Emanuel ya no está. Se mantendrá viva su memoria, seguirá adelante la lucha, pero no está. Ya no podrá seguir peleando la tenencia de su hijo de seis años, no compartirá el amor con su nueva pareja, no estará junto a los pibes para defender el estacionamiento, no ayudará a su madre en la lucha contra el paco, la violencia y la miseria.
Parece mentira. El rosario blanco entre las manos, la camiseta de River doblada sobre sus piernas. Es la misma que llevaba puesta la última vez que lo vi, cuando nos acompañó al campito que los vecinos defienden detrás de una de las ferias. Aquella vez, cuando volvimos al comedor, se divirtió un rato dando una vuelta en la moto de su hermano.
Lo mataron sobre el puentecito del meandro, camino al pasillo que comunica con Blandengues, la calle donde está el terreno que las madres ocuparon cuando consiguieron el desalojo de un vendedor de paco.
Con su lucha lograron que por ese pasillo y sobre ese puente anduviera Scioli, un día de mal tiempo en que el meandro estaba a punto de desbordarse y el pasillo era un sendero de barro y piedras. Los meses fueron pasando, siguieron viniendo funcionarios, y luego de varios tropiezos, la obra del meandro comenzó a hacerse. También consiguieron algunas reparaciones en la escuela. Pero la vida de allí no cambió. El pasillo sigue siendo el pasillo, las casillas que cruza siguen estando tan apretadas como antes y la violencia sigue metida en la vida de cada día.
La compañera de Emanuel no se separa del cuerpo inmóvil en el féretro. Lo acaricia, lo llora con las mejillas inflamadas, parece en trance, como si quisiera atrapar el exacto lugar en que se aloja el alma de una persona que acaba de morir. Le habla, lo nombra, lo mima, trata de curarle la muerte como si fuera la fiebre de un bebé, lo busca frente a los cabellos que aun crecen y al rostro en silencio. Lo llama, lo convoca, va por el milagro. Mis ojos sin dios miran incrédulos. Hay tanta vida en los labios gruesos, en el pelo crespo, en el silencio moreno de Emanuel, que parece que en cualquier momento fuera a levantarse para sacudirse la resaca de una muerte que no vale la pena.
“Mirá si yo tengo que hacerme matar por esos perejiles”. No lo dice, tal vez ni tuvo tiempo de pensarlo. Perejiles. Así los llamó su hermano al recibir el pésame de un vecino en el patio que separa la casa de Isabel del comedor. Lo dijo al pasar, en su ir y venir de bronca, de la vereda a la casa, enjaulado en lo irreparable. El hombre del pésame se puso a conversar con otro, canoso como él.
-Cada vez están más atrevidos los pibes.
-Sí, no se puede más. Esto no tiene arreglo. Acá hay que hacer como en Estados Unidos, ponerse la capucha negra y empezar a matarlos.
Están a tres metros de Isabel, que toma mate entre llantos sentada en una silla. Alicia le acerca un celular.
-Es Mónica Gutiérrez.
-No, no puedo, decile que no.
Alicia se disculpa con la conductora. Afuera hay dos periodistas de Clarín esperando una oportunidad para acercarse.
No puedo evitar sonreír al mirar hacia Isabel : el compañero que le ceba mate debe pesar más de ciento veinte kilos, y está sentado en un banquito de nene de jardín. Me extiende la mano. Amargo, caliente. Vuelvo a acercarme a Isabel, le acaricio la espalda, devuelvo el mate, me alejo un metro. No me sale una palabra. Nada que valga la pena ser dicho pasa por mi cabeza.
Poco después, llega una ambulancia. La llamaron por la compañera de Emanuel, que se había descompuesto una hora antes. Se acerca un médico bajito y de anteojos, que trata de que le expliquen por qué está allí.
-Venga- le dice Isabel.
Pero apenas llega junto al féretro, se inclina en un gemido sobre el cuerpo de su hijo. Llora junto a su compañera, se abrazan.
La chica se niega a que la atiendan. No quiere ni agua.
“Me dijo que tenía un atraso, no quiso tomar nada”, diría luego el médico en tono confidente.
