-I-
-¿Podemos juntar
piñas en el bosque?
-Estamos apurados.
-¡Dale, papi! Unas
pocas, ahí...
-Bueno, pero un
ratito y cerca. No se alejen de mi vista.
-¡Gracias! ¡Sos el
mejor! ¿Vamos Feli?
-Esperá. -Terminó
de pelar una rama larga y fue junto a su hermana caminando sobre la hojarasca
rala.
-Ahí tenés varias.
-No, Feli. Busco de
las más chiquitas.
-¿Y para qué?
-Para pintarlas y
regalárselas a mis amigas.
Felipe la miró
mordiéndose el labio inferior y siguieron. Junto al camino, su padre intentaba encontrar señal para enviar
una foto por whatsapp.
-Acá hay una -dijo
Juana y la guardó en su mochila. ¿Son raras, no?
-¿Éstas sirven?
-Sí Feli,
buenísimas. Allá hay más.
-Cuidado, Juana, no
nos alejemos.
-Pero si es ahí
nomás.
-II-
Cuando sacó la
vista del celular se dio cuenta que
había oscurecido. Aún no eran las cuatro de la tarde y de un momento a
otro el cielo se calzó una armadura inexpugnable para el sol. El día se hizo
noche y comenzó a soplar un viento adolescente que presagiaba la explosión de
una tormenta.
"¡Los
chicos!", recordó maldiciendo al teléfono que tenía apretado en su mano.
Giró hacia el lugar por el que se habían alejado para llamarlos.
-¡Juana, Felipe!-
gritó. No los veía ni le respondieron. Se internó en el bosque y siguió
llamándolos. Primero caminaba mirando hacia todos lados. Cuando empezó la
lluvia sintió el impulso de correr.
-III-
-Son gigantes- dijo
Felipe parado junto a unos hongos blancos que le llegaban hasta la rodilla.
-Vamos, Felipe,
tengo miedo- respondió Juana al advertir que en unos segundos el bosque quedó
sumido en la oscuridad.
-¡No puede ser!-
dijo Felipe mirando su reloj. Apenas son las 15.52. No puede estar
anocheciendo.
-Volvamos con papi-
le pidió su hermana y comenzó a caminar.
-¡No es para ahí,
Juana!
-¿Cómo que no? ¿Y
para dónde es entonces?
-No sé, no estoy
muy seguro.
Juana lo miró con
sus ojos grandes y sacudió los brazos protestando cuando estalló la lluvia.
Comenzaron a correr y atinaron a protegerse apretándose contra un hueco del más grande de los árboles. Pero ya
estaban empapados.
-Nunca había visto
llover así- dijo Felipe y tomó a su hermana de la mano. Ella y el cielo no
podían parar de llorar.
Cuando la lluvia
cesó y retornó la luz, Juana y Felipe estaban sentados contra el árbol
abrazados y tiritando de frío.
-Tenemos que salir
del bosque antes que anochezca. -Trató de ubicar un haz de sol.
-¿Ves? -dijo parado
en puntas de pie volviendo por el recorrido de la luz con la palma de su mano-
La luz viene de allá. ¿Dónde se oculta el sol?
-En el horizonte.
-¡Pero en qué punto
cardinal!
-¡Yo qué sé!
-Al Oeste, Juana,
al Oeste. Mirá -dijo cortando una ramita y poniéndose en cuclillas sobre el
suelo- Ves, el sol está ocultándose hacia allá.
O sea que aquí está el Este, arriba el Norte y abajo el Sur.
-¿Y eso para que
nos sirve?
-Para orientarnos,
para no caminar sin rumbo.
-¿Y para dónde
tememos que ir?
-La ruta corre de
Norte a Sur y hacía el Oeste está la cordillera...
--¡Y Chile!
-Claro. Así que
vayamos hacia el este.
-¡Pero la ruta cambia
de rumbo, tiene muchas curvas!
-Tarde o temprano
la vamos a cruzar.
