I
Soy distinto. Distinto a todos los animales.
Los observo y me doy cuenta. Los veo hacer siempre lo mismo, día a día, se
trate de pájaros o de jirafas. Ni siquiera los monos, que un poco se me
parecen, pueden lo que yo: detenerse, mirar, tratar de entender cómo funciona
la vida en este bosque. Y además está la voz. Esta voz que llevo dentro, que
habla desde alguna parte que a veces parece afuera y otras dentro de mí. En
algunos momentos parece mía, siento que podría abrir la boca y gritarles a todos
en el bosque lo que ella me dice. En otros cambia de color, lleva otra fuerza,
otra sonoridad. Como si alguien más estuviera viéndome desde alguna parte y
diciéndome cosas. O como si hubiera más de una persona dentro de mí. Así las
cosas con mis voces. Y sin embargo, aquí estoy, sobreviviendo entre bestias,
intentando encontrar un lugar en este bosque. Solo, siempre solo.
II
Fue después que me caí del árbol. No sé
cómo sucedió. Hace tiempo ya que subo y
bajo con destreza de los árboles, e incluso puedo caminar y correr en dos
piernas por los claros del bosque. Quizá fue el exceso de confianza. O puede
que me haya distraído de tanto pensar, confundido entre mis voces. Lo cierto es
que resbale y quise colgarme con las manos, pero no pude. Me faltó fuerza y
caí.
Me dí un fuerte golpe a un costado de la
espalda. Al principio no sentí un dolor muy fuerte. Pero después me di cuenta
que me dolía al respirar, como si me hubieran arrancado un hueso de la espalda.
Allí fue que ella apareció. Estaba parada
detrás de mí, mirándome. También era distinta. Pero dos veces distinta.
Distinta de todas las otras bestias, como yo. Pero también distinta de mí. Me
quedé mirándole las semejanzas y las diferencias. Ella también me miraba.
Supongo que también percibía algo similar. No se acercaba ni se alejaba,
pero parecía no temerme. Me mantuve
quieto, pero mi voz estaba ansiosa, no paraba un instante de decirme cosas de
ella, se me subía desde el pecho hasta la garganta, desde la cabeza hasta las
mandíbulas. Hasta que un suspiro me despegó la lengua del paladar y cuando el
aire volvió hacia fuera mi voz escapó desde mis labios y me oí por primera vez.
-Eva-. Esa fue la palabra que dije. Desde
entonces decidí llamarla siempre así.
III
Es raro. Tan parecidos y tan distintos. Anda
siempre serio, preocupado, como si llevara varias personas dentro. Estamos en
este bosque, donde ningún animal se muestra hostil a nosotros. Tenemos frutos
de los colores más diversos y agua dulce y cristalina en el río. No hace
demasiado calor de día ni demasiado frío de noche. Sin embargo, no tiene
tranquilidad. Yo le hablo de todas las cosas que podríamos hacer. El me
responde alertándome sobre las que están prohibidas.
No sé quién las ha prohibido. Me habla de una
voz que no es su propia voz. Y que esa voz le ha dicho que podemos comer frutos
de todos los árboles del bosque, menos de uno. Y justo es el árbol que más me
gusta. “El árbol del bien y del mal”. Ese es el nombre que le puso la voz. Yo
lo miro, le doy vueltas alrededor, y no le veo el mal por ninguna parte. Pero
él me dice que si comemos alguno de sus frutos, moriremos.
La primera vez que me lo dijo, me estremecí.
Pero luego sentí un gran alivio. Hice memoria y me di cuenta que, vaya a saber
por qué razón, nunca había probado ninguno de los frutos del árbol. Pero el
tema me siguió dando vueltas en la cabeza. ¿Para qué puede servir un fruto que
mata? Sentía una gran curiosidad, pero no estaba dispuesta a correr el riesgo
de averiguar la verdad a costa que mi vida. Así estuve hasta que, observando,
me di cuenta de algo. Algunos de los frutos del árbol, los más maduros, tenían
picotazos de pájaros. Una tarde vi a uno de esos pájaros atreviéndose a las
frutas del árbol prohibido.. Lo reconocí porque tenía un nido en el tronco del
árbol más alto del bosque, el pino que siembra de agujas el suelo y no deja
crecer la hierba a su alrededor. Se lo veía bien, y así lo volví a ver dos
tardes más. Si el fruto no le hacía daño a los pájaros, ¿por qué habría de
matarnos a nosotros?
