Al fin lo conseguí. Soy el del espejo. Fueron días y más días de intentar, horas y más horas de mirarme. Hasta que descubrí el truco para hacerlo: buscar un punto de fuga. Quedarme con la mirada perdida en algún lugar a mis espaldas hasta el borde mismo de la distracción, de la soñolencia o de la inconciencia, ajeno a los pasos y las voces, para luego retornar con lentitud hasta reencontrarme con mi mirada. No parece difícil ahora. Pero vaya uno a saber las horas que llevo parado frente a este espejo del paseo de compras. Aquí sí pude, luego de resignarme a que nunca lo lograría en el baño de mi departamento. Debí darme cuenta antes: son preferibles los sonidos y el movimiento como fondo cuando uno persigue entrar al alma de la quietud.
Soy el del espejo y ahora la gente real no está a mis espaldas sino frente a mí: la niña del globo con cara de Tyrone, las dos ancianas tomadas del brazo, la promotora de telefonía celular, el guardia de seguridad, las dos muchachas que ríen con picardía, el señor de hombros agobiados, la niña que escribe un mensajito en su teléfono móvil. Es cierto que nada emocionante parece que pudiera sucederme por estar de este lado. Pero me quedaría horas mirando personas ir y venir, ahora que estoy del lado en que las piernas no se cansan las manos no se inquietan los orines no tienen prisa por salir.
Una muchacha se acerca. Se para frente al espejo, revisa sus labios, mueve la cabeza un par de veces para que su cabellera lacia se suba a la ola del giro de su cuello. Abre la cartera, toma un paquete de cigarrillos, lo golpea con un dedo, un cigarrillo se asoma, lo mira, se detiene unos segundos, se arrepiente de fumar, vuelve el cigarrillo a su lugar, guarda el paquete en la pequeña cartera roja y la cierra. Vuelve a revisar el rímel de sus ojos, gira con levedad encendiendo el vestido al alzar la cola, me mira –a mí, al del espejo- y se marcha. Nunca había visto a una muchacha marcharse con tanta gracia. Nunca había visto a alguien mecer con tanta despreocupación su belleza. Puede que no haya otra vez. Puede que sea la primera y última que se cruce en mi vida una mujer así. Decido ir tras ella.
¡Ahora! ¡Tengo que caminar! ¡Vamos, la voy a perder!
Pero no consigo que el hombre parado frente a mí se mueva. Vuelvo a sus ojos, le imploro con la mirada, pero no reacciona.
Nos quedamos uno frente al otro, inmóviles, hasta el instante en que alza las pestañas, como quien despierta de un sueño. Las alza y las alzo. Sonríe y sonrío.
¿Qué hago aquí parado? ¡Cómo me colgué! ¡Voy a llegar tarde al cine! En el instante en que vuelvo sobre mis pasos, en el fondo del espejo veo una mujer que se aleja con una pequeña cartera roja haciendo alpinismo sobre sus caderas. Corro hasta el pasillo, trato de verla entre la gente. Pero ya no está. Es como si sólo hubiera existido su reflejo.
Soy el del espejo y ahora la gente real no está a mis espaldas sino frente a mí: la niña del globo con cara de Tyrone, las dos ancianas tomadas del brazo, la promotora de telefonía celular, el guardia de seguridad, las dos muchachas que ríen con picardía, el señor de hombros agobiados, la niña que escribe un mensajito en su teléfono móvil. Es cierto que nada emocionante parece que pudiera sucederme por estar de este lado. Pero me quedaría horas mirando personas ir y venir, ahora que estoy del lado en que las piernas no se cansan las manos no se inquietan los orines no tienen prisa por salir.
Una muchacha se acerca. Se para frente al espejo, revisa sus labios, mueve la cabeza un par de veces para que su cabellera lacia se suba a la ola del giro de su cuello. Abre la cartera, toma un paquete de cigarrillos, lo golpea con un dedo, un cigarrillo se asoma, lo mira, se detiene unos segundos, se arrepiente de fumar, vuelve el cigarrillo a su lugar, guarda el paquete en la pequeña cartera roja y la cierra. Vuelve a revisar el rímel de sus ojos, gira con levedad encendiendo el vestido al alzar la cola, me mira –a mí, al del espejo- y se marcha. Nunca había visto a una muchacha marcharse con tanta gracia. Nunca había visto a alguien mecer con tanta despreocupación su belleza. Puede que no haya otra vez. Puede que sea la primera y última que se cruce en mi vida una mujer así. Decido ir tras ella.
¡Ahora! ¡Tengo que caminar! ¡Vamos, la voy a perder!
Pero no consigo que el hombre parado frente a mí se mueva. Vuelvo a sus ojos, le imploro con la mirada, pero no reacciona.
Nos quedamos uno frente al otro, inmóviles, hasta el instante en que alza las pestañas, como quien despierta de un sueño. Las alza y las alzo. Sonríe y sonrío.
¿Qué hago aquí parado? ¡Cómo me colgué! ¡Voy a llegar tarde al cine! En el instante en que vuelvo sobre mis pasos, en el fondo del espejo veo una mujer que se aleja con una pequeña cartera roja haciendo alpinismo sobre sus caderas. Corro hasta el pasillo, trato de verla entre la gente. Pero ya no está. Es como si sólo hubiera existido su reflejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario