San Martín, Rosas y Perón.
Revisamos
su historia, releemos sus cartas, procuramos comprender y valorar el verdadero
sentido de sus exilios y renunciamientos. Sin embargo, más de una vez nos toca
escuchar, incluso en voces compañeras, como reproche o crítica, que no tuvieron
el coraje de quedarse y seguir. Lo triste es que se trata de una prédica
instalada por sus perseguidores. Quien afirma eso dice, a su manera y respecto
a los tres pilares de nuestra identidad histórica, lo que Lanusse dijo de
Perón: que no les dio el cuero.
En apenas 12 años, San Martín construyó un ejército desde la gobernación de Mendoza y, padeciendo la desconfianza y el hostigamiento porteños, lo puso en marcha para atravesar los Andes y liberar medio continente.
Juan Manuel de Rosas enfrentó y derrotó el bloqueo de las dos principales potencias navales de su tiempo.
Juan Domingo Perón consagró el protagonismo de la clase trabajadora y alumbró el movimiento de masas más relevante de nuestra historia.
¿Desde qué lugar podríamos atrevernos a reprocharles sus exilios, haciendo propio uno de los argumentos de quienes quisieron desterrarlos de nuestra historia?
Los unitarios no tuvieron más remedio que incorporar la lucha emancipadora de San Martín al relato oficial de la historia. Pero para ellos el Libertador siempre fue un problema y quisieron librarse de él en más de una ocasión. Lo llamaban “cholo”, “tape” o “indio”. No existe certeza que Rosa Guarú, la niñera que lo crió, haya sido su madre, pero él se burlaba de las pretensiones de linaje y se sentía hermano de los pueblos hijos de esta tierra. Conocemos desde la infancia la gesta que protagonizó. Pero quizá valga la pena poner énfasis en algo que no solía estar presente en nuestros libros escolares: el hostigamiento a que fue sometido por la elite unitaria, expresada principalmente en las figuras de Carlos María Alvear y Bernardino Rivadavia.
Si los actos de las personas no son suficientes para definir su identidad, sus enemigos suelen servir para despejar lecturas erróneas. En Europa, José de San Martín peleó contra los franceses y a favor de la Junta de Sevilla, que planteaba una revolución democrática en España. Cuando vino a América fue coherente con esa lucha y enfrentó la restauración absolutista.
El San Martín que nos relata Mitre es un militar talentoso y recto que libera naciones vecinas sin visión continental, carece de capacidad política y no tiene otra relación con los pueblos originarios que utilizarlos circunstancialmente con picardía. Un siglo después, con el mero hallazgo del Plan Maitland, Rodolfo Terragno pretendió convencernos de que fue un agente inglés. Pero su enfrentamiento con Alvear y con Rivadavia desmiente a ambos y expresa el antagonismo de dos proyectos: uno es unitario y dictatorial, con un aperturismo económico pensado desde el puerto y que rápidamente devendría probritánico. El otro pensó en crecer hacia adentro y unir a Sudamérica.
Escribía San Martín a Rosas en 1838:
“Separado voluntariamente de todo mando público el año 1823 y retirado en mi chacra de Mendoza, siguiendo por inclinación una vida retirada, creía que este sistema y más que todo, mi vida pública en el espacio de diez años, me pondrían a cubierto con mis compatriotas de toda idea de ambición a ninguna especie de mando; me equivoqué en mi cálculo –a dos meses de mi llegada a Mendoza, el gobierno que, en aquella época, mandaba en Buenos Aires, no sólo me formó un bloqueo de espías, entre ellos uno de mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles públicos de su devoción, tratando al mismo tiempo de hacerme sospechoso a los demás gobiernos de las provincias; por otra parte, los de la oposición, hombres a quienes en general no conocía ni aun de vista, hacían circular la absurda idea que mi regreso del Perú no tenía otro objeto que el de derribar a la administración de Buenos Aires, y para corroborar esta idea mostraban (con una imprudencia poco común) cartas que ellos suponían les escribía. Lo que dejo expuesto me hizo conocer que mi posición era falsa y que, por desgracia mía, yo había figurado demasiado en la guerra de la independencia, para esperar gozar en mi patria, por entonces, la tranquilidad que tanto apetecía. En estas circunstancia, resolví venir a Europa, esperando que mi país ofreciese garantía de orden para regresar a él; la época la creí oportuna en el año 29: a mi llegada a Buenos Aires me encontré con la guerra civil; preferí un nuevo ostracismo a tomar ninguna parte de sus disensiones, pero siempre con la esperanza de morir en su seno.
