Poco después de las cuatro de aquella tarde de enero de 2008, una borrasca agitó las aguas de Mogotes.
No hubieron nubes ni fuertes vientos, mucho menos lluvia.
El agua comenzó a removerse distinto, como si algo hubiera sucedido en cualquier otra parte, un temblor en las entrañas del mundo, la pirueta invisible de una gigantesca ballena blanca.
En el sobresalto, sin entender del todo qué sucedía, trepándonos a la cresta de las olas embravecidas, fuimos saliendo hacia la orilla, huyendo de la amenaza del último instante de nuestras vidas.
Sin embargo, Marian y Hagen no pudieron. Allí estaban las tres, porque también se mecia la Yansi, en su propio océano, dentro de la panza de Marian.
No tenían bolsillos para poemas de Keats ni tragedias de Sófocles, pero puede que, después de tantas pérdidas, Marian se haya dicho "no, ahora no", para mantenerse a flote, no dejar que la rosca gobernara su respiración y darse aliento con Hagen mientras esperaban que el mundo se serenara o alguien pudiera ayudarlas.
Luego, en cinco minutos, casi el tiempo que a dos bañeros les tomó rescatarlas, todo volvió a estar como antes, como si no hubiese sido más que un hipo, un sobresalto en el viaje del planeta por el universo.
A los bañeros les regalamos medialunas y churros. La Yansi siguió meciéndose en su mar y ese verano, Marian y Hagen no volvieron a internarse más allá de la primera rompiente.
Pasaron los días y un 26 de junio la Yansi nació. Desde entonces, no hubo en su vida un sólo verano sin mar.
"¿Quê lees?", me pregunta.
"Un poema, squall".
"¿Squall? ¿Qué significa?".
Le muestro la pantalla del celu y lee:
"Borrasca, tormenta de mar".