Pensaba en esto cuando una serpiente se me
apareció en un claro del bosque. No sé por qué sentí temor, pero me quedé
inmóvil al verla delante de mí. Ella se detuvo, abrió su boca como si pudiera
devorarme entera y luego se alejó
subiéndose a un árbol pequeño. “Podría comerse un elefante con esa
bocota”, pensé, y me reí sola de imaginar su cuerpo largo y delgado con un
elefante adentro. La miré trepar por el tronco y vi que se enroscó en las ramas
más cercanas a mí y se quedó observándome. Me miraba como si quisiera hablarme.
Me acerqué a ella y me di cuenta que ya no sentía miedo. Entonces volví a
pensar en el árbol del bien y del mal. Fue como si la serpiente se hubiera
cruzado en mi camino para hacerme entender que no tenía buenas razones para
temer a lo que pudiera sucederme si comiera esos frutos. No era cierto que
fuera a morir. Así como presté atención a los temores de Adán, también fui
capaz de observar el árbol, de ver qué sucedía con los pájaros que picoteaban
sus frutos, de medir con cuidado los riesgos. Era muy poco probable que
muriéramos por probar el fruto que la voz que resonaba en la cabeza de Adán nos
había prohibido. “Si se lo explico, él me entenderá”, pensé, y me puse a
caminar en su búsqueda.
IV
Lo que menos entiendo de todo lo que me
explica es lo de la serpiente. No sé de donde ha sacado que una serpiente puede
abrir la boca grande como un animal, ni cómo su mirada puede hacer que uno
entienda mejor las cosas. Es como si la serpiente le hubiera hablado, como si a
la cabeza de ella también llegaran otras voces además de la propia. Pero lo de
los pájaros es cierto. También vi los frutos picoteados y no he visto pájaros
muertos cerca del árbol. ¿Será que la voz que oigo sólo quiere asustarme? ¡Cómo
saberlo! Por más que tenga razón, ¿qué necesidad tenemos de probar ese fruto,
si en el bosque hay alimentos suficientes para que no pasemos hambre nunca? ¡Me
confunde, me marea, altera todo! ¡Bastantes preocupaciones tengo que ella ni
entiende para estar aquí esperando que baje de ese árbol! Es cierto que no le
ha faltado gracia al treparse. Lo peor de todo es que no puedo dejar que sólo
ella lo pruebe. No sería justo. Al fin y al cabo, si estamos juntos en este
bosque, los dos debemos correr el riesgo. En realidad, debería probarlo sólo
yo, que soy más fuerte. Pero sería imposible convencerla de eso.
V
Lo más curioso de probar la fruta prohibida
no fue su sabor, que no está mal. Empezamos a comer sentados uno frente al
otro, mirándonos felices, riéndonos, y en ningún momento sentimos temor. Fue
como si al decidirnos a hacer algo juntos, fuera imposible pensar en que algo
malo sucediera. Comimos hasta hartarnos, y después nos quedamos tirados panza
arriba en el pasto, mirando como la luz de la tarde se esfumaba lentamente en
el cielo. Luego le di la espalda para dormirme y ella se acurrucó detrás de mí
y me abrazó. No protesté. Tomé su mano. Su tibieza era apenas diferente a la
mía. Sentí que algo bullía dentro de mí. Quizá fue por ella. O quizá fue el atracón
de fruta que nos dimos.
VI
No entiendo por qué despertó así. Nos
habíamos animado a los frutos del árbol del bien y del mal, nos habíamos
dormido juntos y felices. Pero al amanecer, ya era otro. Bah, el de antes. El
temeroso, el preocupado.
“Hemos cometido un error”, me dijo cuando
quise hablarle.
“Si hubiera sido un error no estaríamos
vivos”, le dije.
“¡Todo se complicará, hay muchas formas de
morirse!”, me gritó acercando su cara a la mía mientras me apretaba fuerte la muñeca.
Me quedé en silencio. Preferí no decir más. No sé de dónde saca esas ideas, ni
por qué se pone así de violento. Es como si la voz que le habla fuera la del
mismísimo miedo.
VII
“¿Cómo pudiste ser tan tonto? ¿Para qué eres
más inteligente y más fuerte si dejas que ella te engañe así? ¿Qué has obtenido
comiendo esos frutos? Te lo diré: nada. Renunciaste al fruto más importante: él
del árbol de la vida. Ya nunca podrás encontrarlo. Y tendrás que lidiar el
resto de tus días con ella. No será la primera vez que intente convencerte de
cosas que no te convienen. Si algo de carácter te queda, no deberías
permitírselo. Es de esperar que sepas demostrarle quién manda.