Un pibe pasa en auto con una cumbia meneándose indiferente a todo parlante. Sentados contra la pared de la escuela, tres adolescentes miran hacia el comedor sin hablar entre ellos. El desfile de pésames no para de navegar sobre el desconsuelo de Isabel. Aun queda un par de horas para que el sol caiga. Será una noche larga.
Parece mentira. El rosario blanco entre las manos, la camiseta de River doblada sobre sus piernas. Es la misma que llevaba puesta la última vez que lo vi, cuando nos acompañó al campito que los vecinos defienden detrás de una de las ferias. Aquella vez, cuando volvimos al comedor, se divirtió un rato dando una vuelta en la moto de su hermano.
Lo mataron sobre el puentecito del meandro, camino al pasillo que comunica con Blandengues, la calle donde está el terreno que las madres ocuparon cuando consiguieron el desalojo de un vendedor de paco.
Con su lucha lograron que por ese pasillo y sobre ese puente anduviera Scioli, un día de mal tiempo en que el meandro estaba a punto de desbordarse y el pasillo era un sendero de barro y piedras. Los meses fueron pasando, siguieron viniendo funcionarios, y luego de varios tropiezos, la obra del meandro comenzó a hacerse. También consiguieron algunas reparaciones en la escuela. Pero la vida de allí no cambió. El pasillo sigue siendo el pasillo, las casillas que cruza siguen estando tan apretadas como antes y la violencia sigue metida en la vida de cada día.
La compañera de Emanuel no se separa del cuerpo inmóvil en el féretro. Lo acaricia, lo llora con las mejillas inflamadas, parece en trance, como si quisiera atrapar el exacto lugar en que se aloja el alma de una persona que acaba de morir. Le habla, lo nombra, lo mima, trata de curarle la muerte como si fuera la fiebre de un bebé, lo busca frente a los cabellos que aun crecen y al rostro en silencio. Lo llama, lo convoca, va por el milagro. Mis ojos sin dios miran incrédulos. Hay tanta vida en los labios gruesos, en el pelo crespo, en el silencio moreno de Emanuel, que parece que en cualquier momento fuera a levantarse para sacudirse la resaca de una muerte que no vale la pena.
“Mirá si yo tengo que hacerme matar por esos perejiles”. No lo dice, tal vez ni tuvo tiempo de pensarlo. Perejiles. Así los llamó su hermano al recibir el pésame de un vecino en el patio que separa la casa de Isabel del comedor. Lo dijo al pasar, en su ir y venir de bronca, de la vereda a la casa, enjaulado en lo irreparable. El hombre del pésame se puso a conversar con otro, canoso como él.
-Cada vez están más atrevidos los pibes.
-Sí, no se puede más. Esto no tiene arreglo. Acá hay que hacer como en Estados Unidos, ponerse la capucha negra y empezar a matarlos.
Están a tres metros de Isabel, que toma mate entre llantos sentada en una silla. Alicia le acerca un celular.
-Es Mónica Gutiérrez.
-No, no puedo, decile que no.
Alicia se disculpa con la conductora. Afuera hay dos periodistas de Clarín esperando una oportunidad para acercarse.
No puedo evitar sonreír al mirar hacia Isabel : el compañero que le ceba mate debe pesar más de ciento veinte kilos, y está sentado en un banquito de nene de jardín. Me extiende la mano. Amargo, caliente. Vuelvo a acercarme a Isabel, le acaricio la espalda, devuelvo el mate, me alejo un metro. No me sale una palabra. Nada que valga la pena ser dicho pasa por mi cabeza.
Poco después, llega una ambulancia. La llamaron por la compañera de Emanuel, que se había descompuesto una hora antes. Se acerca un médico bajito y de anteojos, que trata de que le expliquen por qué está allí.
-Venga- le dice Isabel.
Pero apenas llega junto al féretro, se inclina en un gemido sobre el cuerpo de su hijo. Llora junto a su compañera, se abrazan.
La chica se niega a que la atiendan. No quiere ni agua.