-Esto de perseguir
rayos de sol no sirve para nada- dijo Juana borrando con las zapatillas el
dibujo del suelo. -¡Papi!- gritó una y otra vez. Pero no hubo respuesta. Luego del
último grito estalló en llanto.
-Caminemos, Juana- le dijo Felipe acariciándole la
congoja. Por un instante se quedaron parados en silencio.
-¡Esperá!- se encendió
ella como bengala. Metió la mano en un bolsillo de la mochila y luego la extendió
hacia su hermano. -Tomá. Acá tenés tus puntos cardinales.
-¡Mi brújula!- exclamó Felipe con asombro - ¡Yo sabía que
vos me la habías robado!
-Dale. No te quejes
y caminá.
-IV-
-Son monstruos.
-¿Qué?
-Los árboles.
Oscurece y parecen cada vez más grandes y deformes. ¡No vamos a salir nunca de
acá!
-Tranquila. La ruta
tiene que estar cerca.
-La noche está
cerca. Y mi ropa todavía mojada.
-La mía también. Si
al menos encontráramos alguien que pudiera ayudarnos…
-¿Cómo quién?
Juana y Felipe se
miraron. Ninguno de los dos había hecho esa última pregunta.
-¿Quién habló?-
preguntó Juana con risa nerviosa.
-Conozco esa voz-
afirmó Felipe con seriedad detectivesca.- Es decir, creo que la reconozco. Dame
tu mochila.
-¿Es que nadie va a
ayudarme a salir de aquí?- protestó la voz.
Felipe deslizó el
cierre y Gecko asomó su cabeza desde adentro de la mochila.
-¡Hola! ¿En qué lío
están metidos?
-¿Qué hacías en mi
mochila, lagartija sin cola?- protestó Juana.
-Dormía. Como no me
invitaron al viaje, decidí venir por las mías.
-Bueno, ahora estás
perdido con nosotros en medio de este bosque.
-¡Hermoso bosque!
Permiso... -Gecko bajó y se deslizó por el suelo hasta treparse al lomo de un
pehuén imponente. -¡Vengan, acérquense! ¡Abracen este árbol! Lleva cientos de
años aquí. Ojalá pudieran sentir su energía como la perciben mis patitas.
Felipe se abrazó al
tronco y cerró los ojos. Cuando se apartó, miró hacia arriba conmovido.
-Mentira, no se
siente nada- dijo Juanita después de tocarlo. -¡Vamos, que se hace de noche!
-¿Hacia donde
caminan?
-Mirá, hacia el
oeste- dijo Felipe acercando la brújula a los ojos de Gecko.
-Ah, muy bien…, pero,
¿de qué lado de la ruta bajaron?
-¡Uy!
-¿Qué pasa, Felipe?
-Tiene razón.
Estamos alejándonos de la ruta.
-¡Te dije!
-¡Mentira, no me
dijiste nada!
-¡Tranquilos! ¡Sólo
hay que ir hacia el lado opuesto!
-¡Después de
alejarnos casi dos horas!
-Bueno, vamos.
-¿Puedo pedirte que
antes hagas algo, Juanita?
-Sí.
-Abrazá otra vez el
árbol. Pero con ganas.
Juana apoyó la
mejilla sobre la corteza y se quedó abrazada al pehuén. Por unos instantes se
olvidó del frío y del miedo.
-Bueno, vamos- dijo
Felipe.-
Partieron entre
sombras con su nuevo rumbo.
-V-
Había perdido la
cuenta de las veces que había ido de la ruta al bosque y del bosque a la ruta.
Entraba caminando, gritaba, miraba, buscaba, se internaba entre los árboles y
luego volvía corriendo junto al auto por temor a que Juana y Felipe aparecieran
en su ausencia. El teléfono seguía sin señal y no quería abandonar el lugar. Cuando
sentía el frío húmedo de la ropa en el cuerpo se preguntaba si los niños
también estaban empapados. Al acercarse la noche, decidió pedir ayuda. Una 4x4
pasó rauda sin que su conductor hiciera caso de sus señas. Algo similar sucedió
con un ómnibus de larga distancia. Luego fueron tres camionetas de gendarmería
que cruzaron el ocaso a toda prisa ajenas a su angustia. Miraba ansioso hacia
el norte cuando se detuvo a su lado una ciclista que venía en sentido
contrario. Por las calzas y el casco la supuso dedicada a las largas travesías.
