Un costurero tiene una memoria más dispersa y
extensa que un ordenador, con un evanescido registro ram que aun huele a
galletitas danesas.
Un costurero dice menos y a la vez dice más
que la vieja caja de zapatos repleta de fotos y diapositivas familiares.
La curiosidad hurga en la vieja lata
adivinando el pecho de un padre, el puño
de un oficinista o el escote de una niña que ya ni es anciana.
Alguien deshace los dobleces que las manos de
la vendedora de una antigua mercería dejaron por siempre en un pequeño sobre de
papel madera que atesora seis pequeños botones de nácar, sin más mar que la sal
de los dedos que los deslizaron sobre el vidrio del mostrador.
Un costurero desmiente al destino albergando
una multitud de botones en sus pequeñas y providenciales tragedias. Dejaron de
ser camisa, tapado, chaleco o almohadón de sofá para quedarse a la espera de
una nueva oportunidad con latencia de semillas. Llevan justo arriba de la panza
la confianza inconmovible en que una mano, una tragedia o una ráfaga de viento volverá
a sembrarlos para ser tirador, short de muchacha o flor que vacila entre volverse pez o pájaro. Un bouton pigmentado de amaneceres que el viento difuminará controvirtiendo lo divino se mece en el jardín mientras un alfiler con el ADN de una tía corta de
vista, una escarapela con su cielo fuera de foco, un pin de Eva y otro de las Madres duermen la incógnita de su sentido en el fondo del costurero.
Hasta que unas manos de río desvanecen la
oscuridad y deshibernan su marea hurgando con avidez, como quien elige en una
montaña de canto rodado cinco piedras para jugar a la payana.
Los despliegan, los examinan inquietas y los
dejan sobre la mesa para darse a otras tareas. Dos desayunos después, las manos
vuelven y eligen uno. Aun antes de
conocer la prenda que le tocará habitar, el botón ya sabe que esas que lo
rescataron son manos enamoradas.