No sé
cuánto tiempo estuve con la nariz contra el vidrio. Un minuto, un día, una
vida. Mi alma seguía adelante pero tenía la sensación que una parte de mí se
había quedado en la pecera mirando el mundo desde los ojos del axolotl,
atrapado en el paisaje de la habitación, tratando de adivinar las formas de los
autos, las voces y los pasos por la manera en que durante el amanecer podían
hacer flamear los resplandores del cuarto.
Algo
de mí miraba incrédulo, atónito, expectante, como si hubieran colocado una de
esas nuevas cámaras de seguridad dentro de la pecera y transmitiera todo el
tiempo en mi cabeza.
Fuera
donde fuera, yo era estos dos ojos, esta voz, estos brazos, pero también esa
otra mirada que sostenía su vigilia sin darme pista alguna de qué buscaba.
Así
hasta que la vimos a ella. Caminaba y la levedad de sus pasos parecía encenderle
de discreción los ojos, la sonrisa, las pocas palabras. Pasaba, nos saludaba, y
seguía hacia su rincón. La veíamos alejarse y aunque mi huésped la mirada de
atrás del vidrio, tratando de entenderle el alma, yo no conseguía evitar que
mis ojos la persiguieran debajo de la cintura.
Esa
chica me gustaba. Fuera de eso, nada parecía haber cambiado demasiado en el
mundo, para mí. Pero todo se volvió diferente para mi otra mirada. Yo percibía
que su vigilia era distinta. Por momentos se distraía, o se quedaba con los
ojos cerrados, como si intentara inventarse un recuerdo o tomar prestada alguna
parte de mi memoria. Empezó a pedirme cosas, a hacerme entender sus necesidades
de ver. Y a fuerza de hacerle caso comprendí que se dedicaba a llevarme a los
lugares que habitaba la muchacha.
La
buscaba, se preguntaba si vendría, la esperaba y cuando la veía, la miraba de
tal modo que me daba vergüenza mirarla yo también.
Así
hasta aquel día. No me quedaba demasiado tiempo en ese lugar. La muchacha entró
y de pronto me oí diciéndole que quería hablar con ella.
Vino
a mi oficina, conversamos, primero del trabajo, luego de algunos rincones de
nuestras vidas.
En
algún momento nos pusimos de pie. No consigo recordar qué le dije ni qué me
respondió. Pero sí sé que sentí deseos
de besarla y que ella estaba dispuesta a que la bese. La miré y acerqué mis
labios a los suyos. Nos besamos con los ojos cerrados. Cuando volví a abrirlos,
la pecera ya no me habitaba. La vigilia había terminado. Había vuelto a tener
una sola mirada.
Al
volver a casa, busqué aquel viejo libro. Entre las páginas 127 y 128, apretado
como la primera vez, descansaba el axolotl con los ojos cerrados. Sonreí. Cerré
el libro y me sentí feliz.