I
El tren
El tren se detuvo en Alejandro Korn y el murmullo
de protesta de los pasajeros desarmó por un instante la calma imperturbable de
la madrugada en la estación. Algunos se asomaron a las ventanillas, otros
bajaron al andén. En el quinto vagón arrancaron con un cántico en contra de
Bush, que fue seguido del clásico “Marado…Maradoooo…..” de los estadios.
-¿Qué pasó?
-No sé, las vías- dijo el guarda encogiéndose de
hombros. Las vías, las señales, una contraorden, una amenaza de bomba. Varias
fueron las hipótesis que barajaron los pasajeros para explicar la detención.
Mientras el tren se convertía en un balcón
gigante asomado al andén, del otro lado, luego de caminar unos metros sobre las
piedras, dos hombres trepaban al cuarto vagón.
-¿Necesitan ayuda?- ofreció un muchacho que los
observaba desde una de las ventanillas.
-No, está bien- dijo el anciano canoso mientras echaba
un empujón a su compañero para que pudiera terminar de subirse. Luego fue su
turno. Con una mano se tomó del pasamano. Con la otra se ayudó para que su
pierna izquierda llegara al escalón más bajo.
-Tome, abuelo…
-¿Qué?
-El bastón.
-Ah, sí, gracias.
Se asomaron al pasillo y echaron una mirada.
Hacia delante, una multitud. Hacia atrás, la puerta cerrada del último vagón.
-¿Tratamos de entrar ahí?
-¡No! ¡Vamos donde hay más gente y más alboroto!
Cuando iniciaron la marcha por el pasillo, se cruzaron
con un hombre alto.
-¿Y, ya arranca?
-Parece que sí, respondió.
-¡Bonasso. Bonasso, queremos saludar a Diego!
-En un rato. Está charlando con Evo y Kusturica.
El tren reinició su marcha y un festejo futbolero
se encendió de euforia y rasgó hacia el sur la humedad de la noche.
Los dos hombres avanzaron a paso lento entre los
pasajeros hasta llegar al vagón comedor. Se miraron y luego se pararon junto a
la primera mesa a la derecha de la puerta.
-Disculpen, caballeros...
-Sí…
-Ésta es nuestra mesa.
-¿Cómo?
-Que están ocupando nuestro lugar.
Víctor Heredia y Tristán Bauer se miraron.
-Disculpen- dijo Tristán-.No sabíamos que había
lugares reservados.
Víctor miró al anciano canoso, que permaneció
impávido mientras su compañero, con el pelo negro desacomodado y una delgadez
que estremecía desde la mirada, asintió con la cabeza. El músico y el cineasta
se pusieron de pie y se alejaron contrariados.
Los dos hombres se sentaron.
-¿Quiénes son?- preguntó Víctor Heredia.
-No sé, pero les veo caras conocidas.
-¿Militares retirados?
-Puede ser. Pero si están acá, supongo que son de
los buenos.
El mozo se acercó a la mesa de los dos hombres.
-¿Van a desayunar?
-Claro que sí.
-¿Café con leche y medialunas?
-Está bien.
-Para mí también.
El mozo se volvió para atender el pedido de una
mujer de pelo corto que en la mesa opuesta hacía anotaciones en una libreta. El
hombre delgado se inclinó hacia el anciano como para hacerle una confidencia.
-Le quiero decir algo. Tenía razón.
-¿En venir a este viaje?
-No, eso fue idea mía.
-Ah, es cierto.
-Le hablo de Guayaquil. Tenía razón aquella vez.
-Ah, todavía está con eso. Puede ser, pero creo
que hicimos lo que debíamos.
-No se me haga el humilde. Me di cuenta después.
Se lo escribí a Sucre, se lo dije a varios. Se sacrificó para no entorpecer la
libertad que había conseguido para tres pueblos.
-Bueno, tampoco tenía salud para mucho más. Pero
mi ofrecimiento de pelear a sus órdenes era sincero. ¿Por qué no me creyó?
-¡Quién puede estar tranquilo teniendo a sus
órdenes a semejante general! “Hubiera sido el colmo de la felicidad”, me
escribió. Pero la verdad que me intranquilizaba la idea.
