Aun quedan voces cómplices en la cocina, pero la noche ya es en mi cama, con Felipe en mi lugar y Juana en él de Mariana. Tan noche es que han pasado las doce y el 25 de junio le ha dado paso al 26, segundo aniversario de la única vez que estuve en la cabecera de una embarazada, imposibilitado por una sábana erguida como telón de presenciar el parto. No la vi entonces asomarse entre las largas piernas que una tarde me cambiaron la respiración, pero sí detrás del telón, como un títere húmedo y arrugado al que con la mayor prisa de que tengo memoria le conté los 20 dedos, le celebré los ojos y la respiración y le advertí una oreja un poco menos desplegada que la otra.
Ya desde antes de ella mi cama a veces no era tan mi cama. Pero nunca consiguió Felipe la casi implacable habitualidad de despertarse cada madrugada para reclamar el traslado de la cuna a la cama grande. No importa lo poco que hayamos dormido. Ese traslado siempre navega sobre su placentera tibieza y conduce a un espacio de la cama demasiado breve para una nena tan inquieta. Pero hay otro traslado mejor. Es en las noches en que me quedo con ella en el sillón frente a la tele a esperar que se duerma. Suelo permanecer recostado con las piernas estiradas y la espalda en mala posición, con ella a mi lado aferrada a mis manos y jugueteando con mis dedos, tan entretenida que siempre soy el que primero se duerme. Cuando despierto, en la TV hay un pastor o una chica histriónica que conduce un juego trivial y Juanita está dormida a mi lado. Me pongo de pie, me convenzo del equilibrio recuperado y la alzo en brazos para llevarla a su cuna. Sé que sucederá en la escalera que la luz pálida de esa noche se asomará por la ventana desde el cielo agónico hasta sus mejillas para ofrendarme una luna en brazos, una ostia silenciosa que se desvanece en mis ojos sin dios cuando llego al pasillo y giro hacia su cuarto para dejarla en su cuna.
Ya no hay más murmullos, todos los adultos excepto yo se han acostado. En unos pocos minutos, Mariana se descubrirá dormida frente a la TV del cuarto encendida, se quitará una almohada y antes de acurrucarse me obsequiará un “alfre”, para recordarme lo poco que descanso. Al amanecer, como cada día, Juana será la última en despertar de los cuatro. La miraré a los ojos, le contaré los dedos, revisaré si ya se esfumó la diferencia entre sus orejas y estimaré su apgar en diez antes y después del instante en que la tome en brazos, la deje acurrucarse en mi hombro, le acaricie la espalda pequeña y le recuerde con un susurro al oído que hemos despertado a un gran día, el de su segundo cumpleaños.
Ya desde antes de ella mi cama a veces no era tan mi cama. Pero nunca consiguió Felipe la casi implacable habitualidad de despertarse cada madrugada para reclamar el traslado de la cuna a la cama grande. No importa lo poco que hayamos dormido. Ese traslado siempre navega sobre su placentera tibieza y conduce a un espacio de la cama demasiado breve para una nena tan inquieta. Pero hay otro traslado mejor. Es en las noches en que me quedo con ella en el sillón frente a la tele a esperar que se duerma. Suelo permanecer recostado con las piernas estiradas y la espalda en mala posición, con ella a mi lado aferrada a mis manos y jugueteando con mis dedos, tan entretenida que siempre soy el que primero se duerme. Cuando despierto, en la TV hay un pastor o una chica histriónica que conduce un juego trivial y Juanita está dormida a mi lado. Me pongo de pie, me convenzo del equilibrio recuperado y la alzo en brazos para llevarla a su cuna. Sé que sucederá en la escalera que la luz pálida de esa noche se asomará por la ventana desde el cielo agónico hasta sus mejillas para ofrendarme una luna en brazos, una ostia silenciosa que se desvanece en mis ojos sin dios cuando llego al pasillo y giro hacia su cuarto para dejarla en su cuna.
Ya no hay más murmullos, todos los adultos excepto yo se han acostado. En unos pocos minutos, Mariana se descubrirá dormida frente a la TV del cuarto encendida, se quitará una almohada y antes de acurrucarse me obsequiará un “alfre”, para recordarme lo poco que descanso. Al amanecer, como cada día, Juana será la última en despertar de los cuatro. La miraré a los ojos, le contaré los dedos, revisaré si ya se esfumó la diferencia entre sus orejas y estimaré su apgar en diez antes y después del instante en que la tome en brazos, la deje acurrucarse en mi hombro, le acaricie la espalda pequeña y le recuerde con un susurro al oído que hemos despertado a un gran día, el de su segundo cumpleaños.