Te cuento.
Con Oscar hablábamos de política y de folclore, de cine y de tango. Pero también me enseñó a alzar la vista y sintonizar el oído para hacerme amigo de los pájaros.
Con Oscar hablábamos de política y de folclore, de cine y de tango. Pero también me enseñó a alzar la vista y sintonizar el oído para hacerme amigo de los pájaros.
En su voz
de nostalgia, había un montón de pájaros que ya no volaban entre nosotros como
antes. Me hablaba de las bandadas de mistos que dejaban amarillos los árboles,
de los jilgueros donde sólo quedaban gorriones, de los cardenales mudados a
territorios lejanos. ¡Claro que son distintos el chingolo y el gorrión, el
zorzal y el hornero!
Y el día se
vuelve diferente si un colibrí pasa fugaz por las flores o en algún alambre se
para un churrinche o un bracita de fuego.
Jilgueros,
cabecitas y corbatitas. Siete colores entre los juncos y calandrias en todas
partes, tijeretas atacando a los chimangos y golondrinas burlándose de las
lechuzas que cuidan su nido.
Carpinteros,
renegridos, ratoneritas, teros y chajás, torcacitas y monteras, y cuando el sol
se va, acostado boca arriba sobre el pasto, ver salir de la palmera de Atalaya
un centenar de murciélagos.
Cuando
hablo de pájaros, pienso en mi papá. Y cuando digo “soy Oscarcito”, también soy
todos estos pájaros que me vuelan en la mirada y aprendí de él.
Ahora,
cuando miro hacia las ventanas, los cables, el campo o los árboles, pienso en él
y también en vos.
Los pájaros
son buenos aliados a la hora de mirar el mundo.
No te los doy,
están ahí, esperando por tus ojos.
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