Sólo el canasto de la bicicleta y la perrita negra que Ella lo saludó con una
sonrisa y él empezó a pedirle ayuda hablando en inglés.
-Disculpe. Soy del
sur, soy argentina.
-¡Ah! ¡Yo también
soy argentino! ¡Perdón! ¡Estoy muy nervioso! Mis hijos se internaron en el
bosque hace horas y no volvieron. Son chiquitos, tienen nueve y diez años.
Deben estar perdidos. ¿Usted podría pedir ayuda?
La perrita ladró
varias veces. La muchacha la bajó del canasto. Olió aquí y allá, anduvo unos
pasos y orinó junto a la rueda trasera del auto.
-Si voy por ayuda
van a tardar en venir, si es que encuentro a alguien. ¿No querés que te
ayudemos a buscarlos?
-VI-
Ya era noche. La
luna desnudaba en la oscuridad del bosque una multitud de colosos
resplandecientes. Tenían frío, cansancio y miedo. Habían desandado gran parte
del camino equivocado pero suponían que aún les faltaba un largo trecho para
llegar a la ruta.
-No puedo caminar
más- se quejó Felipe.
-¡Tenemos que
seguir!- protestó Juana. –Si nos quedamos quietos nos vamos a morir de frío.
-¡Paremos un
momento!
-¡Uy! ¡Qué
pelotudo! –rezongó Juana. Felipe le pegó en el brazo.
-¡Basta!- los retó
Gecko – Paremos cinco minutos.
Se sentaron junto
al más grande de los árboles que tenían cerca.
-¡Es enorme!
-Parece
petrificado.
-Supongo que no me
pedirán que lo abrace.
-Tengo sueño.
-Si nos dormimos no
nos despertaremos más.
-Si pudiéramos
hacer fuego…
-Claro, o prender
la calefacción del bosque.
-En serio. Yo vi en
You Tube cómo se hace fuego con dos palitos.
-En You Tube. Pero
acá no va a funcionar ni va a venir Fernanfloo a rescatarte.
-Si hubiera sol,
podríamos prenderlo con una lupa. Pero es de noche. Necesitaríamos
fósforos o un encendedor.
-¿Un encendedor?
¿Cómo los que usa la abuela para sus cigarrillos?
-Claro.
Juanita sacó una
cartuchera de la mochila y hurgó dentro de ella hasta que encontró un pequeño
encendedor azul.
-¡Eureka! – gritó
Gecko. Hagamos una pequeña fogata. ¡Pero no provoquemos un incendio!
-VII-
El resplandor de
las llamas develó la primera sonrisa de Juana desde que se perdieron en el
bosque. En los veranos de Nueva Atlantis Felipe había aprendido a juntar
pinocha y piñas para encender fuego. En la semipenumbra lunar de ese bosque
austral, la hojarasca y los piñones que recolectó con Juana le dieron vida a un
fuego que luego alimentaron con ramas y un tronco partido que brindarían brazas
por un buen rato.
-Los piñones nos
salvan como alguna vez salvaron a los mapuches- dijo Gecko parado sobre la
mochila de Juana.
-¿Cómo es eso?
-Los mapuches
pensaban que las semillas del pehuén eran venenosas. En un invierno muy duro,
en que el bosque estaba sepultado por la nieve y no encontraban con qué
alimentarse, un anciano se acercó a un joven en el bosque y le sugirió que se
alimentaran con los piñones.
“Los frutos del árbol sagrado son venenosos y
Nguenechen, el creador del mundo, prohíbe comerlos. Además, son muy duros”, contestó el joven.
“Hijo, a partir de hoy reciban ese alimento
como un regalo de Nguenechen”.
El viejo le explicó
que a los piñones había que hervirlos en mucha agua o tostarlos al fuego. Apenas
terminó de darle las indicaciones, se alejó.
El muchacho buscó
los piñones bajo los árboles. Todos los frutos que encontró, los guardó en su
manto. Al llegar a la tribu, contó las instrucciones del viejo. El cacique
escuchó atentamente, se quedó un rato en silencio y finalmente dijo:
“Nguenechen ha bajado a la tierra para
salvarnos”.
De inmediato, los hirvieron
y comieron el dulce fruto salvador.
-¿De dónde sacaste
esa historia? – lo increpó Juana.
-La leí en el I
Pad.
-¿Y qué sabés si es
verdad?
-No lo sé. Pero es
una linda historia.
-A ellos los salvó
del hambre, a nosotros del frío- afirmó Felipe con vos pastosa. Ya empezaba a
ganarlo el sueño.
Juana miró a Gecko
desconcertada cuando su hermano se durmió reclinado contra el árbol.
-Lo mejor es que
duermas junto a él- le sugirió Gecko. Necesitan descansar. Abrazados y junto al
fuego no van a tener frío.
Juana se pegó a su hermano, dio un par de vueltas incómodas
y luego de unos minutos también se durmió.
“Hace mucho frío y
el fuego no durará más de una hora”, pensó Gecko. “Necesito conseguir ayuda”.
Se bajó de la mochila y se deslizó por la hojarasca perdiéndose por un sendero
del bosque.
Cuando volvió, media
hora después, el fuego había empezado a declinar cediendo paso al frío. Gecko
le hizo una seña a los amigos que había logrado encontrar.
El guanaco y el
zorro avanzaron hacia los pequeños y se echaron junto a ellos para brindarles
abrigo.
-VIII-
-¿Recordás si habías
llegado hasta esta parte del bosque? –preguntó la ciclista.
No, seguro que no.
Me internaba en el bosque pero salía corriendo rápido por si aparecían en la
ruta. ¿Hacia dónde te parece que sigamos?
-No sé. Creo que
hacia allá- dijo señalando con la mano en el bolsillo de su campera.
-Bueno, vamos.
La perrita ladró
protestando apenas iniciaron la marcha.
-¿Qué le pasa?
-No sé, parece que
quiere que sigamos otro camino.
-Hagamos como en
las películas. Mejor vayamos hacia donde quiere ella. Más perdida que yo no va
a estar.
La siguieron a paso
firme. La luna encendía las canas en la cabeza de la cusquita de mil razas.
Avanzaba con decisión por el rumbo que le iba dictando su olfato.
De repente, se
detuvo y gimió mirándolos.
-Tranquila- le dijo
la muchacha.
El padre de los
niños alumbró hacia delante con el
celular.
-Ya que no me
sirvió para comunicarme, al menos lo uso de linterna.
Los gemidos se
convirtieron en ladridos.
-¡Cuidado!- gritó
la muchacha cuando vio aparecer al zorro que se plantó frente a su mascota. La
perrita gruñó mostrándole los dientes.
-¡Tranquilos,
tranquilos!- gritó una voz aguda tratando de desbaratar la tensión de la
escena.
-¿Quién habló?-
preguntó la muchacha.
-¡Gecko!- exclamó
el hombre sin mirarla. Avanzó alumbrando con su linterna y pasó junto al zorro
que lo siguió moviendo la cola. Gecko se deslizó por un tronco imponente
invitándolos a mirar detrás. El padre avanzó y se detuvo al ver a Juana y
Felipe dormidos junto al pehuén, abrigados por la panza del guanaco. Aun
quedaban brazas encendidas en el fuego. Se inclinó junto a ellos sin molestar
al guanaco y los acarició.
-¡Papi!- dijo
Felipe al despertarse.
Detrás de la
muchacha, el zorro y la perrita se olían. Gecko volvió a pararse sobre la
mochila. La muchacha compartía la alegría del encuentro sin entender aún quien
les había hablado.
-¡Ya va!- protestó
Juana cuando su padre insistió en despertarla.
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