VIII
Ahora quiere que elijamos un lugar para
vivir. No la entiendo. Para qué quiere elegir un lugar si tenemos todo el
bosque para nosotros. Todo por una simple lluvia. “No podemos dormir bajo la
lluvia”, protestó. Como si no hubiera muchos árboles para protegerse. O como si
uno fuera distinto al otro. Pero ella ya tiene un lugar en vista. “Ves, aquí
estamos bien protegidos, la lluvia no ha llegado”, me dice. Retiró las piedras,
arrancó algunas matas. “Me pregunto con qué podríamos abrigarnos por la noche”,
pensó en voz alta. Se me ocurre una idea al respecto. Mientras tanto, sigue
durmiendo acurrucada junto a mí cuando hace frío. Y cuando no hace frío
también.
IX
Mi idea no había sido tan buena. Me dí cuenta
apenas llegué al lugar donde había visto el animal muerto. Pensé en quitarle su
piel para usarla como abrigo. Pero tenía un olor insoportable y estaba llena de
bichos. Me alejé contrariado y en el camino de retorno junté algunas cortezas,
hojas y ramas que podrían servirnos para el lecho. Cuando la vi sonreír me di
cuenta que yo estaba haciendo lo que ella esperaba que hiciera. Solté las hojas
y cortezas a sus pies y me fui a dar una vuelta por ahí.
X
Se va y desaparece por horas. Como si me
evitara. Como si intentara descubrir algo sorprendente en el bosque. Ahora
habla menos. Ya no me angustia con esos reproches que resuenan en su cabeza.
Ahora le da por las ideas raras. Que podríamos abrigarnos con pieles de
animales si encontráramos la manera de quitárselas antes que se pudran, o que
podríamos quitarles las plumas a las aves y comernos su carne. ¿A quién se lo
ocurre? Bastante mal ya saben los peces secados al sol. Su última locura es que
podríamos quemar la carne. Se le ha ocurrido después del último fuego que se
encendió en un árbol que cayó fulminado desde el cielo en medio del viento, los
truenos y los rayos. “Si el sol seca la carne de los peces, el fuego podría
secar la sangre de la carne de las aves”, me dijo. No le he dicho que no. Son
ideas disparatadas, pero al menos no está protestando o creyendo que alguien
nos castigará con la muerte por comernos unas cuantas frutas.
XI
Es la primera vez que el cielo se pone así de
noche. Los relámpagos encienden las siluetas de los árboles, los truenos
repiquetean en el aire y ella se aprieta con fuerza contra mi espalda. Está muy
asustada. No es momento para reproches, pero es la primera vez que tenemos
semejante tormenta de noche y me pregunto si no es parte del castigo por haber
comido las frutas prohibidas. Alguien en el cielo parece estar muy enojado. Sin
embargo, casi no nos hemos mojado. Debo reconocer que ella encontró un muy buen
lugar para dormir y refugiarnos del mal tiempo. Y que dormir juntos es una de
las buenas cosas de esta vida. Me siento bien cuando ella me abraza y por
momentos, una cierta conmoción bulle en mi sangre.
Con ella prendida a mi espalda, me ha nacido
una nueva voz. Es que cada noche me hace preguntas, me cuenta alguna cosa que
le pasó durante el día, me interroga acerca de los ruidos de la noche. Todas las
noches menos hoy. La tormenta la mantiene en silencio. Así hasta que por fin
habla.
“Tú y yo somos diferentes”, dice.
“Mira que descubrimiento”.
“En serio”, insiste, y me toca entre las
piernas.
“¿Qué haces?”, protesto.
“¿Qué haces tú?”, replica sin quitarme las
manos de encima.
“Nada”.
“He visto a otros animales ponerse así!”.
“¿Así cómo?”
“¡Así!”
Me vuelvo hacia ella. Se me sube encima y me
mira. Ya no se ríe. Un relámpago enciende el cielo. Le veo una expresión
extraña. Con los ojos perdidos en la oscuridad de la tormenta, me descubro
dentro de ella. Ya no habla. Sólo se mueve y jadea.
XII
Podría morir ahora. Estoy tan feliz… Nunca
sentí esto antes. Estoy exactamente donde quiero estar. Me gustaría estar en la
cabeza de él para saber qué siente.
El amanecer siguiente a la noche de la
tormenta se largó otra vez por ahí apenas despertó. Casi no hablamos ese día. A
la noche nos dormimos en silencio. La mañana siguiente fue igual. Pero volvió
feliz de su excursión. Se apareció con unos huevos pequeños. Los encontró en el
nido de un ave que había caído al suelo durante la tormenta. No sabían mal. Por
la noche, fue él quien me buscó. Desde esa vez, fue como si perdiéramos la
noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos.
