso si creyera que es el rumbo equivocado. Lo que hemos hecho es valioso, está al servicio de una buena causa y podemos hacer que mejore y crezca.
Pero más acá de la corrección, unas horas después de que ha cumplido 53 años, quiero decirle dos cosas. Una, que lo veo quererse mejor. Dos, que lo siento mi amigo y lo quiero.
Seguiremos transitando este buen camino . Y tal vez hasta encontremos mar para los ojos de Ratzo.
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