-Ya no importa. Usted quedó al frente del
ejército más grande de nuestra historia, venció a la Santa Alianza, salvó la
independencia de América. ¿Qué más podíamos pedirle?
-¡Y usted, con su salud quebrantada, vivió casi
veinte años más que yo!
-Quizá eso también influyó en que me marchara.
Pero no lo pensé así en ese momento. Al no quedarme a sus órdenes, no tenía
donde ir. No me querían los que gobernaban mi país. Si no hubiera huido a
tiempo a Europa quizá Rivadavia me habría mandado a matar. Si no era junto a usted,
no había lugar para mí en Sudamérica.
-Pues a mi lado tampoco le habrían faltado las
ingratitudes. Más de una vez pensé en imitar su gesto y marcharme.
-Se da cuenta. No cabíamos juntos en el Perú y
ahora estamos apretados en un rinconcito de este tren de locos.
-Pero éste no es nuestro tiempo. Somos apenas dos
fisgones.
-Si estamos acá, quiere decir que lo que pasa
tiene que ver con nosotros.
El mozo llegó con las dos tazas blancas de café
con leche, el plato pequeño desbordado de medialunas y la azucarera de vidrio con pico plateado.
-¿Edulcorante?
-¿Qué es eso?
-Para endulzar el café.
-Ya nos dio- dijo el anciano señalando la
azucarera.
-Bien, bien. Que lo disfruten.-El mozo se volvió
para servirle un cortado a la mujer de pelo corto.
El anciano se apresuró a tomar una de las
medialunas, la mordió en la punta y luego la sumergió en el café con leche. Su
compañero lo miró con gesto de desagrado.
-¡La puta madre!
-¿Qué pasa?
-¡Me quemé!
-¿Para qué se apura? ¿Dónde aprendió a comer así?
-No me diga que nunca mojó un pan en la taza.
-Jamás.
En unos pocos minutos el anciano se había
devorado sus tres facturas y le quedaba apenas un fondo de café con leche en la
taza. El hombre delgado lo miró sonriente.
-Ya se acabó todo.
-Sí, tenía mucha hambre.
-Cómase esas dos medialunas, si quiere. Yo no sé
si terminaré esta.
-¡No, por favor!
-General…
-¿Qué?
-Es una orden.
El anciano sonrió y tomó una de las facturas.
-Gracias.
-No hay de qué, pero si puede, coma estas dos sin
mojarlas en el café con leche.
-¿Una y una?
-Está bien, como quiera.
-¿Qué escribe?- preguntó el anciano señalando con
la mirada hacia la mujer de la mesa vecina.
El hombre delgado se encogió de hombros y se
volvió hacia ella.
-¿Siempre escribe en los viajes?
La mujer alzó la vista.
-A veces.
-¿Es una carta?
-No, sólo anotaciones. Cosas que no quiero
olvidarme.
-Ah. ¿Y qué hará luego con esos recuerdos?
-Bueno, los recuerdos me los quedaré, supongo que
para siempre. Las anotaciones me servirán para escribir una nota.
-¿Una nota? ¿Es periodista?
-Sí.
-¡Ja! ¡Una mujer periodista! En nuestra época…
-Como Petrona Rosende- interrumpió el anciano al
tiempo que miraba a su amigo con un reproche en la mirada.
-¿Quién es Petrona Rosende?
-Era una periodista uruguaya. La primera del Río
de la Plata.
-¡Pues le tendríamos que haber invitado a venir
aquí!
La mujer sonrió mientras el anciano miraba contrariado
a su amigo.
-La Aljaba- les dijo.
-¿Qué?
-Ella escribía un periódico que se llamaba La
Aljaba.
-¿La conoce?
-Soy periodista, y mujer. Sé su historia. Es
cierto lo que dice su amigo: estaría contenta de estar aquí.
-¡Ja, has visto! ¡Aquí está pasando algo
importante!
-Ya veremos, ya veremos- dijo el anciano en un
rezongo.
-Espero que sí. Escribo de lo que pasa aquí.
-¿Para qué periódico?
-Página 12.
-¿Así se llama?
-Sí.
-¿Es de mujeres?
-Mujeres y hombres. Más hombres que mujeres.
-¿Y qué pasará en esta cumbre?
-No sé. Espero que nos animemos.
-¿A qué?
-A ser libres.