Desde aquella época, seis años de males no interrumpidos han deteriorado mi constitución, pero no mi moral ni los deseos de ser útil a nuestra patria; me explicaré:
He visto por los papeles públicos de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país; ignoro los resultados de esta medida; si son los de la guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis circunstancias y la de que no se fuese a creer que me supongo un hombre necesario, hace, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, me pondré en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra, me retiraré a un rincón -esto es si mi país me ofrece seguridad y orden; de lo contrario, regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis huesos en la patria que me vio nacer.
He aquí, general, el objeto de esta carta. En cualquier de los dos casos -es decir, que mis servicios sean o no aceptados-, yo tendré siempre una completa satisfacción en que usted me crea sinceramente su apasionado servidor y compatriota, que besa su mano, José de San Martín".
Con su salud maltrecha, le ofrecía a Juan Manuel de Rosas ponerse a sus órdenes para luchar contra el bloqueo. San Martín sufría la distancia y su alma vivió siempre pendiente de lo que sucedía en nuestra tierra. No sabía Rosas al leer esa carta que a él le tocaría vivir una situación similar catorce años después.
Derrotado en Caseros, Rosas tomó el camino del exilio. No pasó demasiado tiempo para que Urquiza le expresara su arrepentimiento y Alberdi reconociera que “Rosas y la República Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente”. Pero lo cierto es que los vencedores de Caseros lo habían declarado por ley “traidor a la patria” y la Constitución que nos rige contiene aún disposiciones expresamente dedicadas a él. Por eso, antes de apresurarse a juzgar su exilio, conviene conocer la dignidad con que lo vivió:
“Mi economía en los doce años corridos ha continuado siempre tan severa como parece imposible al que no ha estado cerca de mí. No fumo, no tomo rapé, ni vino ni licor alguno, no asisto a comidas, no hago visitas ni las recibo, no paseo ni asisto al teatro ni a diversiones de clase alguna. Mi ropa es la de un hombre común. Mis manos y mi cara están bien quemadas y bien acreditan cuál y cómo es mi trabajo diario incesante, para en algo ayudarme. Mi comida es un pedazo de carne asada y mi mate. Nada más”.
¿Huyó Juan Domingo Perón en 1955? Eso manifestó el general Pedro Eugenio Aramburu en un reportaje que le hicieron en 1956: que Perón se comportó como un cobarde. Otra vez vemos como quienes se pretenden revolucionarios repiten argumentos acuñados por el discurso unitario y dictatorial. La respuesta de Perón no se hizo esperar, desde una misiva escrita en Panamá el 5 de marzo de 1956:
“He leído en un reportaje, que Ud. se ha permitido decir que soy un cobarde, porque ordené la suspensión de la lucha en la que tenía todas las probabilidades de vencer. Usted no podrá comprender jamás cuánto carácter y cuánto valor hay que tener para producir gestos semejantes.
Para usted, hacer matar a los demás, en defensa de la propia persona y de las propias ambiciones, es una acción distinguida de valor.
Para mí, el valor no consiste, ni consistirá nunca, en hacer matar a los otros. Esa idea sólo puede pertenecer a los egoístas y a los ignorantes como usted. Tampoco el valor está en hacer asesinar obreros inocentes o indefensos, como lo han hecho ustedes en Buenos Aires, Rosario, Avellaneda, Berisso, etc. Esa clase de valor pertenece a los asesinos y a los bandidos cuando cuentan con la impunidad. No es valor atropellar a los hombres humildes argentinos, vejando mujeres y humillando ancianos, escudados en una banda de asaltantes y sicarios asalariados, detrás de lacual ustedes esconden su propio miedo…”
No sorprende que Aramburu no comprendiera el sentido que Perón daba al valor y al renunciamiento. Es preocupante que no lo comprendan quienes pretenden ser continuadores de las luchas de nuestro pueblo. Flaco favor le hacemos a quienes las expresan y lideran en el presente si no entendemos el legado de San Martín, Rosas y Perón. Seamos capaces de imbuirnos no sólo del coraje, sino de la inteligencia y el profundo humanismo que guió sus decisiones más trascendentes, porque sólo así podremos afrontar los desafíos de este presente tan duro.
