domingo, 5 de noviembre de 2017

PERDIDOS EN EL BOSQUE


-I-

-¿Podemos juntar piñas en el bosque?
-Estamos apurados.
-¡Dale, papi! Unas pocas, ahí...
-Bueno, pero un ratito y cerca. No se alejen de mi vista.
-¡Gracias! ¡Sos el mejor! ¿Vamos Feli?
-Esperá. -Terminó de pelar una rama larga y fue junto a su hermana caminando sobre la hojarasca rala.
-Ahí tenés varias.
-No, Feli. Busco de las más chiquitas.
-¿Y para qué?
-Para pintarlas y regalárselas a mis amigas.
Felipe la miró mordiéndose el labio inferior y siguieron. Junto al camino,  su padre intentaba encontrar señal para enviar una foto por whatsapp.
-Acá hay una -dijo Juana y la guardó en su mochila. ¿Son raras, no?
-¿Éstas sirven?
-Sí Feli, buenísimas. Allá hay más.
-Cuidado, Juana, no nos alejemos.
-Pero si es ahí nomás.



-II-

Cuando sacó la vista del celular se dio cuenta que  había oscurecido. Aún no eran las cuatro de la tarde y de un momento a otro el cielo se calzó una armadura inexpugnable para el sol. El día se hizo noche y comenzó a soplar un viento adolescente que presagiaba la explosión de una tormenta.
"¡Los chicos!", recordó maldiciendo al teléfono que tenía apretado en su mano. Giró hacia el lugar por el que se habían alejado para llamarlos.
-¡Juana, Felipe!- gritó. No los veía ni le respondieron. Se internó en el bosque y siguió llamándolos. Primero caminaba mirando hacia todos lados. Cuando empezó la lluvia sintió el impulso de correr.


-III-

-Son gigantes- dijo Felipe parado junto a unos hongos blancos que le llegaban hasta la rodilla.
-Vamos, Felipe, tengo miedo- respondió Juana al advertir que en unos segundos el bosque quedó sumido en la oscuridad.
-¡No puede ser!- dijo Felipe mirando su reloj. Apenas son las 15.52. No puede estar anocheciendo.
-Volvamos con papi- le pidió su hermana  y comenzó a caminar.
-¡No es para ahí, Juana!
-¿Cómo que no? ¿Y para dónde es entonces?
-No sé, no estoy muy seguro.
Juana lo miró con sus ojos grandes y sacudió los brazos protestando cuando estalló la lluvia. Comenzaron a correr y atinaron a protegerse apretándose contra un hueco  del más grande de los árboles. Pero ya estaban empapados.
-Nunca había visto llover así- dijo Felipe y tomó a su hermana de la mano. Ella y el cielo no podían parar de llorar.
Cuando la lluvia cesó y retornó la luz, Juana y Felipe estaban sentados contra el árbol abrazados y tiritando de frío.
-Tenemos que salir del bosque antes que anochezca. -Trató de ubicar un haz de sol.
-¿Ves? -dijo parado en puntas de pie volviendo por el recorrido de la luz con la palma de su mano- La luz viene de allá. ¿Dónde se oculta el sol?
-En el horizonte.
-¡Pero en qué punto cardinal!
-¡Yo qué sé!
-Al Oeste, Juana, al Oeste. Mirá -dijo cortando una ramita y poniéndose en cuclillas sobre el suelo- Ves, el sol está ocultándose hacia allá.  O sea que aquí está el Este, arriba el Norte y abajo el Sur.
-¿Y eso para que nos sirve?
-Para orientarnos, para no caminar sin rumbo.
-¿Y para dónde tememos que ir?
-La ruta corre de Norte a Sur y hacía el Oeste está la cordillera...
--¡Y Chile!
-Claro. Así que vayamos hacia el este.
-¡Pero la ruta cambia de rumbo, tiene muchas curvas!
-Tarde o temprano la vamos a cruzar.
-Esto de perseguir rayos de sol no sirve para nada- dijo Juana borrando con las zapatillas el dibujo del suelo. -¡Papi!- gritó una y otra vez. Pero no hubo respuesta. Luego del último grito estalló en llanto.
-Caminemos,  Juana- le dijo Felipe acariciándole la congoja. Por un instante se quedaron parados en silencio.
-¡Esperá!- se encendió ella como bengala. Metió la mano en un bolsillo de la mochila y luego la extendió hacia su hermano. -Tomá. Acá tenés tus puntos cardinales.
-¡Mi brújula!-  exclamó Felipe con asombro - ¡Yo sabía que vos me la habías robado!
-Dale. No te quejes y caminá.