-Claro. Para eso hemos venido.
Se quedaron en silencio. Ella volvió a escribir,
el hombre delgado a su café con leche, el anciano perdió su mirada en la
ventanilla, como intentando desentrañar que mundo atravesaban en la oscuridad
de la noche.
Un murmullo creció desde el vagón vecino hasta
convertirse en gritos, aplausos y cánticos.
-No, no es
por el amanecer- afirmó Bonasso al entrar al vagón comedor seguido por una muchacha
de anteojos que lo miraba hacia arriba como si fuera un gigante. –Alternativa
Bolivariana de las Américas. Por eso es el tren del ALBA. Y de paso, amanece.
-Que no es poco.
Miguel Bonasso sonrió. La periodista se zambulló en su libretita a
anotar algo. Cuando volvió a alzar la cabeza, Diego estaba parado junto a ella,
dando la espalda al anciano y su amigo.
-¿Cómo estás?
-¡Bien!- respondió ella, mientras se preguntaba
si él la conocía. Se quedó mirándolo sin hablar, como si pudiera reportearlo
con los ojos. Diego se veía cansado y feliz. Luego se volvió hacia los dos
hombres.
-Hola, amigo- dijo extendiendo la mano al hombre
delgado. Antes de saludar al anciano soltó
una carcajada.
-Oiga, usted es igual a San Martín.
-¡Tenés razón, Diego!- dijo Bonasso. ¿Nunca se lo
dijeron antes?
El anciano se encogió de hombros.
-Siempre se lo dicen- dijo su amigo.-Y a mí me
dicen que me parezco a Bolívar.
-No sé, no me acuerdo como era ése- lo desalentó
Diego.
-Sí, puede ser- dijo la muchacha que seguía a
Bonasso.
-Les hubiera gustado estar acá. ¡Emir, no sería
mala idea que en tu peli aparecieran San Martín y Bolívar!
-Pues aquí estamos.
-¡Claro que sí!- gritó Diego, y los dejó para
seguir saludando hasta detenerse en la mesa en la que Leonor Manso y Mirta
Busnelli tomaban café. Al hablar con ellas, se puso serio.
-¡Basta de agacharse! Que Bush lo sepa, que se
entere, acá nadie lo quiere, que no salude a los que no lo saludan, que no
venga a tratarnos como a súbditos, no somos súbditos de él ni de nadie.
-¿Que no salude a los que no lo saludan?
-Claro, ¿no viste hoy? El tipo llegó y saludó con
la mano... ¡y no había nadie! Bush es el hombre que saluda a la nada.
Las dos mujeres asintieron. Diego reposó su
histrionismo en una sonrisa y les pidió permiso para terminar de saludar a los
pasajeros antes de irse a dormir.
-¡Chau, San Martín!- dijo al salir del vagón
comedor.
-¡San Martín y Bolívar!
-¡Esa!
Los hombres sonrieron entre sí. Cuando alzaron la
vista, se encontraron con la mirada inquisidora de la periodista.
-En serio que ustedes son iguales a San Martín y
Bolívar.
-Póngalo en su nota.
¡No! Bastante loco es este tren como para que yo
escriba que San Martín y Bolívar están a bordo. Pero voy a mandar la foto que
les hice sacar con Diego.
El fotógrafo se acercó a la mujer.
-¿Te gusta?
-¡No! ¿Me la vas a regalar?
-¿Ahora sos maradoniana?
-¡No, de mucho antes! Digamos, desde que entró al
vagón y me saludó.
-Bien, entonces la foto es tuya.
-Mostrame la que le sacaste con San Martín y
Bolívar.
-¿Con quién?
-Con el viejo y el amigo.
-Esperá, a ver… No la encuentro. No puede ser,
era ésta.
-En esa está Diego solo.
-¡Pero era ésta! ¡Desparecieron!
-Bueno, no importa. Saben, no salió la foto que
les tomamos con Diego.
Al girar la cabeza, en lugar de los dos hombres, se encontró con la sonrisa de Luis Farinello.
El anciano y su amigo ya no estaban en la mesa. En el borde del platito de una
de las tazas de café con leche, había quedado la puntita de una medialuna.
-¿Qué pasa, por qué me mirás así? –preguntó el
padre Luis- ¡Ni que hubieras visto un milagro!