En apenas 12 años, San Martín construyó un ejército desde la gobernación de Mendoza y, padeciendo la desconfianza y el hostigamiento porteños, lo puso en marcha para atravesar los Andes y liberar medio continente.
Juan Manuel de Rosas enfrentó y derrotó el bloqueo de las dos principales potencias navales de su tiempo.
Juan Domingo Perón consagró el protagonismo de la clase trabajadora y alumbró el movimiento de masas más relevante de nuestra historia.
¿Desde qué lugar podríamos atrevernos a reprocharles sus exilios, haciendo propio uno de los argumentos de quienes quisieron desterrarlos de nuestra historia?
Los unitarios no tuvieron más remedio que incorporar la lucha emancipadora de San Martín al relato oficial de la historia. Pero para ellos el Libertador siempre fue un problema y quisieron librarse de él en más de una ocasión. Lo llamaban “cholo”, “tape” o “indio”. No existe certeza que Rosa Guarú, la niñera que lo crió, haya sido su madre, pero él se burlaba de las pretensiones de linaje y se sentía hermano de los pueblos hijos de esta tierra. Conocemos desde la infancia la gesta que protagonizó. Pero quizá valga la pena poner énfasis en algo que no solía estar presente en nuestros libros escolares: el hostigamiento a que fue sometido por la elite unitaria, expresada principalmente en las figuras de Carlos María Alvear y Bernardino Rivadavia.
Si los actos de las personas no son suficientes para definir su identidad, sus enemigos suelen servir para despejar lecturas erróneas. En Europa, José de San Martín peleó contra los franceses y a favor de la Junta de Sevilla, que planteaba una revolución democrática en España. Cuando vino a América fue coherente con esa lucha y enfrentó la restauración absolutista.
El San Martín que nos relata Mitre es un militar talentoso y recto que libera naciones vecinas sin visión continental, carece de capacidad política y no tiene otra relación con los pueblos originarios que utilizarlos circunstancialmente con picardía. Un siglo después, con el mero hallazgo del Plan Maitland, Rodolfo Terragno pretendió convencernos de que fue un agente inglés. Pero su enfrentamiento con Alvear y con Rivadavia desmiente a ambos y expresa el antagonismo de dos proyectos: uno es unitario y dictatorial, con un aperturismo económico pensado desde el puerto y que rápidamente devendría probritánico. El otro pensó en crecer hacia adentro y unir a Sudamérica.
Escribía San Martín a Rosas en 1838:
“Separado voluntariamente de todo mando público el año 1823 y retirado en mi chacra de Mendoza, siguiendo por inclinación una vida retirada, creía que este sistema y más que todo, mi vida pública en el espacio de diez años, me pondrían a cubierto con mis compatriotas de toda idea de ambición a ninguna especie de mando; me equivoqué en mi cálculo –a dos meses de mi llegada a Mendoza, el gobierno que, en aquella época, mandaba en Buenos Aires, no sólo me formó un bloqueo de espías, entre ellos uno de mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles públicos de su devoción, tratando al mismo tiempo de hacerme sospechoso a los demás gobiernos de las provincias; por otra parte, los de la oposición, hombres a quienes en general no conocía ni aun de vista, hacían circular la absurda idea que mi regreso del Perú no tenía otro objeto que el de derribar a la administración de Buenos Aires, y para corroborar esta idea mostraban (con una imprudencia poco común) cartas que ellos suponían les escribía. Lo que dejo expuesto me hizo conocer que mi posición era falsa y que, por desgracia mía, yo había figurado demasiado en la guerra de la independencia, para esperar gozar en mi patria, por entonces, la tranquilidad que tanto apetecía. En estas circunstancia, resolví venir a Europa, esperando que mi país ofreciese garantía de orden para regresar a él; la época la creí oportuna en el año 29: a mi llegada a Buenos Aires me encontré con la guerra civil; preferí un nuevo ostracismo a tomar ninguna parte de sus disensiones, pero siempre con la esperanza de morir en su seno.