-IV-

-Son monstruos.
-¿Qué?
-Los árboles. Oscurece y parecen cada vez más grandes y deformes. ¡No vamos a salir nunca de acá!
-Tranquila. La ruta tiene que estar cerca.
-La noche está cerca. Y mi ropa todavía mojada.
-La mía también. Si al menos encontráramos alguien que pudiera ayudarnos…
-¿Cómo quién?
Juana y Felipe se miraron. Ninguno de los dos había hecho esa última pregunta.
-¿Quién habló?- preguntó Juana con risa nerviosa.
-Conozco esa voz- afirmó Felipe con seriedad detectivesca.- Es decir, creo que la reconozco. Dame tu mochila.
-¿Es que nadie va a ayudarme a salir de aquí?- protestó la voz.
Felipe deslizó el cierre y Gecko asomó su cabeza desde adentro de la mochila.
-¡Hola! ¿En qué lío están metidos?
-¿Qué hacías en mi mochila, lagartija sin cola?- protestó Juana.
-Dormía. Como no me invitaron al viaje, decidí venir por las mías.
-Bueno, ahora estás perdido con nosotros en medio de este bosque.
-¡Hermoso bosque! Permiso... -Gecko bajó y se deslizó por el suelo hasta treparse al lomo de un pehuén imponente. -¡Vengan, acérquense! ¡Abracen este árbol! Lleva cientos de años aquí. Ojalá pudieran sentir su energía como la perciben mis patitas.
Felipe se abrazó al tronco y cerró los ojos. Cuando se apartó, miró hacia arriba conmovido.
-Mentira, no se siente nada- dijo Juanita después de tocarlo. -¡Vamos, que se hace de noche!
-¿Hacia donde caminan?
-Mirá, hacia el oeste- dijo Felipe acercando la brújula a los ojos de Gecko.
-Ah, muy bien…, pero, ¿de qué lado de la ruta bajaron?
-¡Uy!
-¿Qué pasa, Felipe?
-Tiene razón. Estamos alejándonos de la ruta.
-¡Te dije!
-¡Mentira, no me dijiste nada!
-¡Tranquilos! ¡Sólo hay que ir hacia el lado opuesto!
-¡Después de alejarnos casi dos horas!
-Bueno, vamos.
-¿Puedo pedirte que antes hagas algo, Juanita?
-Sí.
-Abrazá otra vez el árbol. Pero con ganas.
Juana apoyó la mejilla sobre la corteza y se quedó abrazada al pehuén. Por unos instantes se olvidó del frío y del miedo.
-Bueno, vamos- dijo Felipe.-
Partieron entre sombras con su nuevo rumbo.



-V-

Había perdido la cuenta de las veces que había ido de la ruta al bosque y del bosque a la ruta. Entraba caminando, gritaba, miraba, buscaba, se internaba entre los árboles y luego volvía corriendo junto al auto por temor a que Juana y Felipe aparecieran en su ausencia. El teléfono seguía sin señal y no quería abandonar el lugar. Cuando sentía el frío húmedo de la ropa en el cuerpo se preguntaba si los niños también estaban empapados. Al acercarse la noche, decidió pedir ayuda. Una 4x4 pasó rauda sin que su conductor hiciera caso de sus señas. Algo similar sucedió con un ómnibus de larga distancia. Luego fueron tres camionetas de gendarmería que cruzaron el ocaso a toda prisa ajenas a su angustia. Miraba ansioso hacia el norte cuando se detuvo a su lado una ciclista que venía en sentido contrario. Por las calzas y el casco la supuso dedicada a las largas travesías. Sólo el canasto de la bicicleta y la perrita negra que Ella lo saludó con una sonrisa y él empezó a pedirle ayuda hablando en inglés.
-Disculpe. Soy del sur, soy argentina.
-¡Ah! ¡Yo también soy argentino! ¡Perdón! ¡Estoy muy nervioso! Mis hijos se internaron en el bosque hace horas y no volvieron. Son chiquitos, tienen nueve y diez años. Deben estar perdidos. ¿Usted podría pedir ayuda?
La perrita ladró varias veces. La muchacha la bajó del canasto. Olió aquí y allá, anduvo unos pasos y orinó junto a la rueda trasera del auto.
-Si voy por ayuda van a tardar en venir, si es que encuentro a alguien. ¿No querés que te ayudemos a buscarlos?



-VI-

Ya era noche. La luna desnudaba en la oscuridad del bosque una multitud de colosos resplandecientes. Tenían frío, cansancio y miedo. Habían desandado gran parte del camino equivocado pero suponían que aún les faltaba un largo trecho para llegar a la ruta.
-No puedo caminar más- se quejó Felipe.
-¡Tenemos que seguir!- protestó Juana. –Si nos quedamos quietos nos vamos a morir de frío.
-¡Paremos un momento!
-¡Uy! ¡Qué pelotudo! –rezongó Juana. Felipe le pegó en el brazo.
-¡Basta!- los retó Gecko – Paremos cinco minutos.
Se sentaron junto al más grande de los árboles que tenían cerca.
-¡Es enorme!
-Parece petrificado.
-Supongo que no me pedirán que lo abrace.
-Tengo sueño.
-Si nos dormimos no nos despertaremos más.
-Si pudiéramos hacer fuego…
-Claro, o prender la calefacción del bosque.
-En serio. Yo vi en You Tube cómo se hace fuego con dos palitos.
-En You Tube. Pero acá no va a funcionar ni va a venir Fernanfloo a rescatarte.
-Si hubiera sol, podríamos prenderlo con una lupa. Pero es de noche. Necesitaríamos fósforos  o un encendedor.
-¿Un encendedor? ¿Cómo los que usa la abuela para sus cigarrillos?
-Claro.
Juanita sacó una cartuchera de la mochila y hurgó dentro de ella hasta que encontró un pequeño encendedor azul.
-¡Eureka! – gritó Gecko. Hagamos una pequeña fogata. ¡Pero no provoquemos un incendio!



-VII-

El resplandor de las llamas develó la primera sonrisa de Juana desde que se perdieron en el bosque. En los veranos de Nueva Atlantis Felipe había aprendido a juntar pinocha y piñas para encender fuego. En la semipenumbra lunar de ese bosque austral, la hojarasca y los piñones que recolectó con Juana le dieron vida a un fuego que luego alimentaron con ramas y un tronco partido que brindarían brazas por un buen rato.
-Los piñones nos salvan como alguna vez salvaron a los mapuches- dijo Gecko parado sobre la mochila de Juana.
-¿Cómo es eso?
-Los mapuches pensaban que las semillas del pehuén eran venenosas. En un invierno muy duro, en que el bosque estaba sepultado por la nieve y no encontraban con qué alimentarse, un anciano se acercó a un joven en el bosque y le sugirió que se alimentaran con los piñones.
 “Los frutos del árbol sagrado son venenosos y Nguenechen, el creador del mundo, prohíbe comerlos. Además, son muy duros”,  contestó el joven.
  “Hijo, a partir de hoy reciban ese alimento como un regalo de Nguenechen”.
El viejo le explicó que a los piñones había que hervirlos en mucha agua o tostarlos al fuego. Apenas terminó de darle las indicaciones, se alejó.
El muchacho buscó los piñones bajo los árboles. Todos los frutos que encontró, los guardó en su manto. Al llegar a la tribu, contó las instrucciones del viejo. El cacique escuchó atentamente, se quedó un rato en silencio y finalmente dijo:
 “Nguenechen ha bajado a la tierra para salvarnos”.
De inmediato, los hirvieron y comieron el dulce fruto salvador.
-¿De dónde sacaste esa historia? – lo increpó Juana.
-La leí en el I Pad.
-¿Y qué sabés si es verdad?
-No lo sé. Pero es una linda historia.
-A ellos los salvó del hambre, a nosotros del frío- afirmó Felipe con vos pastosa. Ya empezaba a ganarlo el sueño.
Juana miró a Gecko desconcertada cuando su hermano se durmió reclinado contra el árbol.
-Lo mejor es que duermas junto a él- le sugirió Gecko. Necesitan descansar. Abrazados y junto al fuego no van a tener frío.
Juana se pegó  a su hermano, dio un par de vueltas incómodas y luego de unos minutos también se durmió.
“Hace mucho frío y el fuego no durará más de una hora”, pensó Gecko. “Necesito conseguir ayuda”. Se bajó de la mochila y se deslizó por la hojarasca perdiéndose por un sendero del bosque.
Cuando volvió, media hora después, el fuego había empezado a declinar cediendo paso al frío. Gecko le hizo una seña a los amigos que había logrado encontrar.
El guanaco y el zorro avanzaron hacia los pequeños y se echaron junto a ellos para brindarles abrigo.



-VIII-

-¿Recordás si habías llegado hasta esta parte del bosque? –preguntó la ciclista.
No, seguro que no. Me internaba en el bosque pero salía corriendo rápido por si aparecían en la ruta. ¿Hacia dónde te parece que sigamos?
-No sé. Creo que hacia allá- dijo señalando con la mano en el bolsillo de su campera.
-Bueno, vamos.
La perrita ladró protestando apenas iniciaron la marcha.
-¿Qué le pasa?
-No sé, parece que quiere que sigamos otro camino.
-Hagamos como en las películas. Mejor vayamos hacia donde quiere ella. Más perdida que yo no va a estar.
La siguieron a paso firme. La luna encendía las canas en la cabeza de la cusquita de mil razas. Avanzaba con decisión por el rumbo que le iba dictando su olfato.
De repente, se detuvo y gimió mirándolos.
-Tranquila- le dijo la muchacha.
El padre de los niños alumbró hacia delante con el  celular.
-Ya que no me sirvió para comunicarme, al menos lo uso de linterna.
Los gemidos se convirtieron en ladridos.
-¡Cuidado!- gritó la muchacha cuando vio aparecer al zorro que se plantó frente a su mascota. La perrita gruñó mostrándole los dientes.
-¡Tranquilos, tranquilos!- gritó una voz aguda tratando de desbaratar la tensión de la escena.
-¿Quién habló?- preguntó la muchacha.
-¡Gecko!- exclamó el hombre sin mirarla. Avanzó alumbrando con su linterna y pasó junto al zorro que lo siguió moviendo la cola. Gecko se deslizó por un tronco imponente invitándolos a mirar detrás. El padre avanzó y se detuvo al ver a Juana y Felipe dormidos junto al pehuén, abrigados por la panza del guanaco. Aun quedaban brazas encendidas en el fuego. Se inclinó junto a ellos sin molestar al guanaco y los acarició.
-¡Papi!- dijo Felipe al despertarse.
Detrás de la muchacha, el zorro y la perrita se olían. Gecko volvió a pararse sobre la mochila. La muchacha compartía la alegría del encuentro sin entender aún quien les había hablado.
-¡Ya va!- protestó Juana cuando su padre insistió en despertarla.