II
La cumbre
Hugo Chávez Frías sintió que una mano le sujetaba
el brazo y se volvió hacia el hombre que le clavó los ojos desde su delgadez cadavérica.
-Tenemos que hablar con ustedes.
Se sintió confundido hasta que lo ganó el
asombro.
-Es muy importante- dijo el anciano canoso.
-¿Qué pasa, quiénes son?- preguntó
Néstor.-Disculpen, pero no podemos hablar ahora. Y ustedes no tendrían que
estar aquí.-Se volvió para pedir que los hicieran salir.
-Espera-dijo Hugo Chávez-. Tenemos que oírlos.
-¿Quiénes son?
-Simón, ¿eres tú?
El hombre delgado asintió.
-Pues si éste es Simón Bolívar, el anciano canoso
debe ser San Martín- dijo Chávez en voz baja, como en una confidencia.
-¡No me jodas!
-¡Quédate aquí!- insistió poniéndole una mano en
el pecho.
-Somos nosotros- dijo el anciano, con una
tranquilidad y una firmeza que esfumaron la desconfianza de la cara de Néstor
Kirchner.
-Vengan. Aquí podemos hablar sin que nadie nos
moleste.
Se desplazaron unos metros para permanecer de pie
en un rincón de la sala.
-Hemos venido llenos de ilusión- comenzó diciendo
Simón-. No sé si ustedes se dan cuenta de la trascendencia de lo que va a
suceder aquí.
-Espero que sí.
-Pero digamos que estamos preocupados- interrumpió
anciano-. Sé que advierten que esto puede complicarse. Hay varios que deberían
estar junto a ustedes y sin embargo quieren entrar al ALCA. Les harán promesas
y les propondrán alguna declaración híbrida para conseguir su respaldo.
-Bien difícil está. Somos sólo cinco: Lula,
Tabaré, Nicanor y nosotros dos.
-¡Aquí no puede haber declaración única! ¡Si se
mantienen firmes, puede empezar una etapa distinta para Sudamérica!
-Hombre, no hace falta que grite-, protestó el
anciano. Simón pareció calmarse.
-Ustedes saben que estamos para eso. Yo lo he
dicho ayer en el estadio. Vinimos a enterrar el ALCA.
-Te escuchamos en el estadio. Por cierto, un poco
largo tu discurso.
-Parecía que no iba a terminar nunca- protestó el
anciano.
-Pues me pareció que me quedaron cosas sin decir.
-Eso es lo que tenemos que hacer- dijo Néstor.
Los tres hombres alzaron la vista hacia él. Hasta allí, había permanecido en
silencio.-Tenemos que cansar a Bush. Yo te daré la palabra y tú harás uno de
esos discursos interminables que te gusta dar.
-¡No tendré que esforzarme!
-Uncido el pueblo americano al triple yugo de la
ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni saber, ni
poder, ni virtud.
-No va a dar usted un discurso ahora.
-Claro que no. Dije eso en Angostura hace 195
años, y aun no conseguimos ni el saber ni la virtud ni el poder que
necesitamos. ¡Manténganse firmes, que no haya declaración conjunta, que si de
verdad entierran el ALCA estarán abriendo la puerta a la unidad sudamericana
verdadera!
Los cuatro hombres se miraron y unieron sus
manos. Estuvieron así unos cuantos segundos, hasta que Néstor sonrió.
-Supongo que no nos van a decir cómo vinieron.
-Claro que sí, vinimos en el Tren del Alba.
-Pregunto cómo llegaron a este tiempo.
-Digamos que fue la mano de Dios.
III
El discurso
Néstor Kirchner ya había iniciado el discurso de
apertura cuando el anciano y su compañero ingresaron al recinto y se sentaron
en la última fila. Leía con firmeza y claridad.
“En la
obtención de esos consensos para avanzar en el diseño que las nuevas políticas
que la situación exige no puede estar ausente la discusión respecto de si
aquellas habrán de responder a recetar únicas con pretensión de universales,
válidas para todo tiempo, para todo país, todo lugar. Esa uniformidad que
pretendía lo que dio en llamarse el “Consenso de Washington” hoy existe
evidencia empírica respecto del fracaso de esas teorías. Nuestro continente, en
general, y nuestro país, en particular, es prueba trágica del fracaso de la
teoría del derrame”.
-Muy bien dicho.
-No grites.
-Oye, ¿me parece a mí o es un poco bizco?
-¡Y eso qué importa!
-Bueno, fue sólo una pregunta.
“La
crítica de ese modelo no implica ni desconocer ni negar la responsabilidad
local, la responsabilidad de las dirigencias argentinas. Nos hacemos cargo como
país de haber adoptado esas políticas, pero reclamamos que aquellos organismos
internacionales, que al imponerlas, contribuyeron, alentaron y favorecieron el
crecimiento de esa deuda también asuman su cuota de responsabilidad”.
-¡Bravo!- gritó el hombre delgado sumándose a los
aplausos.
-Mire, Simón
-¿Qué?
-¿Ha visto?
-¿A quién?
-A Bush.
-Sí, está allí.
-¡No señale, ya sé que está allí! Digo si vio qué
hizo.
-No.
-Empezó a aplaudir y viendo hacia los costados se
dio cuenta que los partidarios del ALCA no aplaudían y se frotó los manos como
queriendo esconder su aplauso.
-El bizco lo ha confundido con su mirada desde el
inicio de la Cumbre.
“Son los hechos los que indican que el mercado
por sí solo no reduce los niveles de pobreza y son los hechos también los que
prueban que un punto de crecimiento en un país, con fuerte inequidad, reduce la
pobreza en menor magnitud que en otro con una distribución del ingreso más
igualitaria”.
Permanecieron allí sin moverse de sus asientos,
escuchando y viendo todo con suma atención.
-¡Es ahora!- dijo Simón cuando Néstor Kirchner le
dio la palabra a Hugo Chávez.-Habla, habla sin parar, tu sabes…
-¡Vaya si sabe!
-Ellos tienen todas las armas. Nos salvarán las
palabras.
-Y las palabras siguieron hasta que Bush se levantó
y se fue.
-¡Lo consiguió!
-No vinimos en vano.
-Y esta vez sí pudimos trabajar juntos.
IV
La
partida
Entraron a la estación y avanzaron a paso lento
por el andén desierto en la madrugada húmeda.
-¿Nos iremos en el Tren del Alba?
-Sabe usted que no.
-Nos lo podríamos llevar de recuerdo. O al menos
su vagón comedor.
-Nos iremos en nuestro tren.
El anciano hurgó en el bolsillo de su pantalón y
extrajo un objeto pequeño que le mostró a su compañero.
-Mire, éste camafeo es uno de mis recuerdos más preciados.
-A ver…-El hombre delgado vio su propia imagen en
el camafeo y alzó la vista hacia el anciano.-Le juro que yo también lo he
tenido presente siempre.
Caminaron hasta el fondo del andén y se
detuvieron a esperar.
-Es aquí.
-¿Ya es hora?
-Sí, ya viene.
Una nube de humo se encendió desde la penumbra de
la noche y una vieja locomotora avanzó hasta detenerse junto a ellos.
-¿Están listos?- preguntó el maquinista asomando
la cabeza por la ventanilla.
-Claro que sí.
-Pues qué esperan. Suban, suban, no bajaré a
ayudarlos.
Los dos hombres se subieron al único vagón de la
locomotora, que tenía sólo dos pares de asientos, enfrentados y distantes entre
sí.
Se sentaron uno frente al otro junto a la
ventanilla y el silbato del tren sonó.
-Sabe una cosa. Nunca olvidaré a toda esa gente
marchando hacia el estadio para escuchar a Chávez.
-Y a Diego.
-Tantas banderas, tantos colores….
-Pero todos unidos.
La locomotora silbó en el medio de la noche y se
despegó de los rieles.
-¿A dónde le gustaría ir ahora?
-No sé. A mi casa de Boulogne Sur Mer, o quizás a
Mendoza.
-¿Y a usted?
-A buscar a mi prima Fanny.
-¿Leí la carta que le escribió.
-Al llegar mi última aurora. –este triunfo que
hemos conseguido también es de ella.
-Ojalá siempre supiéramos elegir nuestro rumbo.
Ahora iremos donde este tren nos lleve. Lo importante es que no se haya
detenido la historia.