Desde aquella época, seis años de males no interrumpidos han deteriorado mi constitución, pero no mi moral ni los deseos de ser útil a nuestra patria; me explicaré:
He visto por los papeles públicos de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país; ignoro los resultados de esta medida; si son los de la guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis circunstancias y la de que no se fuese a creer que me supongo un hombre necesario, hace, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, me pondré en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra, me retiraré a un rincón -esto es si mi país me ofrece seguridad y orden; de lo contrario, regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis huesos en la patria que me vio nacer.
He aquí, general, el objeto de esta carta. En cualquier de los dos casos -es decir, que mis servicios sean o no aceptados-, yo tendré siempre una completa satisfacción en que usted me crea sinceramente su apasionado servidor y compatriota, que besa su mano, José de San Martín".
Con su salud maltrecha, le ofrecía a Juan Manuel de Rosas ponerse a sus órdenes para luchar contra el bloqueo. San Martín sufría la distancia y su alma vivió siempre pendiente de lo que sucedía en nuestra tierra. No sabía Rosas al leer esa carta que a él le tocaría vivir una situación similar catorce años después.
Derrotado en Caseros, Rosas tomó el camino del exilio. No pasó demasiado tiempo para que Urquiza le expresara su arrepentimiento y Alberdi reconociera que “Rosas y la República Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente”. Pero lo cierto es que los vencedores de Caseros lo habían declarado por ley “traidor a la patria” y la Constitución que nos rige contiene aún disposiciones expresamente dedicadas a él. Por eso, antes de apresurarse a juzgar su exilio, conviene conocer la dignidad con que lo vivió:
“Mi economía en los doce años corridos ha continuado siempre tan severa como parece imposible al que no ha estado cerca de mí. No fumo, no tomo rapé, ni vino ni licor alguno, no asisto a comidas, no hago visitas ni las recibo, no paseo ni asisto al teatro ni a diversiones de clase alguna. Mi ropa es la de un hombre común. Mis manos y mi cara están bien quemadas y bien acreditan cuál y cómo es mi trabajo diario incesante, para en algo ayudarme. Mi comida es un pedazo de carne asada y mi mate. Nada más”.
¿Huyó Juan Domingo Perón en 1955? Eso manifestó el general Pedro Eugenio Aramburu en un reportaje que le hicieron en 1956: que Perón se comportó como un cobarde. Otra vez vemos como quienes se pretenden revolucionarios repiten argumentos acuñados por el discurso unitario y dictatorial. La respuesta de Perón no se hizo esperar, desde una misiva escrita en Panamá el 5 de marzo de 1956:
“He leído en un reportaje, que Ud. se ha permitido decir que soy un cobarde, porque ordené la suspensión de la lucha en la que tenía todas las probabilidades de vencer. Usted no podrá comprender jamás cuánto carácter y cuánto valor hay que tener para producir gestos semejantes.
Para usted, hacer matar a los demás, en defensa de la propia persona y de las propias ambiciones, es una acción distinguida de valor.
Para mí, el valor no consiste, ni consistirá nunca, en hacer matar a los otros. Esa idea sólo puede pertenecer a los egoístas y a los ignorantes como usted. Tampoco el valor está en hacer asesinar obreros inocentes o indefensos, como lo han hecho ustedes en Buenos Aires, Rosario, Avellaneda, Berisso, etc. Esa clase de valor pertenece a los asesinos y a los bandidos cuando cuentan con la impunidad. No es valor atropellar a los hombres humildes argentinos, vejando mujeres y humillando ancianos, escudados en una banda de asaltantes y sicarios asalariados, detrás de lacual ustedes esconden su propio miedo…”
No sorprende que Aramburu no comprendiera el sentido que Perón daba al valor y al renunciamiento. Es preocupante que no lo comprendan quienes pretenden ser continuadores de las luchas de nuestro pueblo. Flaco favor le hacemos a quienes las expresan y lideran en el presente si no entendemos el legado de San Martín, Rosas y Perón. Seamos capaces de imbuirnos no sólo del coraje, sino de la inteligencia y el profundo humanismo que guió sus decisiones más trascendentes, porque sólo así podremos afrontar los desafíos de este presente tan duro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario