“Tenemos que lijar un poco más”, me dijo una
amiga.
Les confieso que la frase generó una pequeña conmoción
en mí. Soy un hombre casado, tengo dos hijos, pero aquel aserto enigmático me
llenó de intrigas, expectativas, fantasías que conmovieron mis 53 años.
-¿Lijar?
-Sí, lijar… ¿Me entendés, no?
-Sí, claro. Bueno, dale, cuando puedas lijemos.
Mis amigos me veían raro. En casa me miraban con
cara de “en qué anda este”. Mis hijos me hablaban y se enojaban porque tenían
que repetirme varias veces las cosas. Ya le habíamos puesto fecha al encuentro
y nunca había vivido antes un estado de expectativa así. Yo, que vaya donde
vaya me visto con lo primero que tengo a mano, esta vez fui y me compré ropa
elegida de manera exclusiva para el encuentro. No sólo eso: no me la fui a comprar
a la feria de Turdera o en alguna oferta de fin de temporada, como suelo hacer.
Si hasta hice algunas otras compras más, que hasta entonces había siempre
evitado, propias de la vida íntima de los hombres.
No daré más rodeos al asunto. El momento de la cita
se acercaba y, por supuesto, llegué media hora antes al lugar, pasé por delante,
entré y salí, analicé cuál era la mesa más apropiada para sentarnos.
Luego busqué un buen lugar para parapetarme, con
buena vista de la entrada del establecimiento y allí me quedé, esperando que ella
llegara. Apenas ingresara, yo aparecería detrás. Me pareció importante no
llegar primero.
La vi. Venía caminando despreocupada, con aire
casual. “Así es como se prepara una chica de hoy para lijar”, pensé. Me gustó
la naturalidad. Entró y cuando ella se disponía a elegir una mesa, aparecí detrás,
nos dimos un beso y la invité a sentarse en la barra, que me pareció mucho más
propicia para ser antesala de un gran momento.
Nos sentamos en las banquetas altas, pedimos algo de
tomar, intercambiamos un par de comentarios banales y sonreímos. El mundo seguía
su curso y yo no podía salir de su sonrisa, de la manera en que sus ojos
habitaban el encuentro.
Después del segundo Bayleys, cuando el clima era
inmejorable y sentía que estábamos listos para lo mejor, al fin me atreví a la
pregunta que imaginaba nos dispararía al mejor de los desenfrenos.
-Disculpame…
-Sí…
-¿Qué es lijar?
Se rió y se le encendió la cara como un disparo
póstumo de la tarde que ya se había apagado.
-¿En serio no sabés?
-No…
-Lijar es esto que estamos haciendo, hablar. Se dice
así ahora.
-Ah, claro, qué tonto- atiné a decir y me quedé en
silencio. Se ve que notó el cambio en mí, porque llegó a preguntarme si me
sentía bien. Puse una sonrisa de ocasión y traté de seguir adelante con la
charla. A los cinco minutos, le pedí permiso y fui al baño. Oriné, me lavé las
manos y luego me quedé parado frente al espejo luminoso, mirándome. Vaya a saber
por qué me vino a la memoria aquel cuento del gatito que acompañaba a los gatos
más grandes a tener sexo con las gatitas en la plaza.
-Ya me estoy cansando de lijar- le dije al del
espejo- Lijo una vueltita más y me voy.
Un rato después nos despedimos. Doble en la esquina
y una luna enorme apareció frente a mí.. Me pregunté si había alguna palabra
nueva para decir "caminar solo" y siguiendo la luna fui encontrando
el camino de mi casa.
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