“Me dijo que tenía un atraso, no quiso tomar nada”, diría luego el médico en tono confidente.
Un pibe pasa en auto con una cumbia meneándose indiferente a todo parlante. Sentados contra la pared de la escuela, tres adolescentes miran hacia el comedor sin hablar entre ellos. El desfile de pésames no para de navegar sobre el desconsuelo de Isabel. Aun queda un par de horas para que el sol caiga. Será una noche larga.
El cortejo arrancó bajo el sol poco después de las once. La primera cuadra fue caminando. Luego todos subimos a los autos. Un 504 negro se puso delante de los coches de la funeraria y marcó el rumbo. La caravana avanzaba como una gran serpiente que se retorcía lenta sobre calles deshauciadas. El lugar que se había ganado la cooperativa en la feria fue paso obligado, como para dejar en claro que Emanuel había peleado por ese lugar y los pibes seguirían allí. Luego Isabel y el cuerpo de su hijo comenzaron a alejarse de la ribera, de las hileras interminables de puestos, del ir y venir de los carritos, de la chaya y su resaca, de las miradas de los vecinos, de sus calles. La vida en el barrio seguía adelante como si nada, acostumbrada a tragarse el dolor interminable de su tristeza.
Cruzamos la autopista por Rodríguez y al llegar al Cementerio rodeamos la plazoleta y quedamos frente a la puerta de entrada. Desde allí, casi todos eligieron seguir a pie. Camino al lugar en que sería sepultado Emanuel, nos entrelazamos con el cortejo de Marisol, la nena de 9 años que había sido asesinada por un vecino en Fiorito. Pascual, el muchacho de 23 años que la mató, había estado preso, tuvo un trabajo en la construcción que le duró tres meses y después volvió a robar. Su madre se había suicidado cuando era chico. Dicen que la madre de Marisol había ayudado a criarlo. Era adicto al paco. ¿Cuántas veces se habrá cruzado Isabel en el barrio con el pibe que mató a Emanuel? Uno más de los pibes en peligro. Estela sin Marisol. Isabel sin Emanuel. El meandro y el pasillo. Aplausos y llantos entre tumbas.
Seguimos caminando. Los lamentos por Marisol fueron quedando a nuestras espaldas. Luego doblamos y anduvimos poco más de media cuadra hasta llegar al lugar donde sepultarían e Emanuel. La caravana se detuvo y los gemidos explotaron.
“No hay que quedarse con sentimientos de odio sino de justicia porque el odio lleva a la venganza", dijo el pastor en su responso. Después, tierra y flores sobre la madera del féretro, aplausos y llantos desesperados.
Isabel no quiere venganza. Isabel quiere justicia y sabe que esa justicia no es sólo que atrapen y juzguen al pibe que mató a Emanuel. Isabel no puede más de dolor y sabe que la única manera de no dejarse morir es seguir adelante con la lucha.
Él ya no volverá, pero ella hará lo imposible para que algún fueguito crezca del gran silencio de sus ojos.
Querido Mono , hoy cuando todo el cholulaje berreta reclama paredón bazandose en las consecuencias sin detenerse un minuto para analizar las causas tu aporte a mas de sentido es profundamente esclarecedor , me voy a permitir reenviarlo a mis amigos para que les sirva de herramienta a la hora de defender posiciones en este nuevo debate impulsado por los medios y comprado por todos los que por falta de informacion o miedo repiten sin reflexcionar (como diria Peña)que la unica solucion para la muerte son mas balas.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
El Negro Otero
el dia del entierro en el cementerio, me acorde de una vieja frase de la militancia: " ellos estan para la foto, nosotros ponemos los muertos"
ResponderEliminarescuchar el llanto desgarrador de tanta madre, de tanto barrio, de tanta impotencia ante la injusticia, me hizo pensar en lo feo que seria el futuro sin proyecto nacional. Mas triste es saber que con lo que tenemos no podamos hacer mas que esto. Unas pocas palabras y nuestro gesto eternamente resistente. Mas de esto no pude construir compañeras! mas no pude hacer. Igual alcanza para bancar y seguir. Lento pero viene, el futuro esta llegando