XIII
¡Me mordió la oreja! ¡Se ha vuelto loca!
¡Loca y enferma! No hice más que lo que veníamos haciendo todas las noches.
Pero en seguida me rechazó.
“Hoy no”, me dijo. “No me siento bien”.
“¿Por qué no te sientes bien?”, le pregunté.
“Nada, me duele un poco la cabeza”.
Comencé a acariciarla. Pensé que no era más
que un juego o un dolor menor y podría convencerla. Pero cuando mi mano
pretendió acercarse a su entrepierna me volvió a rechazar.
“¡Te dije que no!”.
Me senté y me quedé en silencio. Me sentía
humillado. ¿Acaso había cambiado de opinión respecto de mí? ¿Qué era este
juego? ¿Siempre vendría con estas complicaciones? ¿Siempre pondría ella las
reglas?
“No lo puedes permitir”. Creo que todas las
voces que llevo dentro lo dijeron a coro. Me abalancé sobre ella, la tomé de
los cabellos y le sacudí varias veces la cabeza. Estaba decidido a imponerme
por la fuerza. Gritaba Separé sus piernas bajo las mías, sostuve con mis manos
sus muñecas contra el piso y me dejé caer encima de ella. Pareció que se
rendía. Fue entonces que sentí sus dientes queriendo arrancarme un pedazo de
oreja. Me la quité de encima con un golpe seco y me incorporé sobre mis
rodillas. Ella lloraba. Al bajar la vista, vi la sangre entre sus piernas. ¡Yo
no había hecho eso! ¿Qué sucedía con esa mujer? Confundido, me puse de pie y me
fui a caminar en la oscuridad de la noche por el bosque.
XIV
Se cree que me gusta estar así. Todavía no
termina de aprender que soy diferente, que me pasan cosas que a él no le pasan.
¿Tan difícil es para su cabeza llena de voces? ¿Un simple rechazo basta para
que se ponga violento? Pensó que le alcanzaría con ser más fuerte para
obligarme a hacer algo. Pero se ha llevado una sorpresa. Se merecía que le
arrancara la oreja con mis dientes. Espero que entienda, porque no será fácil
vivir con alguien que no puede aceptar que le digan que no. La sangre fue mi
aliada. Lo dejó perplejo, inmóvil por un instante. Ahora que se ha ido,
recuerdo sus ojos llenos de asombro y miedo.
XV
Hoy por la tarde se apareció la voz en mi
cabeza. Me doy cuenta que la escucho cuando algo me preocupa. Caminaba solo, no
encontraba qué comer, me preguntaba qué sería de nosotros en este bosque, y
casi sin darme cuenta estaba otra vez sumido en reproches. Pero logré
quitármela de encima bastante rápido. Ya pasaron varias noches desde aquella en
que me mordió. No hay más sangre entre sus piernas y ya nos hemos reconciliado.
Mi vida es mejor desde que conocí a Eva. Anoche se lo dije en la oscuridad,
subido a sus muslos. “Me haces feliz”. Luego me dejé caer a un costado, boca
abajo. Podía sentir los latidos de mi corazón golpeando contra el suelo
cubierto de agujas de pino.
XVI
La otra noche insistió con que nunca
podríamos llegar al árbol de la vida.
“¿Y cómo se supone qué es ese árbol? ¿Qué
obtendremos de él?”, le pregunté.
“¿No te das cuenta? ¡Vivir siempre! ¡Nos
hemos perdido la vida eterna!”.
Así como lo decía, parecía terrible. Pero me
costaba creer que un árbol tuviera frutas asesinas y otro te diera la vida
eterna. Me sonaban disparatadas las cosas que le dictaba su voz, aunque no le
faltaba imaginación.
De todos modos, lo importante es que no
terminábamos peleándonos por el tema. Lo decía con un dejo de amargura, pero no se arrepentía de la vida
que habíamos elegido.
Por supuesto que yo tampoco. Los días se
sucedían y éramos felices compartiéndolos juntos. Había empezado a hacer un
poco más de calor y descubrimos un buen lugar donde podíamos bañarnos en el
río.
El seguía con sus paseos solitarios, pero ya
no me molestaban. Al fin y al cabo, era un momento en el que yo también estaba
sola, y lo disfrutaba.
No volví a tener necesidad de morderlo. Y
vaya a saber por qué milagro, la sangre entre mis piernas no volvió a aparecer.
Aunque él se lamentara por lo del árbol, siento que la vida está dentro de mí y
que no se apagará nunca.