Iban junto a la ruta. Llevaba al niño en brazos del
lado izquierdo. Del derecho cargaba su bolso. Allí había cosas básicas:
pañales, una muda, maquillaje, un pequeño monedero, una revista. Alzó el hombro
para acomodarlo mejor y avanzó observando el campo quieto. La ruta 6 estaba desierta. A sus
espaldas quedaban las calles de tierra y su familia. Cerca de la carretera,
frente a la casa de su hermana, un acoplado sin camión descansaba sobre un
playón improvisado. ¿Estás bien? El niño asintió con la cabeza. La madre miró
hacia atrás y advirtió que la seguía Roque, el perro de su hermana.
¡Camine a
cucha!, le gritó, pero el perro movió la cola, onduló su cuerpo y se mantuvo
cerca de ellos, husmeando entre el pasto y el asfalto. No hace caso. Será mejor
que sigamos.
Retomó la marcha hacia la parada del ómnibus. Miró la carretera a lo lejos,
buscando algo que tuviera color, algún movimiento. Se frotó la nariz con el
dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Nada. La parada vacía. La luz encendía los campos,
pero rebotaba gris plomo sobre el asfalto. En ese momento de la mañana, ella y
el niño eran las dos únicas personas en el mundo. Cada uno, la vida entera para
el otro.
¿Estará bien
mi reloj? ¿Lo habremos perdido o vendrá con demora? No quiero llegar tarde al
negocio.
Trabajaba en el pueblo de San Vicente. Atendía la
verdulería de su otra hermana. Todos en su familia trabajaban. Y eran muchos en
la familia. Su padre los había educado para que así fuera.
El niño la miraba y jugueteaba tocándole las
mejillas y tironeando de una de sus orejas. De pronto extendió la otra mano y
señaló hacia la línea de árboles junto a la cual se perdía la carretera.
Auto.
A ella le pareció que dijo auto, pero el niño tenía apenas
dieciocho meses y no había certeza que hubiera dicho eso. Lo cierto era que un
vehículo se había encendido en el horizonte y se acercaba hacia ellos. No era
el ómnibus, tampoco un camión.
¿Auto
dijiste?
El niño señaló otra vez.
Sí, es un
auto o una camioneta. Pero nuestro colectivo todavía no viene.
Cambió al niño de brazo y suspiró. Tenía calor. El
perro seguía husmeando por allí. La imagen del auto fue adquiriendo sonido, una
tenue vibración que crecía desde la lejanía. Miró la hora en el teléfono y
volvió a guardarlo.
Sí, era un auto.
Estás muy
pesado, gordito. Después que pase el coche te bajo un poco. El niño volvió a
señalar. Entonces el golpe se oyó. El golpe y un aullido de dolor. El golpe, el
aullido y una frenada larga.
El auto se detuvo en la banquina a unos treinta o
cuarenta metros. El perro yacía en el asfalto. La madre trató de acomodar al
niño para que no lo viera. Pero él se lo señalaba.
Del auto bajó un hombre. Se paró frente al vehículo,
se inclinó junto al guardabarros delantero derecho. Se lo oía protestar e
insultar hacia el cielo, como si alguien más que ella, el niño y la mujer
sentada en el asiento del acompañante pudiera escucharlo. Luego comenzó a
caminar hacia ella.
¿Viste lo
que hizo tu perrito?
La muchacha no contestó.
¿Viste cómo
me dejó el auto, hija de puta? Negra de mierda, están en todos lados. ¿No saben
hacer otra cosa que tener hijos y perros, la concha de tu madre? El hombre alzó
el brazo sin parar de caminar. Ella intentó cubrirse. Pero el golpe estalló en
su cara y sus piernas delgadas se sacudieron y procuraron conservar el
equilibrio para no caer con el niño en brazos. El tipo volvió a insultarla,
miró en derredor y volvió al auto. Subió y arrancó derrapando sobre la banquina
para trepar al asfalto y seguir su marcha. Otra vez la vibración en el
silencio. La imagen del auto alejándose hasta volverse un punto en fuga.
La muchacha al fin respiró. Abrazó al niño, le dijo
unas palabras nerviosas, lo consoló como si él hubiera recibido el golpe. El
niño le pasó los dedos por la sien y el pómulo. Sintió el dolor. Se tocó.
Se me va a
hinchar. ¿Seguimos esperando el colectivo o nos volvemos a casa? No, se van a
poner todos como locos. Mejor esperamos.
Los brazos dolían, pero no quería bajar al niño. El pómulo le latía. Le vinieron a la
memoria las caras de su madre y de su padre cuando les dijo que estaba
embarazada. Estaban asustados. Bueno, calma, calma, le decían en vez de
felicitarla.
Se suponía que ella no debía quedar embarazada. Que
para su salud frágil era casi una condena a muerte. Pero al final entendieron.
Acompañaron el embarazo y celebraron la llegada del niño. Ni siquiera fue
demasiado importante que el padre del niño decidiera evadir el asunto. Ella y
el niño podían arreglarse sin él.
¡Auto!
¿Otra vez dijiste
auto? Se rió y le dolió aún más. Pero no es un auto. Me parece que es el
colectivo. ¿Viste? Ya pronto nos vamos de acá.
Sintió que iba a llorar. Pero se contuvo, besó al
niño y lo miró sonriendo sobre el dolor. El niño señaló la carretera.
Sí, pobre
Roque. No te preocupes por lo que has visto hoy. La bondad vendrá a nuestro
encuentro. Así ha sido siempre y así volverá a ser.
La Verdad Que me emociono! Llore por que así estamos hay gente que mira para un costado sin importar los demás nunca le importo decirle para donde vas? te llevo? con tan solo un niño en brazos solo le importo su auto y pegarle a una mujer indefensa. nada solo que recordé cosas.. me llego en mi corazón la verdad es un gran escritor lo felicito!
ResponderEliminarLa verdad no se si solo es una historia imaginada o una realidad pero me saltaron las lágrimas por la impotencia de saber que existe ese tipo seres monstruosos, de pronto me asalto un deseo de poder consolar a esa mujer y que el desgraciado reciba su merecido.
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